Con cuidado rodó sobre su espalda, protegiendo su hombro, y la puso a horcajadas sobre él.

– Lento y suave-murmuró, con los ojos relucientes como fuego negro cuando se colocó para ella-. Hagámoslo suavemente, poco a poco.

– Te amo -susurró dolorosamente Rachel, cerrando los ojos al sentir su carne contra ella. Aseguró sus manos en su pecho, cerrando los dedos en su pelo rizado, y se resbaló hacia él. Él soltó un sonido gutural y se arqueó bajo ella, cerrando las manos en su cintura-. Te amo -dijo de nuevo, y otro sonido animal escapó de él cuando perdió el control y la agarró de las caderas, para empujarlas contra las suyas en un violento movimiento. -Rachel -gimió, temblando. Su cuerpo estaba tenso y sudoroso debajo de ella.

Ella lo siguió, subiendo, resbalando, cayendo. Giraba en un baile de pura pasión, ralentalizando sus movimientos siempre que parecía que ambos estaban a punto de llegar al clímax. Ya no se sentían dolorosamente vacía; estaba llena de él, lo que por si sólo ya era una gran satisfacción. El tiempo se volvió elástico, se alargó y luego dejó de importar. Se olvidó de todo salvo de Kell, y se dio cuenta de un modo que nunca había sabido que fuera posible, que él se había vuelto irrevocablemente suyo cuando lo sacó de las olas, y que ella era irrevocablemente suya, quizás por la misma causa. Mientras viviera, sería suya.

Estaba llorando de nuevo, aunque en ese momento había olvidado las lágrimas que se deslizaban por su cara.

– Te amo -dijo ella ahogándose, luego bruscamente explotó, apretándose contra él hasta que el suave temblor de su interior hizo que el mundo estallara, y sólo quedaran ellos dos, moviéndose juntos, hasta que él gritó roncamente y exhaló debajo de ella. Después, mientras ella dormía entre sus brazos, él estuvo despierto, y aunque su cara como siempre no mostraba nada, había una mirada desesperada en sus ojos.


– Conduzcamos hasta el pueblo -dijo él la mañana siguiente después del desayuno.

Ella respiró profundamente, dejando las manos quietas durante un momento antes de volver a lavar el último plato. Se lo dio a él para que lo secara, sintiendo que el miedo en su pecho la estrangulaba.

– ¿Por qué?

– Necesito hacer una llamada por teléfono. No voy a hacerlo desde aquí.

Su garganta estaba tan cerrada que apenas podía hablar.

– ¿Vas a llamar al hombre en el que crees que puedes confiar?

– Sé que puedo confiar en él -contestó brevemente-. Apuesto mi vida por el -más aún, estaba apostando la vida de Rachel. Sí, confiaba en Sullivan por completo.

– Pensaba que esperarías hasta estar recuperado -cuando se volvió a mirarlo, sus ojos estaban ensombrecidos por un gran dolor que retorció nuevamente un cuchillo dentro de él.

– Lo pensaba, hasta que Ellis volvió a aparecer. A Sullivan le llevará unos días comprobar algunas cosas para mi y conseguir organizar las cosas. No quiero demorarlo más.

– ¿Sullivan? ¿Ése es el hombre?

– Sí.

– Pero apenas te quitaron los puntos ayer -protestó con urgencia ella, juntando los dedos para no retorcer las manos-. Todavía estas débil, y no puedes… -se mordió el labio, deteniendo el flujo desesperado de palabras. Los argumentos no cambiarían sus pensamientos. ¿Y cómo podía decirle que estaba demasiado débil, cuando le había hecho dos veces el amor durante la noche y había vuelto a entrar esa mañana en su interior? Ella estaba rígida y dolorida, cada paso que daba le recordaban su fuerza y su paciencia. Aún no había recuperado completamente su fuerza, pero aun así, probablemente era más fuerte que los demás hombres.

Cerró sus ojos, odiando su propia debilidad al haber intentado aferrarse a él cuando había sabido desde el principio que no podría.

– Lo siento -dijo hablando en voz baja-. Claro que puedes. Iremos ahora, si tú quieres.

Kell la miró silenciosamente; si había habido algún momento en que se revelase la fuerza de la mujer, era ahora, y eso sólo hacía que marcharse fuera mas difícil. No quería llamar a Sullivan; no quería meter prisa para que todo acabara. Quería estirar el tiempo hasta el límite, pasarse los días calurosos, perezosos que quedaban con ella en la playa, mientras conseguía conocer cada faceta de su personalidad y hacer el amor siempre que quisieran. Y las noches… esas largas noches, calurosas, fragantes, pasada enredados juntos en las húmedas y revueltas sábanas. Sí, eso era lo que quería. Sólo la certeza de que ella estaba en un creciente peligro podía obligarlo a hacer esa llamada a Sullivan. Su instinto le decía que el tiempo se estaba agotando.

Se mantuvo callado durante tanto tiempo que Rachel abrió los ojos y se lo encontró mirándola con esa mirada tan decidida suya.

– Lo que yo quiero -dijo él deliberadamente-, es volver a hacerte el amor.

Eso era todo lo necesario, sólo su mirada y sus palabras, e inmediatamente sentía crecer el calor y la humedad mientras su cuerpo se tensaba, pero sabía que no podría aceptarlo cómodamente. Lo miró con profundo pesar.

– Creo que no puedo.

Él le tocó la mejilla, sus dedos duros, ásperos acariciaron los contornos de su cara con una ternura increíble.

– Lo siento. Debería haberlo comprendido.

Ella le dirigió una sonrisa que no era tan firme como deseaba.

– Déjame cambiarme de ropa y peinarme, y nos vamos.

Como ella no era de las que perdían el tiempo delante de un espejo, estuvieron en camino en cinco minutos. Sabin estaba alerta, sus ojos oscuros captando cada detalle del campo y examinando cada coche que se encontraban. Rachel se encontró mirando el retrovisor por lo si los perseguían.

– Necesito una cabina telefónica lejos de la calle principal. No quiero ser visto por seiscientas personas que hayan ido a comprar comida-las palabras eran concisas, su atención puesta en el tráfico.

Obedientemente, buscó una cabina telefónica al lado de una estación de servicio a las afueras del pueblo y aparcó al lado. Kell abrió la puerta, luego la volvió a cerrar sin salir. Se volvió hacia ella con una sonrisa divertida en los labios.

– No tengo dinero.

Su sonrisa reveló la tensión dentro de ella, y se rió entre dientes cuando cogió su bolso.

– Podrías usar mi tarjeta de crédito.

– No. Si alguien investigara podría conducirlos a Sullivan.

Tomo el puñado de monedas que ella le dio y entró en la cabina, cerrando la puerta detrás de él. Rachel miró mientras el echaba las monedas por la abertura, luego miró alrededor para ver si alguien estaba observándolo, pero la única persona que había era el encargado de la estación de servicio, y se encontraba sentado en una silla en la oficina delantera, apoyándose contra la pared con las patas delanteras de la silla levantadas mientras leía un periódico.

Kell regreso al cabo de unos pocos minutos, y Rachel arrancó el coche cuando él se dejó caer en el asiento y cerró la puerta de golpe.

– No te llevó mucho tiempo -dijo ella.

– Sullivan no malgasta las palabras.

– ¿Vendrá?

– Sí -De repente él sonrió de nuevo, esa sonrisa rara, verdadera-. Su mayor problema será salir de la casa sin que su esposa lo siga.

El humor, en ese asunto en particular, era inesperado.

– ¿Ella no sabe nada sobre su trabajo?.

Él resopló.

– No es su trabajo, él es granjero. Y Jane hará de su vida un infierno si no la lleva con él.

– ¡Granjero!

– Se retiró hace un par de años de la Agencia.

– ¿Su esposa también era una agente?

– No, gracias a Dios -dijo con verdadero sentimiento.

– ¿No te gusta?

– Es imposible que no te guste. Simplemente estoy contento de que Sullivan la mantenga bajo control en esa granja.

Rachel le echó una mirada dubitativa.

– ¿Es bueno? ¿Cuántos años tiene?

– Es de mi edad. Se retiró. Al gobierno le habría gustado tenerlo durante otros veinte años, pero consiguió marcharse.

– ¿Y es bueno?

Las oscuras cejas de Kell se alzaron.

– Es el mejor agente que he tenido en mi vida. Nos entrenamos juntos en Vietnam.

Eso la tranquilizó; más incluso que el miedo a su marcha, ella temía el peligro al que él tendría que enfrentarse. No aparecería en los periódicos, pero habría una pequeña guerra en la capital de la nación. Kell no descansaría hasta que su departamento estuviera nuevamente limpio, incluso a costa de su vida. El saberlo la carcomía. Si pudiera, si se lo permitiera, se iría con él y haría todo lo que pudiese para protegerlo.

– Para en una farmacia -ordenó él, girando en el asiento para mirar detrás de ellos.

– ¿Qué quieres de una farmacia? -se volvió a mirarlo y se lo encontró mirándola débilmente divertido.

– Control de natalidad. ¿O no has comprendido que es un riesgo que hemos estado corriendo?

– Sí, lo había comprendido -admitió ella en voz baja.

– ¿Y no ibas a decir o hacer algo sobre ello?

Apretó las manos al volante hasta que se le pusieron los nudillos blancos, y se concentró en el tráfico.

– No.

Esa simple palabra, serenamente pronunciada que tuvo el poder de hacerle girar la cabeza, y sintió su mirada ardiente sobre ella.

– No quiero dejarte embarazada. No puedo quedarme, Rachel. Estarías sola, con un bebé que criar.

Frenó en un semáforo en rojo y volvió la cabeza para encontrar su mirada.

– Merecería la pena, tener a tu bebé.

Él apretó la mandíbula, y juró entre dientes. Maldición, estaba duro de nuevo sólo por el pensamiento de dejarla embarazada, de ella cuidando a su hijo y alimentándolo con sus hermosos pechos. Lo deseaba. Quería llevársela con él y estar todas las noches en casa con ella, pero no podía volver la espalda a su trabajo y su país. La seguridad era crítica, ahora más que nunca, y sus servicios eran inestimables. Era algo que tenía que hacer; no podía poner en peligro a Rachel.

Sus ojos grises estaban oscurecidos por la mezcla de amor y dolor.

– No te haré fácil el dejarme -susurró ella-. No esconderé lo que siento, ni te despediré con una sonrisa.

Su perfil se veía duro e ilegible cuando retrocedió para mirar el camino; no contestó, y cuando la luz se puso de nuevo en verde condujo con cuidado hasta la farmacia más cercana. Sin hablar, cogió un billete de veinte dólares de su bolso y se lo dio.

Su mano se cerró crispada sobre el billete, y la miró con expresión asesina:

– Es esto o abstinencia.

Ella aspiró profundamente.

– Entonces supongo que entrarás, ¿no?

No, ella no se lo estaba poniendo ni un poco fácil; estaba haciéndolo tan difícil que lo estaba desgarrando. Maldición, él le daría un bebé cada año, si las cosas fuesen distintas, pensó con salvajismo al entrar en la farmacia y hacer su compra. Quizás llegaba demasiado tarde; quizá ya estaba embarazada. Sólo un ingenuo o descuidado descartaría esa posibilidad.

Dejó el dinero y había empezado a andar hacía la puerta, cuando Rachel entró, con cara cansada, y los ojos abiertos y nerviosos. Sin vacilar él se volvió y paseó por varios pasillos decididamente examinando una alta pila de bebidas apartadas. Rachel caminó pasándolo, a la sección de cosmética. Sabin espero, y un momento después la puerta volvió a abrirse. Dio un vistazo al tipo de pelo rubio y agachó la cabeza, llevando automáticamente la mano hacia su espalda para coger la pistola, pero su cinturón estaba vacío. La pistola estaba en el coche. Sus ojos se entrecerraron, y una fría, mortal mirada se fijó en sus rasgos; moviéndose silenciosamente, comenzó a seguir a Ellis.

Rachel había visto el Ford azul conduciendo calle abajo, y había sabido de inmediato que era Ellis; su único pensamiento había sido advertir a Kell antes de que saliera de la farmacia y Ellis lo viera. Si Ellis los había estado siguiendo ya sería demasiado tarde, pero estaba bastante segura de que no era así. Era simplemente una triste coincidencia; tenía que serlo. Había hecho como que no le había visto, mientras salía del coche y andaba hasta la farmacia como si hubiera conducido hasta allí, precisamente para eso. Había oído como se abría suavemente una puerta de un coche detrás de ella, y supo que Ellis estaría allí en unos segundos. Kell sólo le había tenido que echar un vistazo a la cara y se había dado la vuelta; ahora todo lo que ella tenía que hacer era conseguir librarse de Ellis, aun cuando tuviera que escaparse en el coche y marcharse sin Kell. Después podría pasar a recogerlo.

– Me pareció que eras tú. ¿No me oíste cuando te llamé?

Ella se giró, dando la impresión de que él la había asustado.

– ¡Tod! ¡Me has asustado! -abrió la boca, poniendo una mano en su pecho.

– Lo siento. Creí que sabías que iba detrás de ti.

Parecía que él había estado pensando mucho esa mañana; esperaba que eso no le hubiera estresado mucho. Le dirigió una sonrisa abstraída.