Sin embargo, después de conocer mejor a Dylan, estaba empezando a creer que lo que había oído a sus padres sí era cierto. Dylan tenía algo en los ojos, una expresión extraña, que demostraba que ocultaba algo bajo su encantadora sonrisa y sus ingeniosos comentarios. El Dylan que se mostraba al público y el Dylan real eran dos personas totalmente diferentes.
– ¿Te pidió que salierais otra vez?
– Sí. El miércoles.
– ¿Y has aceptado?
Meggie frunció el ceño.
– Sí. ¿Tenía que decir que no? Eso no estaba en el plan.
– Para entonces solo habrán pasado tres días y te dije que tenían que ser cuatro -le recordó Lana.
– Bueno, me pareció que era suficiente y al final le dije que sí. Además, el miércoles es su día libre y tuve que tomar eso en cuenta.
– ¿Y te fuiste pronto a casa?
– No tuve que hacer nada. Después del postre, Dylan se ofreció a llevarme a casa. Lana frunció el ceño.
– ¿Y no te pidió entrar en tu casa?
– No -contestó Meggie, preocupada-. ¿Pasa algo?
– Creo que tenemos que hacer reajustes en el plan. Él no se está comportando de un modo normal. ¿Estás segura de que se lo pasó bien? ¿O tenía esa mirada impaciente que tienen los hombres cuando quieren irse a otra parte?
Meggie notó un nudo en el estómago.
¿Cómo iba a saber ella algo así? Lana era la experta en ese tipo de asuntos.
En ese momento, se abrió la puerta de la cafetería y ambas se volvieron. Un chico se acercó a ellas con un ramo de flores. Seguramente se las mandaba alguien para la inauguración.
Lana fue a firmar el acuse de recibo al chico y agarró el enorme ramo de rosas.
– ¿De quién son? -preguntó Meggie mientras Lana colocaba el ramo sobre el mostrador.
Lana tomó la tarjeta y se la dio a Meggie.
A esta el corazón le dio un vuelco.
Vi estas flores en el escaparate de la floristería y me recordaron a ti.
Dylan
– Son de Dylan -dijo Meggie con una sonrisa en los labios.
Las rosas desprendían un intenso olor y Meggie se acercó para aspirarlo. Sus brillantes colores le levantaron el ánimo inmediatamente.
– Son preciosas -comentó Lana, dando un suspiro-. De acuerdo, lo admito, no entiendo a ese tipo. Primero te deja pronto en casa, sin siquiera intentar darte un beso, y luego te envía flores a la mañana siguiente como si hubiera pasado contigo la noche más maravillosa de su vida. No es lógico.
– ¿Qué quieres decir?
– No habrá casos de esquizofrenia en su familia, ¿verdad?
– Quizá debamos olvidarnos del plan, ya que, al fin y al cabo, se basaba en que tú conocías a los hombres como él.
– No te preocupes, podemos continuar. Solo tienes que dejarme reflexionar sobre ello. Antes de nada, quiero que me cuentes todo lo que pasó ayer. No me ocultes ningún detalle. Ese hombre va a ser todo un reto, pero seguro que podemos con él.
Sin embargo, Meggie no estaba dispuesta a confesarle que había abandonado su meticuloso plan en cuanto Dylan la había mirado a los ojos. Así que le contó todo a su amiga, salvo lo de los besos.
– ¿Podemos hablar de todo esto después? -le preguntó Meggie después de contarle todo por tercera vez-. Tengo cosas que hacer. Y tú se supone que tenías que ir con los menús a la imprenta. Tenemos tres días para planificar la próxima cita.
– De acuerdo. Pero no quiero darlo por terminado. Necesitas prepararte y ser firme. Al final funcionará, ya lo verás.
Meggie asintió y se fue a la trastienda, donde tenían un pequeño despacho. Pero no podría ser firme, se dijo. Cada vez que Dylan la miraba, se le aflojaban las piernas. No podía resistirse a él. Aunque, por otra parte, sabía que, si no lo hacía, acabaría lamentándolo.
Encontró la chaqueta de Dylan colgada en la puerta del despacho. La agarró y se la puso. Cerró los ojos y se imaginó que estaba en sus brazos. El recuerdo de sus besos hizo que se le acelerase el corazón.
Poco después, abrió los ojos.
– Sabía que esto iba a ocurrir. Sales un día con él y te vuelves loca como cualquier adolescente.
Se quitó la chaqueta y se puso la suya. Se daba perfecta cuenta de que, si esperaba a que él se enamorase de ella para abandonarlo, no sería capaz de hacerlo. O quizá él la dejara a ella primero. Dio un suspiro. En ese momento, podía escapar con un poco de dignidad, ya que él todavía no le había roto el corazón.
Dylan Quinn la había hecho sufrir una vez, así que tenía que dejar de verlo inmediatamente antes de que volviera a hacerle daño.
Capítulo 4
Dylan agarró la manguera y roció de agua la escalera del camión. Al poco rato, se dio cuenta de que ya había limpiado esa zona antes. Dio un suspiro y movió la cabeza resignado. Afortunadamente, no habían tenido ninguna alarma durante su turno, porque lo cierto era que no había dejado de pensar en Meggie desde que había abierto los ojos aquella mañana.
Todavía no había descubierto qué lo atraía de ella. Habían pasado diez días desde que la había sacado gritando de su cafetería. Ese momento había marcado un antes y un después en su vida. Si hubiera sido otra mujer, ya habrían hecho el amor y en ese momento estarían en la recta final de la relación. Con Meggie, sin embargo, lo mejor estaba por llegar.
Dylan frunció el ceño mientras agarraba un paño y comenzaba a secar el parachoques. Le gustaría haber conocido mejor a Meggie cuando eran adolescentes, aunque quizá eso no le hubiera servido de nada. Ella no era la misma chica que él recordaba. Se había convertido en una bella mujer y la transformación era evidente. Pero igual que él llevaba dentro las cicatrices de su infancia, ella también conservaba el rastro de la adolescente tímida que había sido. La niña que se quedaba siempre al margen y observaba a los demás en silencio.
– ¡Quinn!
Vio a Artie Winton de pie en la entrada.
– ¿Qué pasa?
– Tienes visita.
Dylan se apartó del camión y, un instante después, Meggie aparecía en la entrada. Iba con una chaqueta clara que resaltaba el color caoba de su pelo y el verde de sus ojos. Tenía las mejillas sonrosadas por el aire fresco. Y llevaba la chaqueta suya que le había dejado prestada. Dylan se secó las manos en el pantalón.
– Meggie, ¿qué estás haciendo aquí?
– ¿Hay algún lugar donde podamos hablar?
Dylan la condujo hasta un banco que había al fondo de la nave.
– Siéntate.
– Gracias por las flores. Son preciosas y huelen maravillosamente. Dylan sonrió.
– No hay de qué. Me lo pasé muy bien eligiéndolas.
– ¿Las elegiste tú? -preguntó sorprendida.
– Sí.
– No debería haber venido -dijo tímidamente-. Sé que va contra las normas, pero tenía que hablar contigo.
– ¿Las normas?
– Sí, las del departamento de bomberos. Dylan le quitó la chaqueta de las manos, se levantó y la ayudó a que también se levantara ella.
– No, en realidad tratamos de tener una buena relación con la gente, así que no pasa nada porque hayas venido. De todas maneras, pasamos mucho tiempo sin hacer nada, esperando -Dylan buscó una excusa para que no se fuera-. ¿Quieres que te enseñe esto?
– He venido solo a decirte una cosa y a devolverte tu…
– ¿Has estado alguna vez en un parque de bomberos?
Ella se encogió de hombros.
– No, pero es que…
– Pues mira, este es el camión con la cisterna -la interrumpió, intentado ganar tiempo-. Y esa es la escalera. Estos son los depósitos de agua, ¿quieres sentarte dentro?
Dylan la ayudó a subirse a la cabina y luego se subió él. Las manos de ella jugaron sobre el volante y él recordó lo que aquellas manos habían provocado en él.
– Debe de resultar difícil aparcar el camión.
Dylan soltó una carcajada.
– Yo no tengo que conducir. Además, podemos aparcar donde queramos.
Dylan la agarró por la cintura y la bajó al suelo. Al hacerlo, el cuerpo de ella se rozó con el suyo. Sus caderas se encontraron, encendiendo el deseo en el cuerpo de Dylan. Cuando finalmente dejó a Meggie en el suelo, estuvo tentado de besarla allí mismo, pero se dio cuenta de que había algunos compañeros observándolos desde las ventanas.
– Podemos guardar la chaqueta.
Meggie lo siguió hasta un gran cuarto donde los bomberos dejaban sus uniformes y, en cuanto estuvieron solos, Dylan la abrazó. La giró y la puso contra las chaquetas. Luego, tomó su rostro entre las manos y le dio un beso suave en los labios. Lo hizo jugando con ella para tratar de animarla.
¿Cuánto tiempo podría soportarlo? ¿Cuánto tiempo seguiría anhelando sus besos y deseándola de esa manera? Había tratado de pensar en ella como la chica dulce y vulnerable que había sido, creyendo que con eso iba a mitigar su deseo, pero ya no le funcionaba. Ella era suave y delicada, y olía a flores. Él se perdería en su cuerpo sin dudarlo un momento.
– Así está mejor -murmuró sonriendo.
– Esto seguro que sí va contra las normas -dijo ella con la mirada fija en su boca.
Dylan dio un gemido y atrapó de nuevo los labios de ella, pero en aquella ocasión con más ardor. El sabor de sus labios fue directamente a su cabeza, haciéndole olvidarse de todo. La lengua de él jugó con la de ella, dulce y persuasiva, arrastrando a Meggie al calor del presente. Y cuando sus brazos le rodearon el cuello, se apretó contra sus caderas, acorralándola contra la pared.
Ella se estaba ofreciendo a él y Dylan no podía rechazarlo. Ninguno de los dos podía controlar la pasión que los había invadido. Y aunque sabía que debería reprimirse y tomarse las cosas con calma, el modo de responder de ella a sus besos le volvía loco.
Le acarició el rostro y luego bajó las manos por su cuerpo. Le apartó la chaqueta y agarró su cintura. Ella gimió suavemente. El jersey que llevaba se pegaba a sus senos y él tocó la delicada lana como si estuviera tocando la piel de ella.
A continuación, metió las manos debajo del jersey y acarició su piel desnuda, suave y delicada. Sintió que se le encendía la sangre, pero justo entonces sonó la alarma. Dylan se apartó despacio sin dejar de mirarla. Contempló sus labios todavía mojados y sus mejillas, encendidas por el deseo.
– Meggie, tengo que irme.
– ¿Irte?
En ese momento, dijeron a través de los altavoces la dirección del lugar de la emergencia.
– Tenemos que salir. Hay un fuego. Dylan murmuró entre dientes que, en realidad, había más de uno y luego se puso la chaqueta, ocultando así la evidencia de su deseo. Agarró de la mano a Meggie y salieron del cuarto. Dylan fue hacia el camión y se apoyó al lado del panel donde estaban los botones que hacían funcionar las cisternas de agua.
– Y así es cómo conseguimos la increíble presión de agua para apagar los fuegos en Boston -dijo con una sonrisa.
Meggie observó la actividad que se desarrollaba a su alrededor. Los hombres se ponían las chaquetas sin detenerse, se chocaban con ella al pasar, se ponían las botas… Dylan le dio un beso breve.
– Por cierto, ¿qué querías decirme?
– No es importante, puede esperar.
– Entonces te recogeré el miércoles a la hora de comer. Ve abrigada -gritó, yendo por su casco y sus botas.
Meggie permaneció allí, con expresión turbada. Los camiones empezaron a salir y Dylan se subió a la cabina de uno de ellos.
– ¡Gracias por traerme la chaqueta! -gritó por encima del sonido de las sirenas.
Meggie le dijo adiós con la mano mientras salía a la calle. Dylan sacó la cabeza por la ventanilla y no dejó de mirar hacia Meggie hasta que el camión se perdió a lo lejos. Tenía la boca todavía húmeda por los besos compartidos y no podía sacarse de la cabeza el aroma de Meggie. Metió finalmente la cabeza dentro de la cabina y sonrió para sí.
– Oye, Quinn, ya veo que has recuperado la chaqueta -le comentó Artie-. ¿Te la vas a olvidar hoy también?
Dylan movió la cabeza y soltó una carcajada.
– No, es una mala costumbre que voy a abandonar. Desde ahora, no me voy a dejar ninguna chaqueta más.
– ¿Vamos a montar en barco? -quiso saber Meggie mientras miraba fijamente el enorme barco que se balanceaba en el agua.
Aunque El Poderoso Quinn parecía estar en buenas condiciones de navegación, Meggie tenía miedo.
– Nunca he montado antes en barco. En el océano, quiero decir. Fui una vez a remar a un sitio, pero la barca estuvo a punto de darse la vuelta y yo me caí al agua. Porque pretendes que salgamos a navegar por el océano, ¿verdad?
– Bueno, me imagino que también podríamos atarlo al coche de Liam y luego montarnos e ir por la carretera, pero creo que sería más fácil navegar por el océano -replicó Dylan, riéndose y besándola en la mejilla-. Además, técnicamente no se trata del océano, sino de la bahía de Massachusetts.
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