Él hizo una pausa en la puerta del cuarto de baño y la miró por encima del hombro.

– Lo haré yo.

Ella inclino la cabeza y se acercó a él.

– Ahora mismo pongo la cuchilla nueva.

– Las encontraré -dijo él quedamente, deteniéndola antes de que lo pudiera alcanzar. Rachel aceptó su despido, girándose hacia la otra puerta.

Dolía que no desease su ayuda después de los días en los que había estado completamente indefenso y había dependido de ella para todo, después de las noches que ella había pasado acostada a su lado, lavándolo con una esponja para mantenerle fresco, y especialmente después de la tensión mental que ella había soportado. Mientras ponía la mesa, trató de ocuparse de su parte herida, apartándola a la fuerza. Después de todo, ella era incluso más desconocida para él que él para ella, y era natural que tratase de recuperar el dominio de sí mismo tan pronto como fuera posible. Para un hombre como él, el control era vital. Tenía que dejar de girar a su alrededor como mamá gallina.

Era fácil decirse eso a sí misma, pero cuando escuchó el agua correr se giro hacia el cuarto de baño, y vaciló sólo durante un momento antes de ceder a la compulsión de saber qué estaba haciendo. Estaba en medio de la habitación, mirando alrededor como si considerase sus opciones. Tenía una toalla alrededor de sus caderas, y contra toda lógica, ésta lo hacía parecer más desnudo que cuando lo había estado completamente. El pulso de Rachel dio un brinco. A pesar del sombrío contraste entre las vendas blancas en su pierna y hombro, él parecía todavía muy poderoso, y ella lo notó secándosele la boca.

Se había afeitado, y la línea limpia de su mandíbula hizo que sus dedos avanzaran deseando acariciarlo, otro gesto que a él no le gustaría.

– ¿Hay algo que me pueda poner, o debo ir desnudo? -preguntó finalmente, cuando Rachel no hizo ningún movimiento para acercarse a él o hablar.

Cuando lo recordó ella gimió y se dio con la palma de la mano en la frente.

– Tengo algo para que te pongas. Es a eso a donde fui esta mañana, a comprar algunas cosas que necesitarías.

La bolsa de la compra seguía en la sala de estar; la agarró y la llevó a la habitación, donde la dejó sobre la cama.

Él abrió la bolsa y una expresión curiosa cruzó su rostro; después sacó unas braguitas de la bolsa y las sostuvo en alto para examinarlas antes de que Rachel pudiese explicarse.

– Talla cinco -comento él, y la miró como si la midiese durante un combate. La pequeña prenda de algodón y nailon colgó de un dedo-. Agradables, pero no creo que me satisfagan.

– Eso no era lo que quise decir -dijo Rachel serenamente, aunque todavía sentía el hormigueo de la mirada que le había lanzado-. Era camuflaje, simplemente. Cualquier cosa que encuentres dentro de la bolsa que no uses normalmente, déjalo dentro de la bolsa -se negaba a avergonzarse, pues sólo había hecho lo que parecía necesario. ¡El "camuflaje" había salido caro, también! Dejándolo vestirse con lo que prefiriese, regresó a la cocina con el pan casero que metió en el horno en una placa untada de mantequilla, después sirvió el estofado con un cucharón y vertió el té en grandes vasos con hielo.

– Necesito ayuda con la camiseta.

No lo había oído acercarse, y se dio la vuelta, sobresaltándose tanto por su cercanía como por lo que había dicho. Estaba de pie justamente detrás de ella, con los vaqueros negros puestos y sujetando una camiseta de algodón en la mano. Su pecho llenó sus ojos, músculos fuertes tensos cubiertos de pelo negro rizado, y el vendaje envuelto alrededor de su hombro izquierdo. ¿Cuánto tiempo había luchado con la camiseta antes de admitir que no se la podía poner él solo? La sorprendió que simplemente no la hubiera cambiado por la camisa de botones, de modo que no necesitase pedirle ayuda.

– Siéntate para que pueda llegar mejor -le dijo, cogiéndole la camiseta de la mano. Él se agarró de la esquina de uno de los armarios de la encimera para poder caminar cojeando hasta la mesa del comedor y se sentó aliviado en una de las sillas. Rachel subió cuidadosamente la camiseta por su brazo, manteniendo la mirada concentrada mientras intentaba no tocarle el hombro. Cuando la tuvo en su sitio dijo-: Ponte la otra manga mientras protejo tu hombro.

Sin hablar él hizo lo que le había dicho, y a la vez tiraron de la camiseta sobre su cabeza. Rachel la colocó en su sitio, como una madre haría con su hijo, pero el hombre que permanecía sentado inmóvil bajo sus cuidados no era un niño en ningún sentido que pudiese imaginar. No se demoró en la tarea, bien consciente de la aversión que él tenía a pedir ayuda. Rápidamente sacó el pan del horno y lo puso en la cesta para el pan forrada con una servilleta, luego colocó la cesta en la mesa y cogió su silla.

– ¿Eres diestro o zurdo? -preguntó sin mirarle, aunque podía sentir la energía ardiente de su mirada fija cuando respondió:

– Ambidextro. ¿Por qué?

– Te sería difícil manejar la cuchara si fueras zurdo -contestó, señalando con la cabeza el estofado-. ¿Quieres pan?

– Por favor.

Era muy bueno en frases de una palabra, pensó mientras ponía pan en su plato. Realmente no había pensado en preguntarle si podría manejar la cuchilla, porque su cara recién afeitada le decía que evidentemente podía. Comieron en silencio durante un rato, y él realmente hizo justicia del estofado. No había esperado que su apetito fuera tan bueno al comienzo de su recuperación.

El plato estaba casi vacío cuando dejó la cuchara en la mesa y la inmovilizó con el fuego de ébano de sus ojos.

– Dime qué ha pasado.

Era una orden que Rachel no podía responder. Cuidadosamente dejó la cuchara en la mesa.

– Creo que es mi turno de hacer unas cuantas preguntas. ¿Quién eres? ¿Cuál es tu nombre?

No le gustaba que le hiciera preguntas. Ella sintió su desagrado, aunque su expresión no cambio. La vacilación duró durante apenas un segundo, pero ella la notó y tuvo la impresión inmediata de que no iba a contestar. Luego él habló arrastrando las palabras:

– Llámame Joe.

– No puedo hacer eso -contesto ella-. Joe es como llamo al perro, porque él tampoco me dirá su nombre. Inventa otro.

Llevada por la oleada de tensión que había en el aire comenzó a recoger la mesa, moviéndose rápidamente y de forma automática. Él la observó durante un momento, luego dijo quedamente:

– Siéntate.

Rachel no se detuvo.

– ¿Por qué? ¿Tengo que sentarme a escuchar más mentiras?

– Rachel, siéntate -no subió la voz, no cambio la inflexión tranquila y seca de su tono, pero de repente era una orden. Clavó los ojos en él durante un momento, después alzó la barbilla y regresó a su silla. Cuando ella simplemente esperó en silencio, mirándolo, él soltó un pequeño suspiro.

– Aprecio tu ayuda, pero cuanto menos sepas, mejor para ti.

Rachel siempre había odiado que alguien supusiera que sabía qué era lo mejor para ella y qué no lo era.

– Ya veo. ¿No debí notar que tenías dos balas en tu cuerpo, cuanto te saque de entre las olas? ¿Debí girar mi cara cuando llegaron dos hombres buscándote que se hacían pasar por agentes del F.B.I, y simplemente que a tu vez los buscaras tú? ¿Debí ponerme sobre aviso cuando tu pusiste un cuchillo contra mi cuello esta mañana? ¡Tengo curiosidad, lo admito! ¡Te he cuidado durante cuatro días, y en verdad me gustaría saber tu nombre, si no es preguntar demasiado!

Una recta ceja negra se alzo a causa de su tono sarcástico.

– Podría ser.

– De acuerdo, ni lo pienses. Juega tus pequeños juegos. No contestas a mis preguntas y yo no contesto a las tuyas. ¿Trato hecho?

La observó durante un rato más, y Rachel mantuvo su mirada fija, sin ceder ni un centímetro.

– Mi nombre es Sabin -dijo finalmente, las palabras pronunciadas lentamente como si no quisiera dejarles salir, como si envidiase cada sílaba.

Ella moduló el sonido del nombre, su mente seguía pensando en cómo sonaba y en qué forma.

– ¿Y el resto?

– ¿Es importante eso?

– No. Pero de todos modos, me gustaría saber.

Él hizo una pausa de una fracción de segundo.

– Kell Sabin.

Le tendió la mano.

– Encantada de conocerte, Kell Sabin.

Lentamente él tomó su mano, su palma callosa deslizándose contra la de ella y sus dedos duros, calientes cerrándose alrededor de su mano.

– Gracias por haber cuidado de mi. ¿He estado aquí durante cuatro días?

– Éste es el cuarto día.

– Cuéntame que ha pasado.

Era un hombre acostumbrado a dar órdenes; en vez de pedir, ordenaba, y estaba claro que esperaba que sus órdenes fueran obedecidas. Rachel retiró su mano de la de él, incómoda por su toque caliente y la estremecedora forma en que la afectaba. Entrelazando los dedos para mitigar el cosquilleo que sentía en ellos, apoyó las manos sobre la mesa.

– Te saqué del agua y te traje aquí. Creo que te golpeaste la frente contra una de las rocas que hay alrededor de la boca de la bahía. Tenías una contusión y estabas en estado de shock. La bala seguía en tu hombro.

Él frunció el entrecejo.

– Lo sé. ¿La sacaste tú?

– Yo no. Llamé al veterinario.

Por lo menos algo era capaz de sobresaltarlo, aunque la expresión desapareció rápidamente.

– ¿Un veterinario?

– Tenía que hacer algo, y un doctor tiene que avisar de cualquier herida de bala.

Él la miro atentamente.

– ¿No querías que avisara?

– Creía que tu no querrías que lo hiciera.

– Pensaste bien. ¿Qué sucedió después?

– Me encargué de ti. Estuviste inconsciente durante dos días. Después comenzaste a despertarte, pero la fiebre te hacía desvariar. No sabías que pasaba.

– ¿Y los agentes del F.B.I.?

– No eran del F.B.I., lo comprobé.

– ¿Qué apariencia tenían?

Rachel comenzó a sentirse como si estuviera siendo interrogada.

– El que dijo llamarse Lowell es delgado, oscuro, mide aproximadamente un metro setenta, alrededor de los cuarenta. El otro, Ellis, es alto, guapo con una sonrisa de anuncio de dentífrico, color de pelo castaño arenoso, ojos azules.

– Ellis -dijo él, como para sí mismo.

– Me hice la tonta. Pareció lo más seguro hasta que despertases. ¿Son amigos tuyos?

– No.

El silencio cayó entre ellos. Rachel estudió sus manos, esperando otra pregunta. Cuando no se le hizo ninguna, probó a hacer una de las suyas.

– ¿Debería llamar a la policía?

– Habría sido más seguro para ti que lo hubieras hecho.

– Fue un riesgo calculado. Creí que las probabilidades estaban más a mi favor que al tuyo -Ella aspiró profundamente-. Soy una civil, pero solía ser reportera grafica. Vi algunas cosas en esos días que no tenían ningún sentido, e investigue un poco, encontré que algunas cosas había que dejarlas antes de escarbar demasiado. Podrías ser un camello o un preso fugado, pero no hubo ningún indicio de nada similar en el escáner. También podías ser un agente. Te habían disparado dos veces. Estabas inconsciente y no te podías proteger ni me podías decir nada. Si… algunas personas… te estaban dando caza, entonces no habrías tenido ninguna oportunidad en un hospital.

Sus pestañas habían caído, ocultando su expresión.

– Realmente tienes imaginación.

– Sí -estuvo de acuerdo suavemente.

Él se reclinó en su silla, sobresaltándose un poco cuando movió su hombro izquierdo.

– ¿Quién más sabe que estoy aquí, aparte del veterinario?

– Nadie.

– ¿Entonces cómo me trajiste hasta aquí arriba? ¿Te ayudó el veterinario? No eres Superwoman.

– Te puse sobre una colcha y te arrastré hasta aquí, con la ayuda del perro. Quizás pensó que era un juego -sus ojos grises se oscurecieron cuando pensó en el esfuerzo hercúleo que había hecho para meterlo en la casa-. Cuando llegó Honey, te subimos a la cama.

– ¿Honey?

– La veterinario. Honey Mayfield.

Sabin observó su cara tranquila, admirándose por lo que ella no decía. ¿Hasta dónde lo había arrastrado ella? ¿Cómo lo había traído subiendo las escaleras para ascender al porche? Él había cargado con algunos hombres heridos para sacarlos de una batalla, así que sabía lo difícil que era, aun con su fuerza y entrenamiento. Pesaba cuarenta kilos más que ella; no había modo de que lo hubiera podido levantar. Podía estar acostumbrada a ayudar si hacía falta, pero no tenía ninguna razón para que lo hiciera; eso era todo lo que podía leer entre líneas. Casi cualquier persona hubiera llamado a la policía al encontrar a un hombre herido en su playa, pero ella no lo había hecho. Pocas personas en toda la vida habrían considerado las opciones y las circunstancias que se le habían ocurrido a ella. Las personas normales no pensaban acerca de las cosas de ese modo. No eran parte de sus vidas normales; sólo ocurría en las películas y los libros y por tanto no era real. ¿Qué vida había llevado que la haría tan cuidadosa, tan consciente de algo que hubiese debido estar más allá de su experiencia?