Cerró el agua y cogió una toalla de encima de la puerta de la ducha, y la envolvió alrededor de su cabeza. Cuando comenzó a abrir la puerta y salir de la ducha vio una imagen borrosa de Kell a través de la mampara escarchada, y apartó la mano de la puerta como si la hubiera quemado.
– Sal de aquí -ella respiró profundamente, mientras quitaba la toalla de su cabeza y envolvía su cuerpo, en cambio. La superficie escarchada de las mamparas le daba alguna protección, pero si ella podía verlo, él también podría ver mucho de ella. Saber que él la había visto ducharse la hacía sentir vulnerable. ¿Cuánto tiempo llevaba allí?
Vio como extendía la mano, y se movió hacia atrás apoyándose contra la pared de la ducha cuando el abrió la puerta.
– No contestaste cuando te llamé -dijo lacónicamente-. Quería saber si estabas bien.
Rachel alzó la barbilla.
– Esa no es una buena excusa. En cuanto viste que estaba tomando una ducha tendrías que haber salido.
Sus ojos se movieron sobre ella, por el pelo mojado, enredado sobre sus hombros brillantes y bajando por sus piernas delgadas, desnudas que eran recorridas por hilos de agua. La toalla la cubría del pecho al muslo, pero llevaría sólo un segundo desnudarla completamente, y sus ojos negros escrutadores tenían una manera de hacerla sentir aun más expuesta de lo que estaba.
– Lo siento -dijo él abruptamente, mientras finalmente alzaba su vista a su cara-. No quise sugerir que no habías sido de ayuda,
– No sugeriste nada -Rachel recuperó la voz de repente-. Lo pensabas y lo dijiste.
Se sentía como si ambas cosas la hubieran insultado y herido, y no estaba de humor para perdonarlo. ¡Después de lo que había dicho, tenía mucho valor para quedarse mirándola como lo estaba haciendo!
Repentinamente él se movió, mientras pasaba su brazo derecho por su cintura y la alzaba sacándola de la ducha. Rachel abrió la boca, cogiéndose a él para conservar el equilibrio.
– Ten cuidado. Tu hombro…
Él la soltó sobre la alfombra de baño, su cara dura e ilegible cuando miró hacia abajo, su brazo derecho todavía cerrado fuertemente alrededor de su cintura.
– No quiero que salgas con él -dijo él finalmente-. ¡Maldición, Rachel, no quiero que corras ningún riesgo por mi!
La toalla estaba resbalándose, y Rachel agarró los bordes para cerrarla más firmemente.
– ¿Por qué no me das algún crédito por ser una persona adulta, capaz de aceptar las responsabilidades de mis propias acciones? -dijo-. Me dices que Tod Ellis es un traidor, y yo te creo. ¿No crees que tengo la responsabilidad moral de hacer lo que pueda para ayudarte a detenerlo? ¡Creo que la situación es lo bastante peligrosa para merecer el riesgo! Es decisión mía, no tuya.
– Nunca deberías haberte visto envuelta.
– ¿Por qué no? Me dijiste que necesitarías ayuda. Has enviado a otras personas a situaciones peligrosas, ¿no?
– Eran agentes especializados -espoleado, gruño-. Y, maldito sea el infierno, por ninguno de ellos desperté ardiendo por la noche por hacerles el amor.
Ella se quedó callada, sus ojos se abrieron cuando investigaron en los suyos. Su expresión enfadada y un poco sobresaltada, como si no hubiera deseado decir eso. El brazo alrededor de su cintura la hacía arquearse contra él, aunque tenía los brazos entre sus cuerpos sujetando la toalla. Sólo los dedos de sus pies tocaban la alfombra, su naciente dureza se anidaba contra la cima suave entre sus muslos. No dijeron nada, ambos muy conscientes de lo que sucedía. Sus pechos se expandieron y cayeron con su rápida respiración, y las rodillas de Rachel se debilitaron cuando sintió que él crecía más duro y largo.
– Lo mataría antes de permitir que te toque -murmuró él, dejando escapar las palabras.
Ella se estremeció al pensarlo.
– Yo no lo permitiría. Nunca -Mirándolo fijamente, volvió a estremecerse, como si algo la hubiera golpeado entre los ojos. Tod Ellis le había hecho volver a comprender el peligro que se acercaba furtivamente a Kell. No tenía garantizadas tres semanas con él; no tenía garantizado mañana, o esa noche. Para los hombres como Kell Sabin no existía el mañana, sólo el presente; la brutal verdad era que podía matarse, que la tragedia y el horror podían golpear sin advertencia. Ya había aprendido esa lección una vez; ¿Cómo había podido ser tan tonta para olvidarla? Había querido que las cosas fueran perfectas, deseado que sintiera lo mismo que ella, pero la vida nunca era perfecta. Tenía que ser tomada como era, o pasaría sin una segunda oportunidad. Todo lo que tenía con Kell era el presente, el eterno presente, porque el pasado se había ido y el futuro nunca llega.
Sus manos se encorvaron sobre su carne, sus dedos amasando como si él apenas pudiera refrenar lo que hacía. Su cara era dura cuando miró hacia abajo, su voz cruda cuando habló.
– No te permitiré echarte atrás como en la cocina. Por Dios, creo que no podría volver a hacerlo. No ahora.
La respiración de Rachel abandonó sus pulmones por la mirada de sus ojos de media noche, una mirada dura, casi cruel por la salvaje excitación. La piel estirada firmemente sobre sus altos pómulos, prominentes, y su mandíbula y boca apretadas. Su corazón dio súbitamente un salto cuando comprendió qué quería decir exactamente, y el miedo y la excitación corrieron por sus venas en una mezcla aturdidora. El mando lo tenía ahora él, y la fuerza primitiva de su hambre ardía en sus ojos.
Las manos que tenía sobre su pecho le temblaron, igual que todo su cuerpo en reacción a la intención claramente dibujada en su cara, la mirada rapaz del macho que ha olido a su hembra. El calor. El calor estaba subiendo por su cuerpo, fundiendo su interior, volviéndolo líquido. Su mano tiró de la toalla y liberó sus pechos. La dejó caer al suelo en un montón húmedo. Desnuda, Rachel se mantuvo de pie agarrada a él, temblando y anhelando y abriendo la boca para coger aire en una inspiración que no parecía ser lo suficientemente profunda.
Bajó la mirada hacia ella, y un sonido retumbante comenzó en su pecho, siguiendo por su garganta. Los muslos de Rachel se volvieron líquidos, y se tambaleó, con la garganta cerrada, y el corazón martilleando. Lentamente él subió la mano y la puso sobre sus pechos, altos y redondos, suaves, con pequeños pezones marrones, firmes, llenando la palma de su mano descubriendo la textura ardiente, aterciopelada de su carne de nuevo. Entonces, igual de despacio, deslizó la mano hacia abajo, llevándola sobre el vientre liso y la curva de debajo del abdomen, sus dedos resbalando por fin entre los rizos húmedos de su feminidad. Ella permaneció allí, agitándose violentamente, incapaz de moverse, paralizada por el caliente río de placer que seguía el recorrido de su mano. Un dedo se movió más intrépidamente. Su cuerpo tembló con violencia, y lloriqueó cuando la tocó, provocó y exploró.
Posó la mirada en el contraste entre su mano dura, nervuda y el pecho suave, exquisitamente femenino y hermoso, y después subió su cara. Tenía los ojos medio cerrados, brillantes por el deseo; sus labios estaban húmedos y abiertos, su respiración rápida. Era una mujer al borde de la satisfacción completa, y su imagen dulcemente carnal destrozó el poco control que le quedaba. Como un salvaje, se arrodilló y la alzó sobre su hombro derecho, la sangre golpeando tan fuertemente sus oídos que no escuchó el gemido sobresaltado de ella.
La llevó a la cama con cinco pasos largos y la dejó caer en ella, siguiéndola después, abriendo sus muslos y arrodillándose entre ellos incluso antes de que ella se hubiera recuperado. Rachel trató de alcanzarlo, casi sollozando de necesidad. Él se quitó la camiseta y la tiró al suelo, luego tiró de los pantalones hasta que los abrió, y bajó sobre ella.
Su cuerpo se arqueó por la impresión cuando él empujo contra ella, y gritó al sentir al mismo tiempo la incomodidad y sobresalto de sus sentidos mientras él la llenó. Él era… oh…
– Tómame entero -gimió él, exigiendo, suplicando. Suspendido sobre ella, su cara brillaba por el sudor, su expresión torturada y en seguida extática-. Todo yo. Por favor -su voz era ronca por la necesidad-. Permítete relajarte… sí. Así. Más. Por favor. Rachel. ¡Rachel! Tú eres mía, mía, mía…
La primitiva letanía cayó sobre ella, y gritó nuevamente cuando él entró y salió de ella, fuertemente, con sus cuerpos retorciéndose juntos. Nunca había sido así para ella, tan intenso que era doloroso. Nunca había amado así, sabiendo que la respiración abandonaría sus pulmones y su corazón se detendría si alguna vez le pasaba algo a él. Si esto era todo lo que quería de ella, entonces se lo daría libre y fervorosamente, marcándolo con el hierro al rojo de su propia pasión dulcemente ardiente.
Él giró sus caderas contra las de ella en un movimiento pausado, y de repente fue demasiado para ella, sus sentidos ascendieron y estallaron. Abrió la boca y gritó, retorciéndose bajo él en un trémula luz de puro calor que no terminó hasta atraparlo a él también. Ella no podía ver, ni podía respirar, sólo podía sentir. Sentía sus fuertes empujones cuando el se movía sobre ella, luego el movimiento compulsivo de su cuerpo entre sus brazos. Sus gritos roncamente salvajes llenaron sus oídos, luego se convirtieron en ásperos gemidos. Lentamente él se calmó, se quedó callado. Su cuerpo se aflojó, y su pene se relajó dentro de ella, pero ella lo acunó felizmente, sus manos seguían cogidas a su espalda.
La preocupación comenzó a llenarla cuando volvió el recuerdo de la manera en que él la había alzado y su forma ruda de hacer el amor. Su cabeza estaba sobre su hombro, e introduciendo los dedos entre su pelo negro carbón, le dijo en un murmuro bajo:
– ¿Kell? Tu hombro… ¿estás bien?
Él se alzó sobre su codo derecho y bajó la mirada hacia ella. Sus ojos grises claros estaban oscurecidos por la preocupación por él, ¡incluso después de que la hubiera tomando con el mismo cuidado y sutileza que un toro en el ruedo! Ella tenía labios suaves, temblorosos, pero no los había besado, ni acariciado y chupado sus hermosos pechos tal y como lo había hecho en sus sueños. El amor estaba en esos ojos, un amor tan puro y luminoso que le retorcía las entrañas y que hizo saltar en pedazo algún muro profundo de su mente y alma, dejándolo vulnerable de una forma en que no lo había sido nunca.
Ahora sabía lo que era el infierno. El infiero era ver el cielo, luminoso y tierno, pero desde detrás de las vallas, sin poder entrar en él sin arriesgarse a la destrucción de lo que más quería.
Capítulo Nueve
– ¿Quién es esa mujer por la que Ellis se ha vuelto loco? -preguntó Charles serenamente, sus pálidos ojos azules no vacilaron en ningún momento cuando miró a Lowell. Como siempre, Charles actuaba aislado, pero Lowell sabia que a él no le extrañaba nada.
– Vive a poca distancia de la playa. Un área abandonada, no hay nadie cerca durante millas. La interrogamos cuando empezamos a buscar a Sabin.
– ¿Y? -la voz era casi sumisa.
Lowell se encogió de hombros.
– Y nada. Ella no había visto nada. -debe ser excepcional para haber captado la atención de Ellis.
Después de considerarlo Lowel agitó levemente la cabeza.
– Es guapa, pero eso es todo. Nada espectacular. Sin clase. Pero Ellis no ha parado de hablar sobre ella.
– Parece que nuestro amigo Ellis no tiene puesta la mente en el trabajo -el comentario era ilusoriamente casual.
Nuevamente Lowell se encogió de hombros.
– Él cree que Sabin murió al explotar el barco, por lo que no se está esforzando mucho para cazarlo.
– ¿Qué piensas tu?
– Es una posibilidad. No hemos encontrado ningún rastro de él. Estaba herido. Aunque por milagro hubiera sobrevivido, hubiera necesitado ayuda.
Charles asintió, sus ojos eran pensativos cuando miró a Lowell. Había trabajado con Lowell durante muchos años y sabía que era firme y competente, sin inspiración, un agente. Tenía que ser competente para haber sobrevivido. Lowell no estaba más convencido que Ellis de la supervivencia de Sabin, y Charles se preguntó si él había permitido que la reputación de Sabin estropeara su sentido común. El sentido común indicaba que Sabin ciertamente había muerto en la explosión o inmediatamente después de ella, ahogándose en las calurosas aguas turquesa para convertirse en comida para peces. Nadie hubiera sobrevivido, pero Sabin… Sabin era único, salvo por ese diablo rubio de ojos dorados que había desaparecido y se había rumoreado su muerte, a pesar de la charla inquietante que había flotado sobre Costa Rica el año anterior. Sabin era más bien una sombra, hábil por instinto y condenablemente afortunado. No, afortunado no, se corrigió Charles. Experimentado. Llamar a Sabin “afortunado” era infravalorarlo, un error fatal que sus colegas habían cometido en demasía.
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