Dylan notaba el latido de su corazón en la cabeza. Nunca antes había experimentado tanto deseo con un sencillo beso. De hecho, la necesidad de seguir besándola le resultó casi abrumadora y, si no hubieran estado en medio de la calle Boyiston con dos trabajadores mirándolos, habría seguido besando a Meggie hasta que ninguno de los dos hubiera podido soportarlo.

Pero, finalmente, se apartó y la miró a los ojos al tiempo que le pasaba un dedo por el labio inferior, todavía húmedo por sus besos.

– Siento haberte empujado, pero me temo que, si no lo hubiera hecho, en este momento estarías debajo de ese cartel.

– Lo sé, gracias. Creo que he tenido mucha suerte de que pasaras por aquí.

– Bueno, en realidad no pasaba por aquí. Quería hablar contigo y confiaba en que estuvieras. Quería saber por qué no has contestado a mis llamadas.

– Pensaba llamarte.

– ¿De veras?

Ella asintió.

– Pero, mira, si te hubiera llamado, no habrías venido hoy y no me habrías salvado la vida. Así que creo que ha sido una suerte.

Meggie se frotó los brazos como si tuviera frío, pero Dylan sospechó que era simplemente una reacción nerviosa. Eso le dio cierta esperanza. Por lo menos, no se había enfadado con él en esa ocasión.

– Te he llamado varias veces para invitarte a cenar -al decirlo, la agarró de la mano-. Sé que no hemos tenido un buen comienzo, pero…

– Sí, sí. Me encantaría cenar contigo. Será estupendo. ¿Cuándo?

– ¿Te parece bien esta noche? -le sugirió Dylan.

La sonrisa de Meggie desapareció y se quedó pensativa.

– ¿Puedes… puedes esperar un momento? Enseguida vuelvo.

Dylan la vio subir las escaleras de la cafetería a toda prisa y desaparecer dentro. Se preguntó si volvería a salir. Aquella chica era bastante extraña, pensó. Se había puesto tan nerviosa, que pareció que iba a desmayarse allí mismo.

Dylan se volvió entonces hacia los dos trabajadores, que lo estaban mirando con admiración.

– Tranquilo -dijo uno de ellos.

Dylan señaló el cartel que todavía estaba en el suelo.

– Yo no puedo deciros lo mismo. Habéis estado a punto de matarla. Así que, si fuera vosotros, pondría el cartel en su sitio y me aseguraría que no volviera a caerse.

Los hombres obedecieron y, cuando Meggie salió de nuevo, el cartel estaba ya colocado. Dylan pensó que tenía el tamaño perfecto y que se vería desde toda la calle.

Meggie se puso a su lado y miró al cartel.

– Es bonito. Me costó elegir los colores y las letras, pero creo que va a verse desde lejos. Y el dibujo de la taza de café deja perfectamente claro que es una cafetería.

– Así es -contestó Dylan-. Entonces, ¿está todo bien?

– ¿Bien?

– Sí, dentro. Ella sonrió.

– Sí, solo que tenía que hablar con Lana un momento. Respecto a la cena… bueno, no he hablado con ella de nuestra cena. Quiero decir, que esta noche no me viene bien.

– ¿Y mañana por la noche?

– No, tampoco puedo mañana. Dylan la agarró de la barbilla y la obligó a que lo mirara.

– ¿Estás segura de que quieres salir a cenar conmigo?

– El domingo sí me viene bien.

– ¿Quieres ir a cenar el domingo? Ni el jueves, ni el viernes ni el sábado, ¿el domingo?

– Sí, el domingo.

– De acuerdo, el domingo entonces. ¿Qué te parece si te recojo a las siete? Podemos ir a Boodle's.

– Nos encontraremos allí. Y prefiero que sea a las seis -se quedó callada unos segundos-. Y no me gusta la carne.

– ¿Prefieres entonces que vayamos al café Atlantis?

A Meggie se le iluminó la cara.

– Sí, y ahora debo entrar a ayudar a Lana.

Dylan asintió y se inclinó para darle un beso breve en la mejilla, pero Meggie lo esquivó y salió corriendo hacia la cafetería. Antes de abrir la puerta, se dio la vuelta y le hizo una seña con la mano.

– Nos veremos en el café Atlantis el domingo a las seis.

Dylan se quedó allí un rato, observando cómo la puerta se cerraba. Había quedado con muchas mujeres en su vida y no sabía por qué, pero aquella cita era diferente. De hecho, no parecía una cita. ¿Un domingo por la tarde? ¿A las seis? ¿Y en un lugar especializado en judías y tofu?

Dylan dio un suspiro y trató de conformarse, pensando en que al menos habían quedado. En vez de comerse un chuletón en uno de los mejores sitios de Boston, tendría que conformarse con tomar proteínas vegetales, pero si estaba en compañía de Meggie, lo disfrutaría igual.

Capítulo 3

Meggie abrió la puerta de su apartamento, situado en el sur de la ciudad, y entró rápidamente. Lana entró detrás de ella, gruñendo y quejándose.

– Todavía no sé para qué me necesitas. Nos quedan un montón de cosas por hacer en la tienda todavía. Tengo que repasar los menús para entregárselos a la imprenta y la segunda caja registradora sigue sin funcionar.

Meggie se quitó los zapatos, tiró el bolso sobre el sofá y se quitó el jersey.

– Este plan ha sido idea tuya y quiero asegurarme que está todo bien. Se supone que tendría que reunirme con Dylan dentro de una hora, pero voy a llegar un cuarto de hora tarde. No entiendo por qué no he podido salir un poco antes. Las últimas tres horas las hemos pasado tomando un café tras otro y charlando.

Lana fue a la cocina y sacó un zumo de la nevera.

– Te he retenido en la tienda porque no quería que te pusieras histérica con la cita. Y me alegro de haberlo hecho. Mírate. Estás hecha un desastre -se dejó caer en el sofá-. ¿No has aprendido nada?

– No estoy nerviosa por la cita -replicó Meggie, apartándose el pelo de la cara-. He tomado tanta cafeína, que podría estar despierta hasta el próximo martes -se quitó los pantalones y los dejó en el suelo. Luego se miró las piernas-. ¡Oh, no me lo puedo creer!

– ¿El qué?

Meggie elevó una pierna para enseñársela a Lana.

– ¡Llevo un mes sin depilarme!

– ¿Y qué?

– No puedo ir a una cita con las piernas llenas de pelos.

Lana se inclinó y observó su pierna.

– Claro que puedes. Las piernas con pelos son el equivalente moderno a los cinturones de castidad. Con esas piernas, no te atreverás a irte a la cama con un hombre tan pronto. Considéralo una bendición.

– ¿Y mis cejas? Si no me depilo, voy a parecer una mona -dijo, dejándose caer al lado de Lana-. Esto no es modo de prepararse para una cita. Voy a llamar para cancelarla.

Lana se levantó y agarró la mano de Meggie para obligarla a ponerse delante del espejo.

– Tus cejas están bien y tu pelo también. Solo tienes que ponerte un poco de colorete y pintarte los labios. Y echarte colonia, claro. Y recuerda, no te lo tomes demasiado en serio. Solo vas a cenar con él y luego te vendrás a casa. Además, no se te olvide que no debes demostrar en ningún momento que te lo estás pasando bien.

Meggie comenzó a maquillarse en el cuarto de baño mientras Lana iba al armario a buscar la ropa adecuada. Poco después, se la llevó al baño. Meggie se estaba aplicando rímel en los ojos y Lana, al entrar, le dio un codazo. Meggie se manchó de rímel el párpado y, al intentar quitárselo, se lo extendió por todo el ojo.

– Este vestido me parece bien. Es bonito, pero no demasiado sexy. Y el color es discreto. El rojo me parece demasiado evidente y el negro demasiado severo. Por otro lado, si tiene muchos dibujos, no le dejará fijarse en tu belleza natural.

Meggie agarró el vestido.

– A lo mejor puedes venir conmigo. Puedes esconderte debajo de la mesa y hablar mientras que yo muevo los labios.

Lana hizo un gesto hacia el techo.

– Tú arréglate mientras te repito todo lo que tienes que recordar.

Meggie salió del baño para ir en busca de una muda limpia. Si no iba con las piernas depiladas, por lo menos podría ir con ropa interior decente, pensó.

– Lo hemos repasado ya diez veces por lo menos. Me lo sé de memoria: mantener un aire de misterio, no hablar demasiado, evitar mirarlo a los ojos más de cinco segundos, hablar de cosas tópicas y superficiales y…

Sabía que había un punto más, pero no lo recordaba y trató de hacerlo mientras se metía rápidamente en el cuarto de baño.

– ¡Y no beber más café!

Lana se asomó al cuarto de baño e hizo una mueca con los labios.

– De acuerdo -respondió Meggie-. Y nada de besos -continuó.

Meggie le había hablado a Lana del beso que se habían dado en la calle. De hecho, no podía dejar de pensar en aquel beso.

En ese momento, se oyó un sonido penetrante y Meggie se asomó al salón.

– ¿Has puesto algo en el horno?

– No, es la puerta de la calle. ¿Será uno de tus admiradores? Meggie no dijo nada.

– Iré a ver.

Meggie se alegró de quedarse unos momentos a solas. Se puso el vestido y se miró al espejo. Lana tenía razón: el color era perfecto para una cita informal. También la forma del vestido, que no era muy ceñido, pero tampoco demasiado holgado. Luego tomó un par de medias. Comprobó el color en el puño y, sin sentarse, se las metió en un pie y luego en el otro. Pero cuando intentó subírselas, no pudo. Así que fue al dormitorio y se apoyó en la cama. Sin saber cómo, perdió el equilibrio y acabó en el suelo con las medias enrolladas en los tobillos.

Miró hacia arriba, y se encontró con Lana, que la estaba mirando asombrada.

– ¿Qué estás haciendo? Meggie se quitó las medias.

– Estoy intentando vestirme para mi cita -dijo, maldiciendo y frotándose la cabeza-. ¿Quién era?

– Dylan.

– ¿Dylan? -repitió Meggie, levantándose de un salto.

– Ha decidido venir a recogerte, en lugar de que os encontréis allí -le explicó Lana, tirando de la falda de Meggie hacia abajo-. ¿No es un detalle? Es un verdadero caballero.

Meggie fue tambaleándose hacia la puerta del dormitorio y la abrió. Pero cuando vio un trozo de la cabeza de Dylan, la cerró corriendo. Incluso la imagen de su cabeza por detrás la ponía nerviosa.

– ¡No tenía que haber venido! Esto no es lo acordado. Me dijiste que tenía que reunirme con él en el restaurante. ¿Qué voy a hacer ahora? Todo el plan se nos ha estropeado y ni siquiera ha empezado la tarde.

– No creo que puedas hacer mucho. A no ser que le digas que se vaya. Solo tienes que ser diplomática y decirle que ha metido la pata.

– Para ti es fácil decirlo. No tienes un ojo manchado de negro como si fueras un mapache, ni las cejas sin depilar, ni las piernas llenas de pelos -Meggie gimió y se apoyó en la puerta-. Y por si fuera poco, no me puedo poner las medias derechas.

Lana se acercó y le quitó las medias, estirándolas para que se las volviera a poner.

– ¿Cómo está? -preguntó Meggie mientras Lana le subía las medias-. ¿Está guapo o moderadamente atractivo? Si está muy guapo, creo que no voy a poder hablar con él.

– Está guapísimo -contestó Lana sentándose en el suelo. Es evidente que se ha tomado la cita muy en serio. Lleva unos pantalones de lana y un jersey muy bonito, la cazadora es deportiva. Va con un estilo moderno y a la vez muy masculino. Si no fuera tu chico, coquetearía con él.

– No es mi chico. Creo que debería cambiarme.

– Puedes hacer lo que quieras -dijo Lana, levantándose y pasándose las manos por los muslos-. Yo me voy.

– ¡Espera! No puedes irte. Todavía no hemos repasado el plan.

– ¡Meggie, por favor! No es la primera vez que sales con un hombre. Trata de acordarte de lo que hemos hablado y diviértete… aunque no demasiado. Impresiónalo.

Lana, entonces, salió del dormitorio y se fue al salón. Dylan, que estaba de espaldas, se dio la vuelta.

– Meggie saldrá enseguida.

Meggie cerró la puerta del dormitorio, dispuesta a terminar de vestirse. Se limpió el rímel corrido, se pintó los labios y se recogió el pelo. Cuando terminó, se fue hacia la puerta y tomó aire antes de salir.

– Sé agradable, míralo con naturalidad y no te desmayes a la primera sonrisa. Creo que podré recordarlo.

Nunca se había puesto tan nerviosa por quedar con un hombre. Quizá fuera porque no sabía cómo manejar la situación, dado que tampoco era una cita con un novio o pretendiente. Era más bien una operación militar, se dijo. Pero en cuanto salió al comedor, su corazón comenzó a latirle a toda velocidad y sintió que le faltaba el aire.

Dylan estaba de espaldas y ella lo miró. Fue como una de esas escenas de las películas que ocurren a cámara lenta. Todo sucedía con lentitud. Dylan se volvió y ella creyó que iba a quedarse ciega ante la intensidad de su sonrisa mientras oía en su cabeza la canción Endless Love. Le habría gustado salir corriendo. ¿Cómo demonios iba a ser capaz de mantener un aire misterioso con ese hombre? Cuando la miraba, ella sentía como si la traspasara con sus ojos. Como si viera el manojo de nervios en el que en realidad se había convertido.