– No te puedo dar todas las repuestas que deseas -se quejó él-. No las conozco. Incluso si te dijese que soy un buen tipo, solamente tendrías mi palabra, ¿y por qué arriesgar mi cuello diciéndote cualquier otra cosa?

– No juegues al abogado del diablo -dijo ella agudamente, deseando poder encontrar la fuerza de voluntad necesaria para liberarse del poder seductor de su fija mirada y sus caricias-. Negociemos con los hechos. Recibiste disparos. ¿Quién te disparo?

– Me emboscaron, ayudados por uno de mis hombres, Tod Ellis.

– ¿El falso agente del F.B.I. Ellis?

– El mismo, por la descripción que me has dado.

– Entonces haces una llamada y lo delatas.

– No es tan simple como eso. Estaba en mi mes de vacaciones de la agencia. Sólo dos hombres conocían mi paradero, los dos son mis superiores.

Rachel se sentó muy silenciosamente.

– Uno de ellos te traicionó, pero no sabes cuál.

– Quizá los dos.

– ¿No puedes contactar con un cargo más alto?

Sus ojos relucieron furiosos.

– Cariño, no puedes ponerte en contacto con alguien superior. Ni siquiera estoy seguro de que pueda llegar al final. Cualquiera que sea, tiene el poder de decir que soy un delincuente, y llamar desde aquí te pondría en peligro.

Rachel sintió el poder helado de su furia y tembló interiormente, agradeció no haber sido ella la que se había cruzado en su camino. Había un gran contraste entre como se veían sus ojos con el toque de las puntas de sus dedos en su cadera. ¿Cómo podía seguir siendo su caricia tan tierna, cuando la fuera del infierno brillaba con intensidad en sus ojos?

– ¿Qué vas a hacer?

Arrastró los dedos desde su cadera hasta el muslo y lo frotó a través de los pantalones deportivos, entonces delicadamente los deslizó debajo de ellos.

– Recuperarme. No puedo hacer ni una condenada cosa en este momento, incluyendo el vestirme a mi mismo. El problema es que te pongo en peligro simplemente estando aquí.

Ella no podría controlar su respiración, o su pulso. El calor estaba naciendo dentro de su cuerpo, destruyendo su habilidad para pensar y dejándola a merced de sus sentidos. Sabía que debería quitarle la mano, pero la caricia de las puntas ásperas de sus dedos en su muslo era tan agradable que todo lo que podía hacer era quedarse allí sentada, estremeciéndose ligeramente como si una suave brisa primaveral la tocase. ¿Trataba él por norma a las mujeres como si fueran suyas para tocarlas como deseaba, o la había escogido por su respuesta incontrolable ante él? Pensaba que la había disfrazado bien, la había mantenido oculta, pero quizá su trabajo había hecho que sus sentidos y sus intuiciones más agudas. Desesperada se obligó a moverse, poniendo su mano sobre la de él para evitar que continuara subiendo.

– Tú no me pusiste en peligro -dijo, con la voz un poco ronca-. Tomé la decisión sin tu ayuda.

A pesar de que su mano controlaba la de él, él movió los dedos más arriba y encontró el borde de sus braguitas.

– Tengo una pregunta que me ha estado volviendo loco -admitió él en voz baja. Movió la mano otra vez, poniéndola bajo la tela elástica de sus braguitas y curvando los dedos alrededor de su glúteo.

Un quejido escapó antes de que ella se mordiese el labio, controlando esos sonidos poco explorados. ¿Cómo le podía hacer esto con una simple caricia?

– Detente -susurró ella-. Tienes que detenerte

– ¿Hemos estado durmiendo juntos?

Sus senos se habían tensado dolorosamente, suplicando sus caricias, para que él los tomase como había hecho antes. Su pregunta destruyó la poca concentración que le quedaba.

– Esto… aquí hay una sola cama. No tengo sofá, sólo los sillones.

– Así que hemos estado en la misma cama durante cuatro días -interrumpió él, deteniendo el flujo de palabras que ella había vertido al borde de la incoherencia. Sus ojos brillaban intensamente otra vez, pero esta vez con un fuego diferente, y ella no era capaz de apartar la mirada-. Te has estado ocupando de mi.

Ella dibujó un aliento profundo, trémulo.

– Sí.

– ¿Sola?

– Sí.

– Me has estado alimentando.

– Sí.

– Bañándome.

– Sí. Tuve que bañarte con una esponja para mantener la fiebre bajo control.

– Hiciste todo lo que había que hacer, te encargaste de mi como de un bebé.

Ella no supo qué decir, qué hacer. Él aún tenía su mano sobre ella, su palma caliente y dura contra su carne blanda.

– Me tocaste -dijo él-. Por todas partes.

Ella tragó.

– Era necesario.

– Recuerdo tus manos sobre mí. Me gustó, pero cuando me desperté esta mañana pensé que era un sueño.

– Soñaste -dijo ella.

– ¿Te he visto desnuda?

– ¡No!

– ¿Entonces cómo sé que la apariencia de tus senos me gusta? ¿Cómo sé sienten en mis manos? No todo fue sueño, Rachel. ¿Fue eso un sueño?

Un sonrojo ardiente, audaz coloreó su cara, respondiéndole antes de que ella hablase. Se quedó sin voz y apartó la mirada de él, la vergüenza la liberó de su mirada fija.

– Dos veces, cuando te despertaste, tú… uh… me agarraste.

– ¿Te toqué?

– Algo parecido.

– ¿Y te vi?

Ella hizo un gesto indefenso.

– Mi camisón se abrió cuando me incliné sobre ti. El escote quedó colgando…

– ¿Fui rudo?

– No -susurró ella.

– ¿Te apetecía?

Esto tenía que detenerse, ahora mismo, aunque tenía el presentimiento de que ya era demasiado tarde, que nunca debería haberse sentado en su cama.

– Quita la mano -le dijo, haciendo un intento desesperado por introducir algo de fuerza a su voz-. Déjame ir.

Él obedeció sin titubear, con el triunfo en su cara dura, oscura. Ella se levantó rápidamente de la cama, con la cara en llamas. ¡Qué absolutamente tonta se había vuelto! Probablemente, él no esperaría a poder reírse de ella. Estuvo en la puerta antes de que él hablara, pero su voz la congeló momentáneamente en el sitio.

– Rachel.

No quería girarse, no quería mirarlo, salvo que la manera en que él dijo su nombre era como una orden que tiró de ella como un imán. El estar acostado no disminuía su poder; estar herido no lo disminuía. Era un hombre nacido para dominar, y lo hacía sin ningún esfuerzo, con la simple fuerza de su voluntad.

– Si pudiera, iría detrás de ti. No te escaparías.

Su voz era tranquila, sólo ligeramente por encima del zumbido del ventilador de techo en el cuarto oscuro.

– Podría -dijo ella, y cerró la puerta con suavidad detrás suyo cuando salió del cuarto.

Quería llorar, excepto que no lo haría, porque llorar nunca solucionaba nada. Le dolía interiormente, se sentía inquieta. Lujuria. La había identificado casi inmediatamente, había etiquetado correctamente la fuente innegable y, evidentemente, la atracción incontrolable hacía él. Lo podría haber manejado si hubiera seguido como simple lujuria, pues la lujuria era un apetito humano, una reacción perfectamente normal de un sexo a otro. Lo podría haber admitido, luego lo podría haber ignorado. Lo que no podía ignorar era el impacto emocional cada vez mayor que él tenía en ella. Se había sentado allí en la cama y le había dejado acariciarla, no porque se sintiera físicamente atraída por él, aunque Dios sabía que eso era cierto, sino porque rápidamente él se había vuelto más importante para ella.

El refugio de Rachel era el trabajo; la había salvado cuando B.B. murió, y lo buscó instintivamente ahora. Su estudio era pequeño y estaba desordenado tanto por su trabajo como por sus objetos que le traían recuerdos: libros, revistas, artículos recortados y fotos familiares estaban juntas en cada espacio libre. Era muy cómodo para ella; era allí donde se sumergía de lleno en sus intereses, y a pesar del desorden sabía donde estaba todo. Hasta que no posó sus ojos sobre su fotografía preferida de B.B., o se dio cuenta de que no iba a encontrar allí la comodidad que buscaba. Allí no se podía ocultar de si misma; tenía que afrontar eso, y afrontarlo ahora.

Lentamente sus dedos se deslizaron por la cara sonriente de B.B… Él había sido su mejor amigo, su marido y su amante, un hombre con unas maneras alegres que ocultaban un carácter fuerte y un firme sentido de la responsabilidad. ¡Habían tenido tanta diversión juntos! Hubo momentos en los que sentía tanto su pérdida que pensaba que nunca podría librarse del sentimiento de vacío, aunque sabía que eso no era lo que hubiera querido B.B… Él hubiera querido que disfrutara su vida, que amase de nuevo, que tuviese niños, que continuase con su carrera, que lo tuviese todo. También ella deseaba eso, pero de alguna manera nunca había sido capaz de imaginarse teniéndolos sin B.B. y él se había ido.

Ambos conocían y aceptaban los riesgos de sus respectivos trabajos. Incluso habían hablado de ellos, cogiéndose de las manos por la noche y discutiendo el peligro que corrían, como si al sacarlo a la luz lo pudieran mantener a raya. Su trabajo como periodista había hecho inevitable que pisase algunos pies y Rachel era buenísima en cualquier cosa que prefiriese hacer. El trabajo de B.B. en el Departamento Antivicio era inherentemente peligroso.

Quizá B.B. había tenido una premonición. Con su fuerte mano sujetando la de ella en la oscuridad, había dicho una vez:

– Cariño, si me ocurriese algo alguna vez, recuerda que conozco las probabilidades y estoy dispuesto a aceptar los riesgos. Creo que es un trabajo digno de hacer, y voy a hacerlo lo mejor que pueda, de la misma manera que tu no te echarías atrás en una historia que se caliente por comodidad. Los accidentes les ocurren incluso a quienes no se arriesgan. Jugar a lo seguro no es una garantía. ¿Quién sabe? Con las narices que tu tocas, tu trabajo puede ser más peligro que el mío.

Palabras proféticas. En el transcurso de ese año B.B. había muerto. Una investigación de Rachel sobre los fondos de un político la había hecho hacer una conexión con tráfico de drogas. No tenía pruebas, pero sus preguntas debían haber puesto nervioso al político. Una mañana ella había ido con retraso para tomar un avión a Jacksonville y su coche se había quedado sin gasolina. B.B. le había lanzado a ella las llaves de su coche.

– Conduce el mío -había dicho él. Tengo mucho tiempo para poner gasolina de camino al trabajo. Te veré esta noche, dulzura.

Excepto que él no tuvo esa oportunidad. Diez minutos después de que su vuelo despegase, B.B. había arrancado su coche y una bomba preparada para detonarse cuando arrancase el coche lo mato instantáneamente.

Obsesionada por la pena, había terminado la investigación, y ahora el político estaba condenado a cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional tanto por sus negocios con el tráfico de drogas como por la muerte de B.B. Más tarde había dejado el periodismo de investigación y había regresado a Diamond Bay para tratar de encontrar algún sentido a su vida. Paz, duramente conquistada pero finalmente suya, la había encontrado en el placer de descubrir su trabajo otra vez, y en el ritmo tranquilo de vida en la bahía. Tenía satisfacción, paz y placer, pero no se había atrevido a amar de nuevo; todavía no se había sentido tentada. No había querido tener citas, no había querido que un hombre la besara, o acariciase, o su compañía.

Hasta ahora. Su dedo índice amablemente tocó el cristal que cubría la sonrisa abierta de B.B… Era increíblemente doloroso y difícil caer enamorado. ¡Qué frase tan apropiada era!

– Enamorarse.

Ella definitivamente caía, incapaz de detenerse dando vueltas, zambulléndose de cabeza, si bien no estaba preparada. Se sentía tonta. ¿Después de todo, qué sabía acerca de Kell Sabin? ¡Era suficiente con que sus emociones escapasen de su control violentamente, con toda seguridad! En cierta forma, había comenzado a amarle desde el comienzo, su intuición tenía la sospecha de que él sería importante para ella. ¿Por qué si no había peleado tan desesperadamente por esconderle, protegerle? ¿Correría el riesgo de cuidar de cualquier otro desconocido? Sería romántico dar por supuesto que era predestinación; otra explicación era más anticuada, que una vida le pertenecía al que la salvase. ¿Era eso una predilección primitiva, una clase de unión falseada por el peligro?

En ese momento Rachel soltó una risa sardónica por sus pensamientos. ¿Qué diferencia había? Podía pasarse toda la noche allí pensando en las explicaciones lógicas e ilógicas, pero no cambiarían nada. Estaba, a pesar de su voluntad y lógica, ya medio enamorada del hombre, y empeoraba.

Él trataba de seducirla. Oh, físicamente no estaba preparado, pero de cualquier manera estaba en forma para ella, ya que su fuerza y entrenamiento superior harían que probablemente se recuperase antes que una persona normal. Una parte de ella se hacía añicos por la excitación de pensar en hacer el amor con él, pero otra parte, más cuidadosa, la advertía de que no debía meterse en una situación tan compleja con él. Hacer eso sería correr un riesgo aún mayor que esconderle y cuidarle hasta que recuperase la salud. No le daba miedo el riesgo físico, pero el precio emocional que quizás tuviera que pagar con un hombre así podía ser muy doloroso.