Los ojos de Rachel se ensombrecieron. Él estaría decidido a llegar al fondo del carrito. Girando, se dirigió a la sección de farmacia. Echó dentro del carrito varias cosas para mujeres, que normalmente no usaría nunca. Si él trataba de registrar su carrito, le acusaría de ser un pervertido con una voz lo suficientemente fuerte para atraer a la seguridad del centro comercial.
Él se acercaba otra vez. Rachel escogió ese momento, después se volvió con el carrito y además golpeó con éste fuertemente la rodilla del hombre.
– ¡Oh, madre mía, lo siento! -se quedó sin aliento por la disculpa-. No le vi, oh -dijo de nuevo, haciendo que su voz sonara sobresaltada al reconocerle-. Ah -se detuvo, miro a su alrededor, luego bajó el tono de su voz hasta que no fue más que un susurro-. Agente Lowell.
Era una actuación digna de un Academy Award, pero podría haber pasado desapercibido por el agente Lowell, que se restregaba la rodilla preocupado. Él se enderezo, con un atisbo de dolor aun en sus ojos.
– Hola otra vez, señora… creo que no me dijo su nombre ayer.
– Jones -dijo ella, tendiendo la mano-. Rachel Jones.
Su mano era dura, pero su palma estaba un poco húmeda. El agente Lowell no estaba realmente tan relajado como parecía.
– Ha salido fuera temprano -comentó él.
– Con el calor que hace, es mejor salir pronto o esperar a la puesta de sol. Realmente debería llevar un sombrero si va a seguir por el mismo camino por el que fue ayer -su rostro estaba quemado, de modo que su consejo llegaba tarde.
Sus ojos inexpresivos se deslizaron por el carrito, luego subieron rápidamente. Rachel sintió una sombría satisfacción por sus actos. Su presencia podía ser una verdadera coincidencia, o podía ser deliberada, pero él era automáticamente curioso; era su trabajo. Tenía la sospecha de que él había sido menos desarmado por su inocencia e indiferencia que el otro agente.
– Usted, uh, puede tener que pedir un préstamo para pagar todo eso -dijo él después de una corta pausa.
Ella examinó con arrepentimiento el carrito.
– Puede que tenga razón. Cada vez que salgo de viaje parece que nunca tengo todo lo que necesito.
Sus ojos se aguzaron por el interés.
– ¿Sale de viaje?
– En un par de semanas. Estoy haciendo una investigación en los Keys, y siempre ayuda el ver el lugar de primera mano.
– ¿Investigación?
Ella se encogió de hombros.
– Llevo varias cosas. Tengo mis tiendas de souvenirs. Escribo un poco, doy algunos cursos por la noche. Me salva de aburrirme de mi misma -mirando las cajas registradoras, donde la línea de gente aumentaba, dijo despreocupadamente-. Mejor me pongo en la cola antes de que todo el mundo en la tienda se ponga por delante de mi. Oh, ¿no encontraron nada ayer?
Su rostro era una verdadera máscara, aunque sus ojos habían vuelto a dirigirse hacia el camino.
– No, nada. Pudo haber sido una pista falsa.
– Pues bien, buena suerte. Acuérdese de conseguir una gorra o algo mientras está aquí.
– Seguro. Gracias.
Se unió a una de las colas que había delante de una de las cajas registradoras y seleccionó una revista para hojearla mientras esperaba, acercándose poco a poco a la caja. Él se había echado a un lado y miraba unos libros de tapa blanda. ¿No saldría nunca? Cuando fue su turno, descargó el carrito y trato de interponer su cuerpo entre el agente Lowell y la caja registradora. El dependiente recogió el paquete de calzoncillos y los sujetó durante un rato delante de si mismo mientras escribía el código en la caja registradora. Rachel se puso en ese lado, y cuando el dependiente soltó ese paquete puso una camisa encima de ellos. Lowell se acercaba.
– Ciento cuarenta y seis con dieciocho -dijo el dependiente, tratando de alcanzar una bolsa grande.
Rachel comprobó su cartera, haciendo una mueca interiormente. Rara vez llevaba tanto dinero en efectivo, y ésta no era excepción. Malhumorada, tiró con violencia una tarjeta de crédito y el dependiente la paso por la maquina, destinada entonces a obtener un visto bueno de la cantidad. Lowell había paseado por delante de la tienda y las cajas registradoras. Rachel agarró la bolsa que el dependiente había colocado sobre la caja.
– Firme aquí -dijo el dependiente, empujando la hoja de crédito hacia ella. Rachel garabateó su nombre y un momento más tarde el bolso estaba cerrado con grapas. Lo cargó en el carrito y comenzó a salir del centro comercial.
– ¿Necesita ayuda? -pregunto el agente Lowell, poniéndose a su lado.
– No, llevarlo en el carrito es más fácil. Gracias de todos modos.
El calor húmedo se convirtió en una manta tan pronto dejaron el centro comercial, y Rachel miro de reojo el brillo casi doloroso. Después de abrir el maletero del coche echó dentro la bolsa y lo cerró de un golpe, consciente de forma atormentadora del interés del agente Lowell.
Dejó el carrito en su sitio, después regreso caminado hasta el coche.
– Adiós -dijo tranquilamente.
Él todavía la observaba cuando salió del estacionamiento de vehículos. Rachel paso un pañuelo sobre su cara para secarse el sudor, consciente del pesado ritmo en que latía su corazón aterrorizado. ¡Ya no tenía práctica para todo esto!. Solamente esperaba que no hubiera encontrado nada sospechoso en su conducta.
Capítulo Cinco
Los sueños eran aún tan vividos que le llevó varios minutos percatarse de que estaba despierto, pero la conciencia no trajo la comprensión. Permaneció acostado en silencio, mirando a su alrededor el cuarto fresco, poco familiar y tanteando su mente a la búsqueda de cualquier recuerdo que le indicara qué estaba ocurriendo y dónde se encontraba él. No parecía haber ninguna conexión entre sus últimos recuerdos y ese cuarto silencioso. ¿Pero eran estos recuerdos, o sueños? Había soñado con una mujer, una mujer caliente y flexible, con unos ojos tan grises y claros como un lago de una región montañosa bajo un cielo nublado, sus manos tiernas cuando lo acariciaban, su pecho aterciopelado que se hinchó contra las palmas de sus manos cuando él la tocó. Sus dedos avanzaron apartando las sábanas; el sueño era tan real que casi deseaba sentirla bajo sus manos
Aunque, eso era solamente un sueño y él debía ocuparse de la realidad. Se quedó acostado hasta que ciertos recuerdos comenzaron a volver, y supo que no eran sueños. El ataque a su barco; el trayecto a nado interminable, atormentador a oscuras, impulsado sólo por la incapacidad de darse por vencido. Luego, después de eso… nada. Ni tan siquiera una luz tenue iluminaba lo que había sucedido.
¿Dónde estaba? ¿Había sido capturado? Ellos darían casi cualquier cosa, arriesgarían casi cualquier cosa, con tal de llevarle vivo.
Se movió con precaución, notando en la boca el desagrado por la cantidad de esfuerzo que gastó en ello. Le dolía el hombro y el muslo izquierdo, y tenía un dolor de cabeza sordo, pero tanto su pierna como su brazo obedecieron la orden mental de moverse. Usando torpemente la mano derecha, echó hacia atrás la sábana y luchó por sentarse. Le atacó un mareo, pero se agarró a un lado de la cama hasta que pasó, después volvió a hacer una lista. Un vendaje blanco envolvía su muslo, espesamente acolchado sobre las heridas. El mismo tratamiento había recibido su hombro; la gasa había estado envuelta alrededor de éste, luego la habían pasado alrededor de su pecho. Estaba completamente desnudo, pero esto no lo molestaba. Su primera prioridad era moverse; la segunda era enterarse de donde diablos se encontraba.
Se levantó, el músculo herido en su muslo estremeciéndose por el esfuerzo del movimiento. Se tambaleó, pero no se cayó, solamente se quedó allí de pie hasta que el cuarto dejo de girar y su pierna se volvió estable bajo él. A pesar del frescor que hacía en la habitación una capa de sudor comenzó a formarse en su cuerpo.
No había ningún ruido salvo por el zumbido suave del ventilador del techo sobre la cama y el distante sonido mecánico de un aparato de aire acondicionado. Escuchó atentamente, pero no pudo detectar nada más. Conservando su mano derecha sujetada contra la cama, dio un paso hacia la ventana, apretando los dientes por el dolor abrasador de su pierna. Las tradicionales contraventanas cerradas atrajeron su atención. Alcanzando la ventana, usó un dedo para levantar una tablilla y mirar con atención a través de la grieta. Un patio, una huerta. Nada en particular, excepto que no había nada a la vista, ya fuera, humano o animal.
Había una puerta abierta delante de él, revelando un cuarto de baño. Despacio se acercó a la puerta, sus ojos oscuros tomando nota de los artículos que había en la habitación. Laca, lociones, cosméticos. El cuarto de baño de una mujer, entonces, ¿quizá era la mujer pelirroja que había estado en el otro barco? Todo estaba limpio, impecablemente limpio, y había cierto lujo tanto en el baño como en el dormitorio, como si todo hubiera sido escogido para que estuviese lo más cómodo posible dejando aparte el hecho simple de que estaba desnudo. La siguiente puerta era la de un armario. Movió las perchas y comprobó la talla de la ropa. Otra vez, todo era para una mujer, o un hombre pequeño, muy delgado de sexualidad indecisa. Las ropas eran notablemente harapientas para lo sofisticadamente vestida que la había visto. ¿Un disfraz?
Cautelosamente abrió la puerta de al lado ligeramente, mirando por la pequeña rendija para asegurarse de que no había nadie fuera. El vestíbulo pequeño estaba vacío, al igual que el cuarto que había más lejos de él. Abrió más la puerta, balanceándose con una mano contra el marco. Nada. Nadie. Estaba solo, y eso tenía después de todo, poco sentido.
Maldita sea, estaba débil, y tan sediento que parecía que los fuegos del infierno se encontraban en su garganta. Cojeando, a veces tambaleándose, se abrió paso a través de la sala de estar vacía. Una alcoba pequeña, iluminada por el sol estaba después, y el sol deslumbrante que entraba a través de las ventanas lo hizo parpadear cuando sus ojos se ajustaron al repentino exceso de luz. Después había una cocina, pequeña y soleada y sumamente moderna. Un imponente conjunto de verduras coloridas y frescas estaban sobre un poyete, y había un cuenco con fruta fresca sobre la mesa del centro.
Sentía la boca y la garganta revestidas de algodón. Anduvo tambaleándose hasta el fregadero, después abrió los armarios hasta dar con los vasos. Abrió el grifo del agua, llenó un vaso y bebió, vertiendo el agua en su boca con tanta sed que parte de ésta se derramó por su pecho. Con esa primera y terrible urgencia satisfecha, bebió otro vaso de agua y esta vez consiguió que toda llegase a su boca.
¿Cuánto tiempo había estado allí? Lo ponían furioso las lagunas mentales que tenía. Era vulnerable, inseguro sobre el lugar donde se encontraba o lo que había sucedido, y la vulnerabilidad era una cosa que él no podía permitirse. Pero también se moría de hambre. El cuenco con la fruta fresca lo llamaba, y se tragó de un golpe un plátano, después media manzana. Abruptamente se encontró demasiado lleno para comer otro solo mordisco, de modo que lanzo tanto la piel del plátano como la manzana medio comida al cubo de la basura.
De acuerdo, podía desenvolverse bien. Lentamente, pero no estaba indefenso. Su siguiente prioridad era alguna forma de defenderse. El arma que había más disponible era un cuchillo, y examinó los cuchillos de cocina antes de escoger el que tenía la cuchilla más afilada, más firme. Con éste en su mano él comenzó una búsqueda lenta, metódica de la casa, pero no había otras armas de ningún tipo para ser encontradas.
Las puertas que daban a la calle tenían cerrojos muy firmes. No eran elaborados, pero era condenadamente seguro que cualquiera que quisiera forzar la puerta lo haría despacio. Él los miró, intentando recordar si alguna vez en su vida había visto unos cerrojos parecidos a esos, y decidió que no los había visto. Tenían la llave echada, ¿pero que sentido tenía poner los cerrojos por dentro, donde él los podía alcanzar? Movió uno de los cerrojos, y se abrió con un movimiento facilísimo, casi silenciosamente. Cautelosamente trato de alcanzar el pomo y abrió un poco la puerta, volviendo a mirar por la grieta para ver si había alguien fuera. La puerta era pesada, también para ser una puerta normal. La abrió un poco más, recorriendo con los dedos el borde. Acero reforzado, adivino él.
Era una prisión pequeña y cómoda, pero los cerrojos estaban en el lado equivocado de las puertas, y no había guardas.
Abrió completamente la puerta, mirando a través de la tela metálica a un patio pequeño y limpio, un bosque de altos pinos y una bandada de gansos gordos, blancos y grises que buscaban insectos en la hierba. El calor que traspasaba la tela metálica era espeso y pesado, golpeándolo. Un perro apareció como por ensalmo de debajo de un arbusto, poniéndose encima del porche de un salto y clavando los ojos en él sin parpadear echando hacía atrás sus orejas y desnudando los colmillos.
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