– Maldita sea -murmuró, sin saber lo que hacer a continuación.
¿Debería echar a correr? ¿Debería esconderse? Lo que no podía hacer era devolver los disparos porque no tenía pistola. Pensó en cerrar con llave la puerta principal, pero quien quiera que fuera quien estuviera disparando podría entrar por el agujero que se había hecho en el escaparate.
– ¿Por que no escuché? ¿Por qué no me marché?
Se puso a evaluar la distancia que había entre el lugar en el que se encontraba y la parte trasera de la tienda, pero, ¿y si estaban esperándola en el callejón? No sabía si quien estaba intentando matarla estaba decidido a conseguirlo en aquel momento a cualquier precio o si decidiría volver a intentarlo en otra ocasión. Una vez más, habían fallado. Tal vez solo quisieran asustarla.
– Tengo que telefonear -murmuro, metiéndose la mano en el bolsillo para sacarse el teléfono móvil que siempre llevaba encima-. Nueve uno nueve.
Tras marcar el número, se puso inmediatamente a rezar. Tal vez lo mejor era que se hiciera la muerta en el caso de que irrumpieran en la tienda con la intención de terminar lo que habían empezado.
Mientras esperaba que la operadora contestara, las lágrimas se le agolpaban en los ojos y temblaba sin parar. Sin embargo, se negó a dejarse llevar por el miedo. Había aprendido a controlar sus emociones, a mantener una actitud tranquila, aunque aquello solo había sido con propósitos comerciales. Tal vez que la dispararan a través de la ventana era una buena excusa para sentir un poco de histeria.
Nada de aquello le habría ocurrido si hubiera mantenido la boca bien cerrada, si se hubiera limitado a darse la vuelta y a marcharse aquella noche, hacía unos meses. Se había asustado mucho. Había sentido miedo de que le arrebataran de las manos todo lo que tanto se había esforzado en conseguir.
Lo único que había hecho para violar la ley había sido inflar un poco las cifras en su declaración de la renta y no prestar atención al límite de velocidad en la autopista. En aquel momento, sus libros de cuentas estaban embargados, su pasado estaba siendo analizado, su socio estaba en la cárcel y su reputación estaba por los suelos. Era una testigo ocular en un juicio por asesinato y por blanqueo de dinero contra un hombre muy peligroso, un hombre que, evidentemente, quería matarla antes de que tuviera la oportunidad de contar su historia en un tribunal.
Olivia escuchó ansiosamente mientras la operadora le contestaba y entonces le contó rápidamente su situación y le dio una breve descripción de lo que había ocurrido. La operadora le pidió que siguiera al aparato y trató de tranquilizarla. Olivia siempre había oído que cuando alguien está a punto de morir, toda su vida le pasa en un momento por delante de los ojos. En lo único en lo que podía pensar en aquellos momentos era en lo mucho que odiaba sentirse tan vulnerable, tan dependiente de la ayuda de otra persona.
– Siga hablando conmigo, señorita -le decía la operadora.
– ¿Y de qué puedo hablar? -preguntó ella, algo nerviosa.
Lo único que se le ocurría era lo rápidamente que le había cambiado la vida en muy poco tiempo. Hacía dos meses, se había encontrado en lo más alto. Entonces, era la anticuaría de más éxito de todo Boston. Viajaba por todo el país, buscando las mejores antigüedades para su tienda. Recientemente, la habían nombrado para el consejo de una de las más prestigiosas sociedades históricas de Boston. Incluso se decía que podrían pedirle que apareciera en un programa de televisión. Todo aquello para una joven que había crecido en un barrio de clase trabajadora de Boston. Sin embargo, había superado sus humildes comienzos y se había creado una nueva identidad, maravillosa y excitante, repleta de viajes, fiestas y amigos influyentes. Y con seguridad económica. Solo había guardado una cosa de su niñez: el interés por cualquier cosa que tuviera cien años o más.
– Mis padres eran fanáticos de las antigüedades -murmuró por fin-. De niña, solían llevarme de subasta en subasta y se ganaban la vida con una pequeña tienda de objetos de segunda mano. Nunca sabíamos de dónde iba a venir la siguiente comida ni si conseguiríamos lo suficiente como para pagar el alquiler. Para una niña, aquella incertidumbre resultaba aterradora.
– No tenga miedo -dijo la operadora-. La policía está de camino.
– Cuando crecí, me hice una experta en los muebles del siglo XVIII y XIX de Nueva Inglaterra. Mis padres nunca tuvieron buen ojo para las buenas antigüedades y cuando yo acababa de salir del instituto, decidieron probar el negocio de la hostelería y compraron un pequeño restaurante en una salida de la interestatal en Jacksonville, Florida.
– La policía está a punto de llegar, señorita Farrell.
Olivia continuó hablando, ya que encontraba que el sonido de su voz aplacaba sus temores. Mientras pudiera hablar, seguía viva.
– Yo me quedé aquí para poder ir a la universidad. Tuve tres trabajos diferentes para poder conseguir dinero. Durante mi primer año en la universidad de Boston, pude pagar a duras penas mis clases y mi alquiler. Aquello fue algo que odié. Entonces, encontré mi primer tesoro, una silla Sheraton que compré por quince dólares en una tienda de segunda mano y que vendí por cuatro mil en una subasta.
Desde aquel momento, Olivia se había pagado sus estudios comprando y vendiendo antigüedades, Descubrió que tenía un ojo infalible para encontrar piezas valiosas en los sitios más improbables, como ventas en garajes particulares y pequeñas tiendas. Sabía distinguir una reproducción de una pieza original a cincuenta metros y se le daba muy bien el mundo de las subastas.
– Aunque me gradué en Arte en la universidad de Boston, yo pertenecía al mundo de las antigüedades. Alquilé mi primera tienda el año en que me gradué. Seis años después, formé una sociedad con uno de mis clientes, Kevin Ford, que era un hombre de dinero. Pensé que lo había conseguido. Compró una preciosa tienda en Charles Street, al pie de Beacon Hill. ¿Cómo pude ser tan ingenua?
– La policía va a llegar aproximadamente en treinta segundos, señorita…
Olivia ya oía las sirenas, pero ni siquiera la policía podría sacarla del lío en que había convertido su vida. Ella sola tenía la culpa de todo aquello. Cuando Kevin compró el edificio, tuvo sus dudas. Aunque era rico, no tenía los millones necesarios para comprar aquella tienda tan grande en Charles Street. Sin embargo, lo único que Olivia había sido capaz de ver había sido su siguiente escalón en su meteorice ascenso en la buena sociedad de Boston y todo el dinero que conseguiría.
Si hubiera confiado en lo que le decía su instinto, se habría dado cuenta que la inagotable cartera de Kevin Ford estaba relacionada con el mundo de la delincuencia. Aquel hecho quedó demostrado la noche en que oyó una conversación entre Ford y uno de sus más importantes clientes, Red Keenan, un hombre del que Olivia había sabido más tarde que era un pez gordo de los bajos fondos y que, solo el año anterior, había ordenado un buen puñado de asesinatos.
Al volver a oír el sonido de cristales rotos, se sobresaltó y se preparó para lo peor. Sin embargo, una voz familiar la sacó de su angustia.
– ¿Señorita Farrell? ¿Se encuentra bien?
Olivia sacó la cabeza de su escondite y vio al fiscal del distrito Elliott Shulman, el hombre que se encargaba de la acusación en el caso de Red Keenan.
– Sigo viva…
– Esto es inaceptable -dijo el hombre, acercándose a ella para ayudarla a levantarse-. ¿Dónde está la protección policial que requerí?
– Siguen delante de mi piso…
– ¿Quiere decir que salió de su casa sin decírselo?
Olivia asintió, avergonzándose de sí misma al oír el tono recriminatorio de aquellas palabras.
– Yo… solo necesitaba trabajar un poco.
La tienda lleva cerrada casi dos meses, tengo facturas que pagar, antigüedades que vender… Si no me ocupo de mis clientes, se irán a otra parte.
Shulman la agarró por el codo y la condujo hasta la puerta principal.
– Bueno, ya ha visto de lo que Red Keenan es capaz, señorita Farrell. Tal vez ahora nos escuche y se tome sus amenazas en serio.
– Sigo sin comprender por qué iba a querer mi muerte -replicó ella, soltándose-. Kevin puede testificar. Yo solo les oí hablando. Y tampoco oí mucho.
– Como ya le he dicho antes, señorita Farrell, su socio no va a hablar. Usted es la única testigo que puede relacionarlos a los dos. Después de lo que ha pasado esta noche, vamos a tener que ocultarla en algún sitio seguro, fuera de la ciudad.
– Yo… no me puedo marchar. Mire todo este jaleo. ¿Quién va a reparar la ventana? No puedo dejar que la lluvia entre por ese escaparate. Estas antigüedades son muy valiosas. ¿Y mis clientes? ¡Este asunto podría arruinarme económicamente!
– Llamaremos a alguien para que arregle la ventana enseguida. Hasta entonces, dejaré una patrulla fuera. Usted va a venir conmigo a la comisaría hasta que encontremos un lugar seguro para usted.
Olivia agarró su abrigo y su bolso y, de mala gana, siguió a Shulman hasta la puerta principal. Tal vez hubiera llegado el momento de esconderse. Solo faltaban un par de semanas para el juicio y, al menos, volvería a sentirse segura. Cuando salió a la acera, le entregó las llaves a un policía y le dio instrucciones sobre el código de seguridad. Luego, cerró los ojos y respiró profundamente.
– Prométame que me devolverá pronto mi vida -dijo, tratando de controlar el temblor que le atenazaba la voz.
– Haremos todo lo que podamos, señorita Farrell.
Conor Quinn sabía lo que significaba tener un mal día. Drogas, prostitutas, alcohol… aquella era su vida. Desde que trabajaba para la Brigada Antivicio del Departamento de Policía de Boston, no recordaba un día en que no le hubiera tocado saborear lo peor de la sociedad. Se metió la mano en el bolsillo para sacar su paquete de cigarrillos, su propio vicio, y recordó que lo había dejado hacía tres días.
Con una maldición, deslizó el vaso vacío sobre la barra e hizo un gesto al camarero. Seamus Quinn se acercó a él, secándose las manos con un paño. Su cabello oscuro se había vuelto gris y andaba con una ligera cojera, consecuencia de los años que había pasado partiéndose la espalda en la mar. Había dejado la pesca hacía algunos años. El barco estaba amarrado en el puerto, convertido en casa temporal para Brendan en las raras ocasiones en las que estaba en Boston. Seamus había conseguido comprar, con sus escasos ahorros, su bar favorito en el barrio donde vivían.
– ¿Quieres otra pinta, Conor? -preguntó Seamus, con su fuerte acento irlandés.
– No. Empiezo mi servicio dentro de media hora, papá. Danny va a venir a recogerme aquí.
Seamus lo miró con astucia y le sirvió un refresco antes de servir a otro cliente. Conor observó cómo su padre servía la cerveza con maestría. Sin embargo, su padre no se molestó en preguntarle nada más. Aunque sus clientes se beneficiaban de los consejos de Seamus, ninguno de sus hijos había contado con ayuda paterna para solucionar sus problemas. De hecho, había sido Conor el que diera consejo y disciplina a sus hermanos pequeños y lo seguía haciendo. Casi toda su vida, desde que tenía siete años, se había dedicado a mantener a su familia intacta y a evitar que sus hermanos cayeran en la delincuencia. Lo mismo que en aquellos momentos, solo que hacía lo mismo por medio millón de ciudadanos en vez de por cinco muchachos.
Miró a su alrededor para buscar algo que le quitara los acontecimientos del día de la cabeza. El bar de Seamus Quinn era famoso por tres cosas: por un ambiente auténticamente irlandés, por el mejor guisado irlandés de Boston y por la música irlandesa que se tocaba allí todas las noches. También por los seis hijos solteros que estaban siempre por el bar.
Dylan estaba jugando al billar con algunos de sus compañeros de la Brigada de Incendios, rodeados de mujeres que miraban embelesadas a Dylan. Brian estaba ocupado cortejando a la camarera. Liam estaba jugando a los dardos con una bonita pelirroja, mientras que Sean estaba bailando con una llamativa morena. Cuando Brendan estaba en la ciudad, tras terminar con otro encargo para una revista o regresar de otro viaje de investigación para un nuevo libro, lo primero que buscaba era una mujer. A pesar de las serias advertencias de su padre, los hermanos Quinn no habían querido privarse de lo que el sexo opuesto les ofrecía tan voluntariamente. Sin amor ni compromiso, por supuesto.
Sin embargo, últimamente, Conor se había cansado de todo de lo que había disfrutado en el pasado. Tal vez fuera el estado de ánimo en el que se encontraba, de indiferencia por la vida en general. La rubia del otro lado de la barra llevaba insinuándosele una hora y él ni siquiera le había dedicado una sonrisa. Por muy tentador que resultara tener una mujer calentándole la cama, estaba demasiado cansado como para hacer el esfuerzo de hablar con ella. Además, solo le quedaba media hora antes de tener que volver a la comisaría.
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