Los hombres y las mujeres que poblaban el oscuro mundo de la inteligencia y el espionaje jugaban a juegos letales. Vivían sus vidas al borde de la muerte; eran duros y fríos, intensos pero informales. No eran como otras personas que trabajaban en el mismo lugar todos los días y después volvían a su hogar con sus familias. ¿Era uno de esos hombres para los que una vida normal era un imposible? Estaba casi segura de eso ahora. ¿Pero qué era lo que estaba pasando y en quién podía confiar? Alguien le había disparado. O bien él había escapado, o había sido arrojado al mar para que se ahogara. ¿Esos dos hombres que le estaban dando caza era para ayudarlo, o para acabar el trabajo? ¿Tenía alguna información importante, algo critico relacionado con la defensa?

Deslizó los dedos sobre la mano de él, la cual estaba relajada sobre la sábana. Tenía la piel seca y caliente; la fiebre continuaba mientras su organismo trataba de sanarse. Había sido capaz de hacerle beber té dulce y lo había bañado para intentar evitar que se deshidratara, pero debía comenzar a comer pronto, o se vería forzada a llevarle a un hospital. Éste era el tercer día; tenía que comer.

Frunció el entrecejo. Si él podía beberse el te, podía beber sopa. ¡Tendría que haber pensado eso antes!

Entro enérgicamente en la cocina y abrió una lata de sopa de pollo con fideos, la trituró hasta que fue completamente liquida, después la calentó a fuego lento.

– Lo siento, no es casera – masculló al hombre que estaba en el dormitorio-. Pero no tengo ningún pollo en el congelador. Además, esto es más fácil.

Le observaba atentamente, viendo como estaba cada dos por tres; cuando él comenzó a moverse con nerviosismo, moviendo la cabeza de un lado a otro sobre la almohada y le dio una patada a la sábana, preparó una bandeja con su primera “comida”. No le llevó mucho, menos de cinco minutos. Llevó la bandeja al dormitorio y casi la dejó caer cuando él repentinamente se levantó con gran esfuerzo en su codo derecho, mirándola fijamente con esos ojos negros y penetrantes, brillantes a causa de la fiebre.

Todo el cuerpo de Rachel se tensó por la desesperación que la inundó. Si él se cayese de la cama no podría volver a ponerlo sobre ella sin ayuda. Él estaba oscilando de un lado a otro en su sostén precario, con los ojos aún clavados en ella con una intensidad ardiente. Tiró violentamente la bandeja al suelo cerca de donde él se levantaba, derramando parte de la sopa, después lanzándose hasta la cama para atraparle. Amablemente, sujó su cabeza e intentando no golpearlo en el hombro, rodeó su espalda con el brazo y apoyándolo contra su hombro, preparándose psicológicamente para soportar su peso.

– Recuéstate -le dijo con calma, con el tono tranquilo que le dirigía sólo a él-. Aún no te puedes levantar.

Sus cejas negras se unieron cuando él frunció el entrecejo, y resistió sus intentos de acostarlo.

– Es la hora de la fiesta -mascullo él, aun sus palabras no estaban bien articuladas.

No estaba despierto, sino a la deriva de la lucidez, en un mundo inducido por la fiebre.

– No, aún no ha empezado la fiesta -lo reconfortó, agarrando su codo sano y tirando hacía delante para que él pudiera sostenerse a si mismo.

Pesadamente su peso cayó sobre el brazo que ella tenía detrás de su espalda mientras lo recostaba nuevamente sobre la almohada.

– Tienes tiempo para una siesta.

Él yació allí, respirando pesadamente, su frente todavía surcada por arrugas cuando clavó los ojos en ella. Su mirada fija no se apartó mientras recogía la bandeja del suelo y la dejaba sobre la mesita de noche; tenía toda su atención concentrada en ella, como si intentase poner sentido a las cosas, para apartar las nieblas que llenaban su mente. Ella habló quedamente con él mientras le ponía más almohadas tras la espalda; no sabía si él entendía lo que decía, pero su voz y su tacto parecían tranquilizarle. Sentándose en uno de los lados de la cama, comenzó a alimentarlo, sin dejar de hablar con él. Él se comporto con docilidad, abriendo la boca cada vez que ella le ponía la cuchara contra los labios, pero pronto sus párpados comenzaron a bajar cuando se cansó. Rápidamente le dio aspirina, exaltada por lo fácil que había sido alimentarle.

Cuando ella aguantó su cabeza y retiró la almohada para que él pudiera volver a dormir, tuvo una idea. Valía la pena intentarlo.

– Cual es tu nombre?

Él frunció el ceño, su cabeza moviéndose desasosegadamente.

– ¿De quién? -preguntó él, su voz profunda llena de confusión.

Rachel permaneció agobiada sobre él, su mano bajo su cabeza. Su corazón latía más rápido. ¡Tal vez ella podría empezar a obtener algunas respuestas!

– El tuyo. ¿Cuál es tu nombre?

– ¿El mío? -las preguntas parecían irritarlo, inquietarlo. Clavó los ojos duramente en ella, su mirada deslizándose fijamente sobre su cara, después moviéndose más abajo.

Ella volvió a intentarlo.

– Sí, el tuyo. ¿Cuál es tu nombre?

– ¿Mío? -él tomo aire profundamente, luego lo volvió a decir-. Mío -La segunda vez había sido una declaración, no una pregunta. Lentamente él se movió, levantando ambas manos, sobresaltándose por el dolor en su hombro. Él moldeó sus manos sobre sus senos, envolviéndolos ardientemente con sus palmas y restregando sus pezones con los pulgares-. Mío -dijo él de nuevo, declarando lo que obviamente él creía de su propiedad.

Por un momento, simplemente por un momento, Rachel estuvo indefensa ante el inesperado placer que quemaba su carne por su caricia. Estaba congelada en el sitio, con el cuerpo inundado por el calor cuando sus pulgares convirtieron sus pezones en nudos endurecidos. Después la realidad regreso con un ruido sordo, y se apartó tambaleante de él, alejándose de la cama. La exasperación con él -y la rabia contra si misma- la ayudaron.

– Eso es lo que piensas -le gritó-. ¡Estos son míos, no tuyos!

Sus párpados se entrecerraron con sueño. Ella se levanto furiosa mirándolo con cólera. ¡Era evidente que las únicas cosas que ocupaban su mente eran la fiesta y el sexo!

– ¡Maldita sea, tienes una obsesión fija con una idea! -le acusó coléricamente.

Sus pestañas se agitaron, y él la miró otra vez.

– Sí -dijo él claramente, luego cerró sus ojos y se durmió.

Rachel se levantó al lado de la cama con los puños cerrados, a medio camino entre la risa y el llanto. Dudaba que él hubiese entendido algo de lo que ella había dicho; la última palabra provocativa pudo ser una respuesta a su tono de acusación, o a alguna pregunta que existía solamente en su confusa mente. Ahora estaba durmiendo profundamente otra vez, completamente relajado y habiendo olvidado la agitación de antes.

Negando con la cabeza, recogió la bandeja y silenciosamente salió del cuarto. Sus entrañas todavía se estremecían por la mezcla de deseo e indignación. Era una combinación incómoda, incómoda porque no se podía engañar a si misma, y la verdad era que él la atraía más de lo que cualquiera la había atraído en toda su vida. Tocarle era una compulsión; sus manos querían demorarse en su piel caliente. Su voz la hacía temblar profundamente por dentro, y una mirada a esos ojos negros la hacía sentirse electrificada. ¡Y su toque… su toque! Ahora ya habían sido dos las veces que él la había tocado, y cada una de ellas se había sentido conmovida por un placer incontrolable.

Era una locura sentirse así por un hombre al que no conocía, salvo que nada podía cambiar su reacción. Sus vidas se habían enlazado desde el momento en que lo había sacado del mar; en la responsabilidad pretenciosa por su seguridad, se había comprometido con él en un nivel que se volvió tan profundo que apenas ahora se daba cuenta de su verdadero alcance. Y él se había convertido en algo suyo, como si esa obra piadosa hubiese creado un matrimonio entre ellos, atándolos a pesar de sus deseos o sus faltas.

Aunque era un desconocido, ya sabía mucho de él. Sabía que era duro y rápido y que estaba bien entrenado. Tenía que serlo, para sobrevivir en el mundo que había elegido. También tenía una disposición que era impresionante por su intensidad, una dura determinación que le había hecho seguir nadando en el océano oscuro por la noche con dos heridas de bala en su cuerpo, cuando un hombre inferior se habría ahogado casi inmediatamente. Sabía que era importante para las personas que lo estaban buscando, aunque no sabía si era para protegerlo o para matarlo. Sabía que no roncaba y que tenía un deseo realmente sano, a pesar de su estado físico. Estaba quieto cuando dormía, salvo cuando el dolor en los huesos y la fiebre lo hacían ponerse nervioso; esa inmovilidad la había molestado al principio, hasta que se dio cuenta de que era algo normal en él.

Tampoco contestaba a ninguna pregunta, incluso delirando, ni a una tan sencilla como su nombre. Podría ser la confusión provocada por la fiebre, pero también era posible que su entrenamiento fuera tan profundo en su subconsciente que ni la enfermedad ni las drogas le hicieran responder preguntas.

Pronto, mañana o al día siguiente, o quizá incluso durante esa noche, se despertaría y estaría en plena posesión de sus sentidos. Desearía ropa y respuestas para sus preguntas. Se preguntó qué preguntas serían éstas, aunque comenzaba a preguntarse si él le daría alguna respuesta. No podía prepararse para lo que él podía hacer o decir, porque sentía que sería inútil tratar de predecir sus acciones. La ropa, sin embargo, era un problema sobre el que podía hacer algo. No tenía nada allí que la satisficiera; a pesar de que muchas veces llevaba camisas de hombre las había comprado para si misma, y serían demasiado pequeñas para él. No había guardado nada de la ropa de B.B., sin embargo eso habría sido inútil en cualquier caso, ya que B.B. había pesado sus buenos quince kilos menos que este hombre.

Hizo mentalmente una lista de las cosas que necesitaría. No le gustaba la idea de dejarlo solo durante el tiempo que tardase en ir a la tienda más cercana, pero era eso o llamar a Honey para pedirle que fuera ella. Consideró esa posibilidad. Era tentador, pero la visita de esos dos hombres esa mañana hacía que fuera renuente ante la idea de involucrar aún más a Honey en esa situación. No debería pasar nada por dejarlo solo durante una hora. Haría las comprar a primera hora mañana, lo cual daba tiempo a esos hombres a continuar con el área siguiente.

Al salir cerró cuidadosamente la casa, y le dijo a Joe que hiciera guardia. Su paciente dormía tranquilamente; acaba de hacerlo, de modo que debería dormir durante unas horas. La ansiedad la carcomía, mientras su coche recorría rápidamente los kilómetros a medida que ella aumentaba la velocidad. Tenía que estar bien a pesar de haberlo dejado solo, pero no respiraría tranquila hasta que volviese a casa y lo pudiera ver por si misma.

Aunque se había abierto hacía poco rato, el centro comercial ya estaba abarrotado de clientes que habían decidido hacer sus comprar a primera hora para librarse de lo peor del calor. Rachel cogió un carrito de la compra y lo condujo a través de los abarrotados pasillos, esquivando a los niños con edad de preescolar que habían logrado librarse de sus madres y se iban dirigiendo, todos y cada uno de ellos, al sector de juguetes. Se movió alrededor de otros compradores, de una mujer que caminaba con un bastón haraganeando, luego vio un pasillo despejado y se dirigió a la derecha.

Un paquete de ropa interior, algunos pares de calcetines y un par de zapatos, de la talla diez, entraron en el carrito. Esa mañana había medido sus pies de modo que estaba medianamente segura de que los zapatos le irían bien. Dos camisas de botones y un jersey de algodón se amontonaron sobre los zapatos. Estaba indecisa sobre la talla pantalones que usaba, pero al final se decidió por un par de pantalones vaqueros, un par de pantalones de tejido más blando que los vaqueros por si estos le molestaban por el estado de su pierna y un par de pantalones chinos de color caqui. Estaba lista para dirigirse a la caja que estaba en la dirección opuesta cuando un escalofrío recorrió su columna, y su cabeza se alzó. Mirando alrededor, vio a un hombre que miraba algunos artículos a la venta, y el escalofrío se convirtió en frío. Era el agente Lowell.

Andando tranquilamente, cambió de dirección a la sección de ropa de mujer. La ropa de hombre, era sin embargo lo suficientemente unisex para no ser relacionada con un hombre a menos que se fijaran en la talla, lo que la delataría si se miraba de cerca. Desafortunadamente el agente Lowell era del tipo capaz de darse cuenta de la talla simplemente mirando. Los calzoncillos, los calcetines y los zapatos, bajo los pantalones y las camisas, no podían tener una explicación lógica.

Sin miramientos miró la sección de ropa interior. Varias braguitas, todas de algodón y raso, fueron arrojadas encima del montón. Agregó un sostén y unas medias; esperaba que pudiera valerse de la aversión típica del hombre normal que evitaba que un hombre mirase la ropa interior de mujer en un lugar público, para librarse de que el agente Lowell examinara el resto de sus compras. Lo vio por el rabillo del ojo acercándose casualmente, deteniéndose para examinar de vez en cuando ciertos artículos con un interés ausente. Era bueno; se deslizaba a través de la masa de gente sin que se fijaran en él. Rastreaba, dándole a su apariencia una imagen de cazador.