Cuando salió de la habitación, Conor ya la estaba esperando en la puerta. Se la abrió galantemente y luego le ofreció el brazo.

– Su carruaje espera, señora -bromeó. De hecho, lo que más sorprendió a Olivia fue que accediera a salir con ella. Era siempre tan cuidadoso… sin embargo, últimamente le daba la sensación de que se había relajado un poco. Cuando salieron a la calle, ella extendió los brazos. Entonces, cerró los ojos y empezó a dar vueltas.

– Me siento como si me acabaran de soltar de la cárcel. Es un día glorioso…

Se montaron en el coche y se dirigieron en dirección a Concord. Olivia contemplaba el paisaje por la ventanilla. Aunque había visto los mismos lugares muchas veces, todo le parecía mucho más hermoso. No se había dado cuenta de lo aislada que había estado.

– ¿Dónde vamos?

– Ya lo verás.

– Sé que me voy a divertir, sea donde sea donde vayamos.

La mayor parte del camino transcurrió en silencio. Muy pronto llegaron al puerto de Boston. Allí, Conor aparcó el coche y fueron a pasear hacia el parque del puerto. Olivia entrelazó los dedos con los de él.

– Solía venir aquí de niño -explicó Conor mientras se sentaban en la hierba-. Sin embargo, ahora que me paro a pensarlo, nunca fui un niño.

– ¿No?

– No después de que se marchara mi madre. Cuando mi padre estaba pescando, yo tenía que ocuparme de mis hermanos. Solíamos venir aquí a contemplar los aviones. Si teníamos dinero, tomábamos el ferry e íbamos a Logan. Algunas veces, hasta entrábamos en el aeropuerto, aunque los de seguridad siempre nos detenían.

– ¿Y todo eso tú solo?

– Ya tenía entonces dieciséis años y mis hermanos estaban acostumbrados a obedecerme. Además, era mi excursión favorita. Si quería que mis hermanos hicieran algo, solo tenía que prometerles que íbamos a venir aquí para ver los aviones. Brendan se sabía memoria los horarios de los aviones y sabía el destino de todos ellos.

– Hiciste un buen trabajo con ellos. Todos son unos muchachos fenomenales. No los conozco muy bien, pero sé que es así.

– El problema es que no hice un trabajo tan bueno conmigo mismo.

– Eso no es cierto.

– Nunca me di mucha oportunidad de divertirme. Mis hermanos siempre me dicen que tengo que ser menos serio.

– Nosotros nos hemos divertido mucho. Bueno, eso cuando no nos disparaban.

– Sin embargo, nunca me divertí cuando era más joven. No tuve una cita con una chica hasta que no cumplí diecinueve años. A las chicas no les gustaba que me siguieran mis cinco hermanos a todas partes, pero yo no podía confiar que Dylan o Brendan se ocuparan de los gemelos y de Liam. Así que siempre me quedaba en casa. Supongo que por eso mi habilidad para relacionarme con la gente deja mucho que desear.

– Bueno, yo creo que tienes otras habilidades que la compensan -dijo ella, tumbándose en el césped.

Olivia miró al cielo. Había estado allí en otras ocasiones, pero aquella vez era diferente. Casi se imaginaba a aquellos chicos. Conor había sido un buen padre para ellos, y probablemente lo sería mucho mejor para sus propios hijos. Nunca había pensado en tener familia propia, pero, sentada allí con Conor, se imaginaba con hijos.

– Olivia, hay algo que tengo que decirte.

– No -murmuró ella. Entonces, se levantó y le colocó un dedo sobre los labios-. Este día es perfecto y no quiero estropearlo. Ya tendremos tiempo para hablar después. Ahora, solo quiero disfrutar del aire fresco y del sol -añadió, antes de volverse a dejar caer sobre la hierba-. ¿Cómo pude sentirme tan aterrorizada hace una semana y hoy encontrarme tan feliz? Quiero que esto dure.

– Me alegro.

– ¿Cómo crees que será mi vida cuando testifique contra Keenan? ¿Tendré que seguir preocupándome por él?

– No. No tendrás que volver a preocuparte nunca por Keenan.

– ¿Pero y si sale de la cárcel y quiere vengarse de mí?

– Entonces, yo te protegeré -le prometió él, tomándola de la mano y dándole un beso en la parte interior de la muñeca.

– ¿Nos veremos después del juicio?

– Tú estarás muy ocupada volviendo a levantar tu negocio. Y tendrás tus amigos. Ya no tendrás tiempo para pensar en mí.

– Eso no es cierto, Conor.

– Claro que lo es. Sé sincera, Olivia. Si yo me acercara a ti en la calle y te pidiera que salieras conmigo, saldrías corriendo en la dirección opuesta. Eres de un mundo diferente, con privilegios, sofisticada, culta. Yo soy solo un policía y no demasiado bueno.

– Yo no soy lo que tú crees. No crecí en Beacon Hill. Crecí en un piso encima de una tienda en North End. Mis padres eran hippies. Compraban y vendían lo que ellos llamaban antigüedades, pero que no eran más que trastos. Éramos muy pobres. Todo lo que ves surgió de la nada. Leí revistas para aprender a vestirme y estudié mucho para comprender a mis clientes. Incluso di clases de fonética para que me enseñaran a hablar como si tuviera dinero.

– De todos modos, ahora perteneces a ese mundo. Te has hecho tu lugar tú misma.

– Pero me gusta mucho tu mundo. Es mucho más emocionante y me hace sentir viva.

– Te propongo un trato. Cuando todo esto termine, volveremos a nuestras vidas de siempre. Si sigues sintiendo lo mismo al cabo de un mes, hablaremos.

Un mes entero sin Conor era impensable. Casi no podía pasar ni una hora sin él.

– ¿Me lo prometes? -preguntó ella-. ¿Solo un mes? Conor asintió.

– Nunca me arrepentiré de lo que hemos compartido -dijo Olivia

– Yo tampoco -le aseguró él, dándole un rápido beso en los labios-. Yo tampoco.

Las señoras se habían reunido para tomar café, como era su costumbre, pero, aquel día, se habían invitado al apartamento de Olivia para su ritual matutino. La joven no tuvo corazón para negarse y, de hecho, agradecía la compañía. Necesitaba algo que le impidiera pensar en Conor.

Desde aquella excursión al parque, las cosas habían cambiado, en cierto modo para mejor, pero en muchas cosas para peor. Se habían unido emocionalmente más que nunca, compartiendo historias de sus pasados y hablando de la infancia, de sus padres… Olivia se sentía como si le hubieran dado una ventana al alma de Conor, ya que él no era la clase de hombre que dejara ver al hombre que llevaba en su interior.

Sin embargo, desde aquella pequeña excursión, Conor no había vuelto a compartir la cama con ella. Como en muchos otros temas, Olivia había sentido miedo de abordar aquel asunto. Además, sospechaba que lo que estaba haciendo era prepararla para lo inevitable. Cuando comenzara el juicio, ya no habría razón para que siguieran juntos. Era un plan muy sensato, aunque le costaba mucho quedarse dormida sin sentir a su lado a Conor. Había sentido la tentación de pedirle una última noche juntos, pero ya lo había hecho una vez y no podría hacerlo de nuevo.

Olivia respiró profundamente. Debería sentirse satisfecha con la nueva dirección de su relación, en la que la intimidad había reemplazado al placer físico. Sin embargo, en los últimos días, le parecía que había llegado a amar a Conor más que nunca y quería expresarlo tanto en palabras como en gestos.

Olivia trató de superar sus frustraciones cocinando. Preparaba unas elaboradas comidas para ambos. Conor, por su parte, ejercitaba su físico mediante el jogging. Después de una larga ducha, iba a hacer los recados. Justo antes de comer, salían a dar otro paseo, algo que llevaban haciendo los tres últimos días.

Ella había conseguido olvidarse del juicio. Su preocupación se convertía en un pequeño ataque de aprensión. No sabía como cambiaría su vida después de testificar contra Keenan y Ford, pero no hacía más que imaginarse su futuro sin Conor. Estaba locamente enamorada de él y, por primera vez en su vida, creía que se trataba del hombre que podía hacerla feliz para siempre.

– ¡Dios mío, querida! Parece como si estuvieras a miles de kilómetros de distancia -le dijo Sadie.

Olivia parpadeó y luego miró a las cinco ancianas que se habían reunido en su casa a tomar café.

– Lo siento, ¿qué estabais diciendo?

– ¿Dónde está tu guapo marido?

– Ha salido a correr. Le gusta hacer ejercicio por la mañana. Algunas veces, también por la tarde. ¿Le apetece a alguien tomar más café?

Pintonees, se dio cuenta que todavía no se habían tomado la primera taza ni los pastelitos. Todas la miraban expectantes.

– Venga -susurró Ruth Ann, dándole un codazo a Sadie-. Pregúntaselo.

– ¿Preguntarme? ¿Preguntarme qué?

– Bueno, querida. Cuéntanoslo todo. ¿Cómo es el sexo? -preguntó Sadie, con una sonrisa.

– ¿El sexo? -repitió ella, sin comprender.

– Sí, querida, cuéntanos -dijo Geraldine-. ¿Se hacen ahora cosas nuevas? Nos gustaría mantenernos al día.

– Es evidente que tú lo haces bien -comentó Ruth Ann-. Ese marido tuyo siempre parece muy satisfecho. No te avergüences, querida. El sexo es un tema de conversación muy habitual entre nosotras.

– Bueno, no creo que… -susurró Olivia, sonrojándose.

– Tal vez si aprendiera cosas nuevas – dijo Louise-, mi George no estaría siempre mirando a esa zorra de Eleanor Harrington. Desde que su marido murió, está a la caza.

– Con el porcentaje de mujeres que hay aquí, es una competición despiadada -añadió Sadie-. Yo tengo a mi Harold bajo siete llaves por miedo a que me lo quite una de esas viudas.

– ¿Cómo mantienes a tu hombre contento? -preguntó Doris-. ¿Le preparas platos especiales? He oído que las ostras ponen muy cachondos a los hombres.

– ¿Cachondos? -repitió Olivia, tragando saliva.

– No, Doris. Yo he probado las ostras con Harold y solo le dan gases -afirmó Sadie-. Creo que debe de haber nuevas técnicas. Yo veo libros en la librería, no me atrevo a leerlos. Hay uno que se llama Cómo volver a un hombre loco en la cama.

– Me preguntó si lo tendrán en la biblioteca -comentó Louise.

De repente, la puerta del piso se abrió y entró Conor. Tenía la camiseta empapada de sudor. Se había marchado antes de que llegaran las vecinas y Olivia no se había atrevido a contarle sus planes por medio a que estuviera en desacuerdo con ellos.

– ¡Hola, cariño! -exclamó, poniéndose de pie para recibirla.

Conor miró a su alrededor y, entonces, plantó un beso en los labios de Olivia, lo que la sorprendió mucho. Las señoras se echaron a reír y Conor sonrió.

– Buenos días, señoras. ¿Cómo están? – les preguntó. Todas se echaron a reír, como colegialas-. ¿Puedo hablar contigo en el dormitorio? -añadió, refiriéndose a Olivia.

Olivia lo siguió y cerró la puerta del cuarto. Todas las cosas de Conor estaban esparcidas por todas partes, ya que las había tenido que recoger precipitadamente antes de que las mujeres llegaran.

– Lo siento, sé que no te gusta que entable relación con las vecinas, pero…

– No ese eso, ¿Dónde están mis llaves?

– ¿De verdad que no te importa?

– No -repitió él, revolviendo entre la ropa-. No me importa. ¿Sabes dónde están mis llaves?

– Estaban metidas en un zapato, bajo la de café -dijo ella, tras recogerlas de encima de la cómoda-. Tuve que limpiar antes de que llegaran las ancianas.

– Tengo que marcharme. ¿Te importa quedarte sola?

– Pensé que íbamos a salir a…

– No podemos. Tengo unos asuntos de los que ocuparme en la comisaría. Voy a ir a mi casa primero para darme una ducha y cambiarme. Probablemente estaré fuera la mayor parte del día.

– ¿Tiene que ver esto con el juicio?

– No. Es un asunto del que me tengo que ocupar -dijo él, abriendo la puerta del dormitorio y saliendo disparado en dirección a la puerta de la calle.

– Conor, espera.

Olivia hizo un gesto señalando a las ancianas. Entonces, él se inclinó sobre ella y volvió a besarla en los labios.

– Te veré dentro de un rato, querida – dijo. Entonces, tras hacer un gesto de despedida para las cinco mujeres, se marchó.

– Adiós -murmuró Olivia, volviéndose a sentar con sus invitadas.

– Supongo que la luna de miel tiene que acabarse en algún momento -suspiró Sadie.

Olivia sonrió y se sirvió un poco de zumo de naranja. Entonces, notó un pequeño centro de flores que Geraldine había llevado para adornar la mesa. Las margaritas estaban colocadas en un florero de imitación a plata. Olivia arrancó una margarita y empezó a quitarle los pétalos.

Las señoras continuaron hablando mientras ella las escuchaba sin mucho interés. Entonces, tomó el florero y estudió el diseño. Para ser una imitación, era de lo más notable. Pesaba casi lo que debería pensar si fuera de plata.

– ¿Dónde conseguiste esto? -le preguntó a Geraldine. Cuando miró la parte inferior, el corazón le dio un vuelco.

– En el supermercado. Me encantan las flores y venden ramos muy baratos. Duran casi una semana.

– No me refería a las flores, sino al jarrón.