Los dos escucharon al coche que se acercaban al mismo tiempo. Al instante ella estaba fuera de su silla, cogiéndolo del hombre.
– Ve al dormitorio y cierra la puerta -dijo ella uniformemente, sin notar las cejas enarcadas a causa de su petición. Fue a la ventana y miro al exterior; luego la tensión dejó su cuerpo de forma visible.
– Es Honey. Todo está bien. Imagino que se quedara fuera mientras su curiosidad se lo permita.
Capítulo Seis
– ¿Cómo estás del dolor de cabeza? -preguntó la veterinaria, mirando atentamente sus ojos. Era una mujer grande, de huesos fuertes con una cara amigable, pecosa y un toque luminoso. Sabin decidió que le gustaba; tenía una buena forma de tomar el control
– Colgando allí dentro -gruñó él.
– Ayúdame a quitarle la camisa -le dijo ella a Rachel, y las dos mujeres delicada y eficazmente lo desnudaron. Él se alegró de llevar pantalones cortos, o también le habrían quitado los pantalones. No tenía ninguna modestia por la que preocuparse, pero todavía le desconcertó el ser manejado como una muñeca Barbie. Impasiblemente observó la piel purpurada, arrugada alrededor de los puntos en su pierna, preguntándose sobre la extensión de daño que había sufrido el músculo. Era esencial que pudiese hacer algo más que cojear, y pronto. El daño en su hombro, con su sistema complicado de músculos y tendones, tenía más probabilidades de ser permanente, pero la movilidad era su máxima preocupación por el momento. Una vez que hubiera decidido qué curso de acción seguir necesitaría moverse rápido.
Le pusieron vendas limpias, y fue puesto en la cama.
– Estaré de regreso en un par de días para quitarte los puntos -dijo Honey, al guardar las cosas en su bolso. A Sabin lo sorprendió que no le hubiese preguntado ni una vez su nombre o hecho cualquier otra pregunta salvo las relacionadas con su bienestar físico. O bien era notablemente indiferente o había decidido que cuanto menos supiera, mejor. Era una idea que deseaba que Rachel compartiese. Sabin siempre había tenido la regla de no involucrar a los ciudadanos inocentes; su trabajo era demasiado peligroso, y aunque él conocía los peligros de su trabajo y los aceptaba, no había ninguna forma realmente en que Rachel pudiese comprender la extensión del peligro que corría por ayudarle.
Rachel salió fuera con Honey, y Sabin cojeó hasta la puerta para observar cómo se iban hacía el coche de Honey, hablando en voz baja. El perro, Joe, se levantó y se acercó, un gruñido bajo saliendo de su garganta cuando cambió de dirección primero para observar a Sabin en la puerta, seguidamente a Rachel, como si no pudiese decidir dónde debía centrar su atención. Su primer instinto era proteger a Rachel, pero esos mismos instintos no le podían permitir ignorar la presencia extraña de Sabin en la puerta.
Honey se montó en el coche y se marchó, y después Rachel volvió caminando al porche.
– Cólmate -amonestó al perro suavemente, atreviéndose a darle un toque veloz en el cuello. Su gruñido se intensificó, y ella se asombró al ver a Sabin saliendo al porche.
– No te acerques demasiado a él -lo avisó ella-. No le gustan los hombres.
Sabin estimó al perro con curiosidad remota.
– ¿De dónde lo trajiste? Es un perro adiestrado para atacar.
Asombrada, Rachel miró hacia abajo a Joe, que estaba muy cerca de su pierna.
– Estuvo vagando por aquí durante las veinticuatro horas, todo flaco y herido. Llegamos a un acuerdo. Le alimento, y él se mantiene cerca. No es un perro de ataque.
– Joe -dijo Sabin agudamente-. Siéntate.
Ella sintió temblar al animal como si estuviera herido, y el desaliento trepó por su garganta cuando él clavo los ojos en el hombre, cada músculo de su gran cuerpo estremeciéndose como si deseara abalanzarse sobre su enemigo pero estuviera encadenado a Rachel. Antes de pensar en el peligro Rachel puso una rodilla en la tierra y rodeó con un brazo el cuello del animal, hablándole suavemente para tranquilizarle.
– Todo está bien-cantó dulcemente-. Él no te lastimará, lo prometo. Todo está bien.
Cuando Joe estuvo más calmado Rachel subió al porche y deliberadamente acarició el brazo de Sabin, dejando al perro verla. Sabin observó a Joe, sin miedo del perro, pero sin mostrarse agresivo de cualquier forma. Él necesitaba que Joe lo aceptara, al menos lo suficiente para poder salir de la casa sin atacarlo.
– Probablemente fue maltratado por su dueño -dijo él-. Tuviste suerte de que no te desayunara a ti cuando saliste andando de la casa por primera vez.
– Creo que estás equivocado. Es posible que fuera un perro guardián, pero no creo que se lo adiestrase para atacar. Tú le debes bastante. Si no hubiera sido por él, no te hubiera podido traer desde la playa -repentinamente se dio cuenta de que su mano estaba todavía en su brazo, lentamente moviéndose de arriba abajo, y la dejó caer-. ¿Estás listo para entrar? Debes estar cansado ya.
– En un minuto – lentamente examinó el bosque de pinos a la derecha y la carretera que curveaba hacía fuera a la izquierda, aprendiendo de memoria las distancias y detalles para usarlo en el futuro-. ¿A qué distancia estamos de la carretera principal?
– Alrededor de cinco o seis millas, creo. Ésta es una carretera privada. Une la carretera del rancho de Rafferty antes de que se una con la Estatal 19.
– ¿Por dónde está la playa?
Ella señaló hacia el bosque de pinos.
– Hacía abajo a través los pinos.
– ¿Tienes un barco?
Rachel lo miró, sus ojos gris muy claros.
– No. La única manera de escapar es a pie o conduciendo.
Una minúscula sonrisa levantó una esquina de su boca.
– No te iba a robar el coche.
– ¿No lo harás? Todavía no sé qué está pasando, por qué te dispararon, o incluso si eres un buen tipo.
– ¿Con esas dudas, por qué no has llamado a la policía? -devolvió él, su voz calmada-. Obviamente no llevaba puesto un sombrero blanco cuando me encontraste.
Él iba a contestarle con evasivas hasta el fin, hasta el final como un profesional, aislado y desapasionado. Rachel aceptó que no merecía saber mucho de su situación, aunque le hubiera salvado la vida, pero le haría muchísimo bien saber que había hecho lo correcto. Aunque había actuado siguiendo sus instintos, la incertidumbre la carcomía. ¿Había salvado a un agente de otro país?¿Un enemigo de su país? ¿Qué haría si resultaba ser de esa manera? La peor parte de eso era la atracción innegable y creciente que sentía por él, aun en contra de su mejor juicio.
Él no dijo nada más, y ella no respondió a la mención provocadora de su falta de ropa cuando lo encontró. Ella recorrió con la mirada a Joe y empezó a abrir la puerta de tela metálica.
– Salgo de este calor. Puedes correr el riesgo con Joe si quieres quedarte aquí afuera.
Sabin la siguió dentro, fijándose en lo recto de su espalda. Ella estaba enojada, pero también estaba perturbada. Le habría gustado reconfortarla, pero la dura verdad era que cuanto menos supiese ella, más segura estaría. No podía protegerla en su condición actual y sus circunstancias. El hecho de que ella le protegiera, poniéndose en peligro de forma voluntaria a pesar de sus dudas sobre la verdad, le hacían algo en las entrañas que no deseaba. Caramba, pensó con repugnancia de sí mismo, todo en ella hace algo con mis entrañas. Estaba ya familiarizado con el perfume de su carne y el toque tierno, alarmantemente íntimo de sus manos. Su cuerpo todavía sentía la presión del cuerpo de ella contra él, haciéndolo querer tenerla más cerca y empujarla contra él. Nunca había necesitado la cercanía de otro ser humano, excepto por la cercanía física requerida para el sexo. Miró sus piernas desnudas, delgadas y su suavemente redondeado trasero; el deseo sexual estaba allí, bien, y juró fuertemente, considerando su condición física general. La parte peligrosa de eso era que el pensamiento de estar en la oscuridad con ella y simplemente abrazarla era casi tan atractivo como el de tomarla.
Se apoyó en la puerta y observó como con eficacia terminaba de limpiar los platos. Había una gracia enérgica, parca en sus movimientos, incluso mientras hacía una tarea tan común. Absolutamente todo era organizado y lógico. No era una mujer desordenada. Si bien su ropa era simple y sin adornos, aunque su pantalones deportivos de color beige y la simple camisa azul de algodón no necesitaban ningún adorno aparte de las suaves curvas femeninas bajo ellos. Otra vez se percató de la imagen tentadora de esas curvas, como si supiera que apariencia tenía ella desnuda, como si ya la hubiera tocado.
– ¿Por qué estás mirándome fijamente? -preguntó ella sin mirarle. Había sido tan consciente de su mirada fija como lo habría sido de su toque.
– Lo siento -él no se explicó, pero, luego, dudó de que ella realmente quisiera saber-. Vuelvo a acostarme. ¿Me ayudarás con la camisa?
– Por supuesto – se limpió las manos en una toalla y fue delante de él hacia el dormitorio-. Déjame cambiar las sábanas primero.
La fatiga lo venció cuando se apoyó contra el tocador para aliviar la tensión de su peso en su pierna izquierda. Su hombro y su pierna latían, pero el dolor era de esperar, de modo que lo ignoró. El problema real era su poca fuerza; no podía proteger a Rachel o a sí mismo si pasaba algo. ¿Se atrevería a quedarse aquí mientras se curaba? Su amenazante mirada fija permaneció sobre ella mientras ponía las sábanas blancas en la cama, examinado rápidamente sus opciones disponibles examinando en su mente. Esas opciones estaban gravemente limitadas. No tenía dinero, ninguna identificación, y no se atrevía a llamar para que lo recogieran, porque no sabía hasta que punto la agencia había estado relacionada, o en quién podía confiar. No estaba en forma para hacer nada de todas formas; tenía que recuperarse, así que eso lo podía hacer igualmente estando aquí. Una casa pequeña tenía sus ventajas: el perro de fuera era una defensa malditamente buena; los cerrojos eran firmes; tenía comida y cuidados médicos.
También estaba Rachel.
Mirarla era fácil; podía transformarse en un hábito incontrolable. Era delgada y se la veía saludable, con un bronceado que parecía que su piel deliciosa estuviera hecha con miel dulce. Su pelo era grueso y recto y brillante, de un oscuro color café y sus ojos grises sin ningún atisbo de otro color que casi parecían plateados. Su cabello le iba bien con sus ojos grandes, claros, grises. No era alta, menos que la media, pero se comportaba de un modo tan directo que daba la impresión de ser una mujer alta. Y era suave, con senos redondeados que cabían en las palmas de sus manos.
¡Diablos! La imagen era tan real, tan fuerte, que continuaba regresando a él. Si fue sólo un sueño inducido por la fiebre, era lo más realista que había soñado en toda su vida. ¿Acaso había ocurrido realmente, cuándo y cómo? Había estado inconsciente la mayoría de las veces, y con fiebre cuando había despertado. Pero continuaba con la sensación de haber tenido sus manos sobre ella, acariciando amablemente, con la intimidad visible de dos amantes, y él o bien había tenido sus manos sobre ella o su imaginación se tambaleaba por la sobreexcitación.
Ella dejó caer pesadamente las almohadas y le preguntó:
– ¿Quieres pasar la noche con los pantalones cortos?
Por toda respuesta él desabrocho los pantalones y los dejo caer, luego se sentó en la cama para que ella pudiera manipular su camiseta. El perfume ardiente, suavemente floral lo envolvió cuando ella se acercó, e instintivamente giró la cabeza hacia é, su boca y su nariz contra el hombro de ella. Ella vaciló, luego rápidamente le quitó la camiseta y se alejó de su toque. El calor húmedo de su aliento había calentado su piel a través de la tela de su camisa y había hecho estragos en el ritmo constante de su latido. Intentando no dejarle ver cómo la había afectado su cercanía, dobló pulcramente la camisa y la colocó en una silla, luego cogió los pantalones y los dejó encima de la camisa. Cuando lo miró otra vez él se estaba poniendo boca arriba, su pierna sana doblada por la rodilla y alzada, su mano sobre su estómago. Sus calzoncillos cortos y blancos creaban un agudo contraste con su piel bronceada, recordándole que él no tenía ningún corte del bronceado en el cuerpo. Gimió interiormente. ¿Por qué tenía que pensar sobre eso en ese momento?
– ¿Quieres que te tape con la sábana?
– No, el ventilador se siente bien – levantó la mano derecha de su estómago y la extendió hacia ella-. Siéntate aquí durante un minuto.
Su mente le dijo que no era una buena idea. Pero de todos modos, se sentó, tal y como había hecho muchas veces desde que él había estado en su cama, puesta para poder mirarle y con la cadera contra la suya. Él pasó el brazo detrás de sus muslos, poniendo la mano en la curva de su cadera como para mantenerla acurrucada contra él. Sus dedos, curvados alrededor de sus glúteos, comenzaron a moverse cariñosamente, y su corazón comenzó a latir aceleradamente de nuevo. Ella fijó sus ojos en los de él y fue incapaz de apartar la mirada, atrapada por el fuego negro e hipnótico de sus ojos.
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