– ¿Qué es eso?
– Mi cama.
Él lo miró, luego a ella. Su voz estaba calmada.
– Levanta esa maldita cosa de ahí y métete en la cama conmigo, donde tienes sitio.
Ella le dirigió una larga mirada, fría.
– Supones demasiado basándote en un beso. Estás mejor ahora. No necesitaré levantarme por ti durante la noche, de modo que no necesito acostarme contigo.
– Después de acostarte conmigo muchas veces, ¿por qué parar ahora? Bien sabe Dios que no puede ser modestia a estas alturas, y el sexo está descartado. Cualquier paso que diera sería publicidad engañosa, y tú lo sabes.
Ella no quería reírse, no quería que él supiera que su lógica parecía muy… lógica. No era el pensamiento de lo que él pudiera hacer, lo que la había vuelto cauta en ese momento respecto a dormir con él, era más bien el saber lo que significaría para ella acostarse cerca de él por la noche, sentir su peso y calor en la cama a su lado. Ella se había acostumbrado a dormir sola, y le dolía volver a descubrir el placer sutil pero poderoso de compartir las horas de oscuridad con un hombre.
Él puso la mano en su cuello, su calloso pulgar frotando los sensibles tendones que recorrían su hombro y la hizo temblar.
– Hay otra razón por la que debes dormir conmigo.
Ella no sabía si la quería oír. La expresión tan fría, letal que había otra vez en sus ojos, le daban la apariencia de un hombre que no se hacía ilusiones, que había visto lo peor y no se sorprendería.
– Estaré justamente ahí, al pie de la cama -susurró ella.
– No. Te quiero a mano, de modo que sepa dónde estás en cada momento. Si tengo que usar el cuchillo quiero estar seguro de que accidentalmente no te pondrás en medio.
Ella giró la cabeza y miró el cuchillo, que todavía se encontraba sobre la mesilla de noche.
– Nadie puede entrar a la fuerza sin despertarnos.
– No correré ese riesgo. Vuelve a la cama. O los dos dormiremos en el suelo.
Él quería decir eso, y con un suspiro ella cedió; no tenía sentido que ambos estuvieran incómodos.
– Bien. Déjeme coger mi almohada.
Su mano cayó a su lado, y Rachel recuperó su almohada, lanzándola a la cama. Con cautela él se sentó en la cama, y un gemido grave escapó de su boca cuando se recostó, tensionando el hombro. Ella apagó la luz y se metió en la cama en el lado contrario, levantando la sábana sobre los dos y acurrucándose en su posición normal, como si hubieran hecho eso durante años, pero su actitud normal era absolutamente superficial. En su interior tenía un nudo; su cautela era contagiosa. Dudaba de que él verdaderamente esperara que los hombres que lo buscaban forzaran la puerta de la casa para entrar en medio de la noche, pero estaba preparado, de todos modos.
La vieja casa se reacomodaba alrededor de ellos con gemidos y chirridos confortables; en el silencio de la noche ella podía oír a los grillos chirriando fuera de la ventana, pero los ruidos familiares no la consolaban. Sus pensamientos vagaban con desasosiego, tratando de unir las piezas del rompecabezas con la información que tenía. Él estaba de vacaciones, ¿pero lo habían emboscado? ¿Por qué estaban intentando deshacerse de él? ¿Sabía algo que deseaban eliminar? Quería preguntarle, pero su respiración tranquila, le dijo que él ya se había dormido, desgastado por el día.
Sin pensar, ella extendió la mano y la puso sobre su brazo. Era un simple gesto automático, nacido en las noches en las que había necesitado darse cuenta de cómo estaba él con cada movimiento.
No hubo advertencia, solamente el golpe rápido como un rayo de su mano cuando cerró los dedos alrededor de su muñeca con una fuerza que la magulló y le retorció la mano. Rachel alzó la voz, tanto por miedo como por dolor, cada nervio de su cuerpo sacudido por su ataque. La mano cerrada alrededor de su muñeca disminuyó un poco su presión, y él masculló:
– ¿Rachel?
– ¡Me haces daño! -la involuntaria protesta escapó de ella, y él la soltó completamente, incorporándose en la cama y jurando suavemente bajo su aliento.
Rachel se restregó la muñeca amoratada, su mirada fija en el débil contorno del cuerpo de él contra la oscuridad.
– Creo que la cama en el suelo sería más segura -dijo ella finalmente, intentando aligerar el ambiente-. Lo siento. No tenía la intención de tocarte. Simplemente… pasó.
Su voz era ruda.
– ¿Estás bien?
– Sí. Mi muñeca está amoratada, pero eso es todo.
Él trató de girarse hacia ella, pero la herida en su hombro lo detuvo, y maldijo de nuevo, parándose.
– Ven a este lado, de modo que pueda dormir sobre mi parte sana y pueda sujetarte.
– No necesito que me sujetes, gracias -aún se sentía un poco conmocionada por la forma en que él había reaccionado, tan violenta y velozmente como una serpiente-. Debes estarlo pasando mal compartiendo la cama.
– Eres la única mujer con la que me he acostado, en el sentido literal, en años -contesto él bruscamente-. ¿Ahora quieres correr el riesgo de volver a sobresaltarme, o vas a ponerte aquí?
Ella salió de cama y anduvo hasta el otro lado, y él se desplazó lo suficiente para dejarle un sitio. Sin hablar, ella se rindió, le dio la espalda y subió la sábana para cubrirlos. En silencio él se puso contra ella como una cuchara, sus muslos contra los suyos, su trasero contra su estomago, su espalda contra su duro y ancho pecho, el brazo de él bajo su cabeza, y el izquierdo alrededor de su cintura, sujetándola en el lugar. Rachel cerró sus ojos, sintiendo su calor y preguntándose cuanta fiebre tendría él. Había olvidado lo que se sentía al acostarse así con un hombre, sintiendo su fuerza envolviéndola como una manta.
– ¿Qué ocurre si te doy en el hombro o en la pierna? -susurró ella.
– Dolerá como el demonio -contestó él secamente, y su aliento le agitó el pelo-. Duérmete. No te preocupes por eso.
¿Cómo podría dormir sin preocuparse de herirle, cuando sería ella la que le causara más dolor? Acurrucó la cabeza en la almohada, sintiendo la fuerza de hierro de su brazo bajo ella; la mano de él se deslizó bajo la almohada y se cerró suavemente sobre su muñeca, un toque que ella deseaba ahora.
– Buenas noches -dijo, hundiéndose en su calor y dejando que el sueño la tomara.
Sabin se quedó acostado allí, sintiendo su suavidad dentro de sus brazos, el dulce perfume femenino en sus fosas nasales y recordando su sabor en su lengua. Se sentía tan bien, y eso lo había puesto alerta. Habían pasado años desde que se acostara realmente con alguien; estaba entrenado para tener un borde fino, afilado que no había podido soportar tener a nadie cerca cuando dormía, eso incluía a su ex-esposa. Incluso mientras había estado casado, se había encontrado esencialmente solo, tanto mental como físicamente. Era extraño que ahora estuviera cómodo, pasando la noche con Rachel en sus brazos, como si no necesitara distanciarse de ella. Era de forma innata una persona cuidadosa y solitaria, en guardia con todo el mundo, incluyendo a sus hombres; ese rasgo de su personalidad le había salvado la vida en más de una ocasión. Quizás era porque estaba ya inconscientemente acostumbrado a estar acostado con ella, a tocarla y ser tocado por ella, pero el roce más suave en su brazo lo había sobresaltado con una violencia que había hecho que no pudiera detenerse.
Sin importar la razón, se sentía bien creer en ella, besarla. Era una mujer peligrosísima, pues lo tentaba de formas en las que nunca había sido tentado. Pensó en tener relaciones sexuales con ella. Cada uno de los músculos de su cuerpo se tensó, y comenzó a endurecerse. Desgraciadamente no podía hacerla rodar sobre su espalda y comenzar a hacerle todas las cosas que quería hacerle, para eso tendría que esperar. La tendría, pero tenía que tener muchísimo cuidado para no convertirlo en nada más que un buen rato. No se podía permitir el lujo de dejar que fuera otra cosa, para ninguno de los dos.
Rachel se despertó lentamente, estaba tan cómoda que no quería abrir los ojos y comenzar el día. Era normalmente madrugadora, se despertaba completamente desde el momento en que sus pies tocaban el suelo, y realmente le gustaba la mañana. Pero esta mañana en particular se había hecho una profunda madriguera con la almohada, su cuerpo caliente y se había relajado, y se dio cuenta de que había dormido mejor que en años. ¿Tan sólo dónde estaba Kell? Inmediatamente se dio cuenta de que él no estaba en la cama; sus ojos se abrieron, y estuvo levantada antes de completar el pensamiento. La puerta del cuarto de baño estaba abierta de modo que no estaba adentro.
– ¿Kell? -lo llamó, saliendo corriendo del dormitorio.
– Aquí afuera.
La respuesta venía de la parte trasera, y fue casi corriendo hasta la puerta de atrás. Él estaba sentado en el porche, llevaba puestos sólo los pantalones vaqueros, y Joe estaba acostado en la hierba a sus pies. El pato Ebenezer y su fiel bandada caminaban bamboleándose alrededor del patio trasero, cazando insectos pacíficamente. La lluvia de la noche anterior lo había dejado todo fresco, y el cielo era de un azul tan profundo y sin una sola nube, tan calmado y matutino, y caliente que casi dolía mirarlo.
– ¿Cómo te has salido de la cama sin despertarme?
Apoyando la mano en el suelo se impulsó para ponerse de pie; ella lo miró notando que parecía que podía moverme mejor que el día anterior. La afrontó a través de la tela metálica.
– Estabas muy cansada después de haberme cuidado tanto durante cuatro días.
– Te desenvuelves mejor.
– Me siento más fuerte, y la cabeza no me duele -abrió la puerta de tela metálica, y vaciló durante un momento, sus ojos negros bajando rápidamente por su cuerpo. Era todo lo que podía hacer para evitar abrazarla contra su pecho, pero ella sabía que el camisón que había elegido la noche anterior no revelaba nada, de modo que el gesto hubiera sido inútil. Probablemente se veía desaliñada, con el pelo desordenado, pero ella se lo había visto peor, así que no iba a preocuparse por eso, de todos modos.
– Estoy demasiado acostumbrada a jugar a mamá gallina -dijo riéndose un poco-. Al no estar tú en la cama me he asustado. Ya que estás bien, iré a vestirme y preparar el desayuno.
– No te vistas por mi -dijo él arrastrando las palabras, un comentario que ella ignoró mientras se alejaba. Kell la observó hasta que se perdió de vista, luego lentamente se abrió paso subiendo las escaleras y regresando dentro. Pasó el cerrojo a la puerta de tela metálica tras de sí. Ella no jugaba a llevar camisones ceñidos para después avergonzarse por lo que se traslucía, pero no lo necesitaba. Con ese camisón rosa de flores y somnolienta parecía lista para que un hombre se hundiera suavemente en su interior. Precisamente era eso lo que había querido hacer cuando se había dado cuenta de que el camisón se le había subido durante la noche y él se encontraba en apuros contra sus sedosos muslos, con tan sólo el tejido de sus calzoncillos separándolo de ella. Se había despertado totalmente necesitando alejarse de la casa, alejar de su vista la tentación. Maldijo con impaciencia su incapacidad física, porque deseaba llenarla, dura, rápida y profundamente.
Ella sólo tardo unos pocos minutos en volver a la cocina, con el pelo cepillado apartándolo de su cara y dos pinzas con forma de mariposa sujetándolo a los lados. Seguía descalza, y llevaba puestos unos vaqueros tan viejos que eran casi blancos, junto con una camisa de punto de talla grande atada en la cintura. Su rostro bronceado no tenía ni gota de maquillaje. Él se percato de que se sentía cómoda consigo misma. Probablemente podría detener los coches cuando se arreglase con seda y joyas, pero lo haría sólo cuando le apeteciese, no para beneficiar a otra persona. Estaba segura de si misma, y a Kell le gustaba eso; era tan autoritario que necesitaba a una mujer fuerte que no se dejase abatir por él, encogiéndose a su lado.
Con pocos movimientos, puso el café y empezó a freír el beicon. Hasta que la mezcla de aromas del café y el beicon no llenó el aire, él no había sido consciente de lo hambriento que estaba, pero repentinamente se le estaba haciendo la boca agua. Puso unos panecillos en el horno, batió cuatro huevos, después cortó en rodajas un melón y lo pelo. Sus claros ojos grises lo miraron directamente.
– Esto sería más fácil si tuviera mi mejor cuchillo.
Sabin rara vez reía o se divertía, pero su tono seco, regañón lo hizo querer sonreír. Se apoyó contra la mesa de trabajo tratando de reducir el peso que su pierna herida tenía que soportar, sin querer replicar. Necesitaba una manera de defenderse, aunque fuera un simple cuchillo de cocina. La lógica y el instinto insistían en eso.
– ¿Tienes algún tipo de arma por aquí?
Hábilmente Rachel movió el beicon.
– Tengo un rifle del 22 debajo de la cama, y una 357 de fogueo cargada en la guantera del coche.
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