Cuando Kell la visitó al día siguiente en el hospital su matrimonio estaba roto en todos los sentidos menos el legal. Lo primero que le dijo Marilyn, con mucha serenidad, era que quería el divorcio. No sabía lo que él hacía, no lo quería saber, pero no iba a poner en juego su vida por su matrimonio como él hacía. Su vanidad pudo sufrir un poco cuando Kell accedió tan fácilmente, pero también él había estado pensando durante toda la noche, y había llegado básicamente a la misma conclusión, pero por razones diferentes.

Kell no la culpó por querer el divorcio; había sido lo prudente. También le había demostrado lo fácilmente que podrían llegar a él a través de la persona que supuestamente se encontraba más cercana a él. Había constatado que había sido un error intentar tener una vida normal, teniendo en cuenta quién era y lo que hacía. Otros hombres podían manejarlo, pero esos otros hombres no eran Kell Sabin, cuyos especiales talentos lo acercaban a cualquier peligro. Si había alguien al que otras agencias de inteligencia quisieran sacar de circulación, ése era Kell Sabin. Al ser un blanco, cualquiera que se le acercara también se convertía en un blanco.

Le había enseñado una lección. Nunca más había vuelto a permitir que nadie se le acercara para que pudieran usarlo contra él, o pudieran dañarle. Había escogido esa vida, porque era realista y un patriota, y estaba dispuesto a pagar sin importar el precio que supusiera, excepto -determinó él- que nunca más se vería envuelto un niño, un civil, una de las mismas personas cuya vida y libertad había jurado proteger.

No había vuelto a sentirse tentado por casarse, o tener una amante. El sexo era casual, nunca regularmente con la misma mujer, y estaba siempre al tanto de cuántas veces veía a alguien en concreto. Había ido bien.

Hasta Rachel. Ella lo tentaba. ¡Maldición, cómo lo tentaba! Su parecido con Marilyn era insignificante; era cómoda e informal, cuando Marilyn había sido fastidiosa y elegante. Sabía más de la cuenta -de alguna manera, lo sabía- sobre su vida en general, mientras que Marilyn sólo había visto una parte minúscula durante los años en los que habían estado casados.

Pero simplemente no saldría bien. No podía consentir que ocurriera. Observó como trabajaba Rachel en su pequeño huerto, contenta con esas tareas. El sexo con ella sería ardiente y duraría mucho tiempo, retorciéndose en esa cama con ella, y no se preocuparía si él le desordenaba el pelo o deshacía su maquillaje. Para protegerla, tenía que asegurarse que fuera simplemente sexo. Cuando se marchara para siempre de su vida sería por el bien de ella, y por el suyo. Tenía una gran deuda por lo mucho que se había arriesgado para ayudarlo siendo un desconocido como para hacerle algún daño.

Ella se puso de pie y se desperezó, alzando los brazos a gran altura en el aire; el movimiento alzó sus pechos empujándolos contra la desgastada tela de su camiseta. A continuación recogió la cesta y anduvo cuidadosamente a través de las muchas hileras de verduras hacía él; Joe dejó su sitio al final de la fila y la siguió tratando de cobijarse bajo su sombra. Había una sonrisa en la cara de Rachel cuando se acercó a Kell, sus ojos grises ardientes y claros, su delgado cuerpo moviéndose atractivamente. Él la vigiló mientras se acercaba, conciente de ella con cada célula de su cuerpo. No, no había modo de ponerla en peligro quedándose más tiempo del estrictamente necesario; el verdadero peligro era que estaba tan hambriento de ella que podía sentirse tentado de volver a verla, algo que no podía permitir que sucediera.

Capítulo Ocho

Los pocos días siguientes pasaron lentos, calurosos y tranquilos. Ahora que Kell estaba mejor y no requería una vigilancia constante Rachel volvió a su plan de trabajo normal; terminó de planificar el curso y empezó a trabajar en su libro de nuevo, al igual que en el huerto y todas las demás pequeñas tareas que parecían no acabar nunca. Consiguió las balas que Kell le había pedido, y la 357 nunca se encontraba muy lejos de su mano. Cuando estaban dentro de la casa, algunas veces la colocaba en la mesilla del dormitorio, pero normalmente la solía llevar en el bolsillo trasero de los pantalones, donde podría cogerla al instante.

Honey fue a quitarle los puntos y declaró asombrada que él estaba curado.

– Su metabolismo no debe ser normal -dijo admirada-. Por supuesto, hice un trabajo horrible. El músculo de la pierna era un desastre, pero le hice un apaño bastante bueno, y creo que no tendrá una cojera permanente.

– Hizo un gran trabajo, doctora -dijo él arrastrando las palabras, sonriente.

– Lo sé -respondió Honey alegremente-. Verdaderamente tuvo mucha suerte con el hombro. Puede haber perdido parte de su habilidad para girarlo, pero poco, creo. Vaya con cuidado con el hombro y la pierna durante otra semana aproximadamente, pero puede comenzar a trabajar la rigidez si va con cuidado.

Él ya había estado trabajando la rigidez, Rachel lo había visto ejercitar el hombro y moverse cuidadosamente, como si probase hasta donde podía tirar de los puntos. No había aplicado pesos a la pierna o al hombro, pero había estado realizando ejercicios para mejorar sus movimientos, y como resultado su cojera había mejorado mucho, no estaba peor que si hubiera sido una torcedura.

Honey no había parpadeado cuando él saco la pistola del bolsillo y la colocó en la mesa mientras se quitaba los pantalones de color caqui y la camisa azul de algodón. Llevando sólo los calzoncillos, se había sentado a la mesa y había observado inexpresivamente como le quitaba los puntos y Rachel se inclinaba para mirar. Después volvió a ponerse su ropa y devolvió la pistola al lugar de costumbre en su bolsillo trasero.

– Quédate a almorzar -la invitó Rachel-. Hay ensalada de atún y tomates frescos, ligeros y fríos.

Honey tenía por regla no rechazar nunca una invitación de Rachel.

– Hecho. Estaba deseando un tomate fresco.

– Los sureños le ponen a casi todo tomate -comentó Kell.

– Eso es porque casi todo sabe mejor con un tomate -defendió Honey. Ella era de Georgia, y adoraba los tomates.

– Adoro las manzanas -dijo Rachel distraídamente-. Tomates, quiero decir. Aunque no sé porque los llamaran así, cuando la mayoría de la gente pensaba que eran venenosos porque forman parte de la familia de solano, como la belladona.

Honey se rió ahogadamente.

– ¡Oh, oye! ¿Acaso has estado leyendo libros sobre antiguos venenos? ¿Alguien va a estirar la pata en uno de tus libros por una sobredosis de belladona?

– Claro que no. No escribo a novelas policíacas -en absoluto molesta por la suposición de Honey, Rachel recorrió con la mirada a Kell mientras ponía la mesa-. ¿No eres sureño, verdad? Tienes una voz arrastrada, pero no es sureña.

– La mayor parte de mi acento viene de un tiempo que pase con un hombre de Georgia. Estuvimos juntos en Vietnam. Nací en Nevada.

Probablemente ésa era toda la información que él daría sobre si mismo, de modo que Rachel no hizo más preguntas. Comieron el sencillo almuerzo, con Kell sentado entre las dos mujeres, y aunque él comió tan bien como siempre y se mantuvo al tanto de la conversación, ella observó que él miraba tanto la ventana como la puerta. Era un hábito de él: lo hacía en cada comida, si bien sabía que nadie podría acercarse a la casa sin que Joe los avisara.

Cuando Honey salía le sonrió a Kell y le tendió la mano.

– Si no lo vuelvo a ver, adiós.

Él tomo su mano.

– Gracias, doctora. Adiós.

Rachel se dio cuenta que él no hacía ver que pensaba quedarse.

Honey lo observó consideradamente.

– Literalmente estallo de preguntas, pero creo que voy a seguir mi mejor consejo: no preguntar. No quiero saber. Pero tenga cuidado, ¿me oye?

Él le dirigió su sonrisa torcida.

– Seguro.

Ella le guiñó el ojo.

– Si me hacen alguna pregunta, no sé nada.

– Es una mujer lista, doctora. Después de mi marcha Rachel podrá ponerla al tanto de los detalles.

– Quizás. Pero tal vez me invente las respuestas. De esa manera puedo llegar a conclusiones salvajes y románticas y seguir jugando a lo seguro.

Probablemente el punto de vista de Honey era el mejor, pensó Rachel después de que ella y Kell se quedaran solos. Honey se permitía ser salvaje y romántica en sus fantasías, pero en la vida real optaba por la seguridad. Honey nunca haría algo tan peligroso como enamorarse de un hombre como Kell Sabin. Ella limpiaría la cocina, simplemente como Rachel lo hacía, y se olvidaría de lo demás. Rachel cambió de dirección y se lo encontró observándola de esa forma constante, inquietantemente suya. Levantó la barbilla.

– ¿Qué pasa?

Por toda respuesta se acercó a ella y ahuecó su mano en su barbilla, después la hizo inclinarse y cubrió su boca con la de él. El asombro inmovilizó a Rachel durante un momento; no la había vuelto a besar después de esa primera ocasión, aunque algunas veces pensaba que había algo de posesividad en la manera en que la sujetaba por las noches. Ella no le había dejado ver el placer que le daba pasar la noche entre sus brazos, pero no existía ninguna forma en la que pudiera ocultar la oleada pesada de placer que le proporcionaba su boca, sus labios separando los suyos, sus manos deslizándose por la sólida y cálida pared, que era su pecho. Su lengua se enredó contra la de ella, y ella soltó un sonido profundo, sus pechos y su vientre tensos como si él la hubiera tocado.

Lentamente Kell se adelantó, hasta que ella quedó apoyada contra los muebles. Rachel jadeó y se quedó sin aliento.

– ¿A qué viene esto?

Su boca se deslizó hacia abajo siguiendo la curva de su mandíbula y exploró la suave piel de debajo de su oreja.

– Debe de ser por todas esas manzanas con las que has estado alimentándome -se quejo él-. Deja de girar la cabeza. Bésame. Abre la boca.

Ella lo hizo, agarrándose fuertemente a su camisa, y él tomó su boca en un largo, profundo e intoxicante beso que parecía no acabar nunca, y que hizo que ella se pusiera de puntillas para apretarse contra él. Sus manos se deslizaron hasta su trasero y lo rodeó, levantándola para conseguir un contacto más íntimo.

El beso alejó toda lógica e hizo que ellos se aferraran por la obvia pasión, hambrientos por el otro, esforzándose por estar cada vez más cerca. La pasión había ido naciendo durante días, alimentándose del recuerdo de las caricias íntimas que había habido entre ellos que por lógica venían tras los primeros besos curiosos, pero cuyo orden había variado debido a las circunstancias. Ella había visto y tocado su duro y hermoso cuerpo mientras cuidaba de él y lo calmaba. Él la había tocado con sus manos y memorizado su perfume antes incluso de saber su nombre. Había pasado cuatro noches acostado con ella entre sus brazos, y sus cuerpos se habían acostumbrado uno al otro. La naturaleza había saltado todas las barreras que las personas imponían para proteger su sentido de privacidad, obligándolos a estar en un entorno cerrado falseado por las circunstancias.

La fuerza de sus sentimientos la asustaba un poco, y otra vez ella separó su boca, escondiendo la cara en la curva caliente de su garganta. Tenía que ralentizar las cosas antes de perder el control.

– Eres un hombre rápido -tragó saliva, tratando de normalizar su voz.

El movió sus manos desde su trasero deslizándolas hacia arriba hasta su espalda, abrazándola fuertemente. Su boca estaba cerca de su oído, acariciando con la nariz su oreja, y su voz era caliente y oscura.

– No tanto como deseo.

Los incontrolables escalofríos hacían vibrar todo su cuerpo, y sus pezones estaban tan duros que era doloroso. Él la sujeto aún más estrechamente, aplastando sus senos contra su cuerpo duro y cubierto de músculo y frotó su mejilla contra la parte superior de su cabeza, pero la tierna caricia no era suficiente para calmar su necesidad hambrienta de más. Entrelazó los dedos en su pelo y acercó de nuevo su cara, tomando otra vez su boca, moviendo la lengua imitando el ritmo del amor. Todo el cuerpo de Rachel se sacudió cuando su otra mano le cubrió el pecho, deslizándose dentro de la blusa para poder ahuecarlo en su palma de modo que su calloso pulgar raspaba su endurecido pezón, haciendo que al mismo tiempo el dolor menguara y se crease otro mayor.

– Quiero estar dentro de ti -murmuró, levantando la cabeza para observar cómo se arrugaba el pezón bajo el toque de su pulgar-. He estado volviéndome loco, deseándolo. ¿Me permitirás tenerte durante el tiempo que nos queda juntos?

Dios mío, era honesto, y ella tuvo que tragar saliva para no gritar por el dolor. Incluso ahora, con sus cuerpos ardientes por la necesidad, no hacía dulces promesas que no tenía intención de cumplir. Se marcharía; todo lo que podían tener era temporal. Incluso así, sería fácil si pudiera olvidarse del futuro y marcharse con él a la habitación, pero su honradez le recordó que tenía que pensar en su futuro y en el día en que él la dejaría.