E hicieran lo que hicieran, hablaban. Él era reservado sobre si mismo, tanto de forma natural como por su entrenamiento, pero tenía muchos detalles fascinantes sobre las ideas políticas y económicas de los gobiernos de todo el mundo. Probablemente también sabía más de lo que cualquiera querría que supiera sobre la fuerza de los ejércitos y sus capacidades, pero no hablaba sobre eso. Rachel aprendió tanto de lo que omitía como de los asuntos de los que hablaba.
No importaba lo que hicieran, si quitaban las malas hierbas del huerto, corrían alrededor de la casa, cocinaban o hablaban de política, el deseo corría entre ellos como una corriente invisible, uniéndolos en un estado superior de conocimiento. Sus sentidos estaban saturados de él; conocía su sabor, su olor, su tacto, cada matiz de su voz profunda. Como normalmente era tan inexpresivo, ella observaba cada pequeño movimiento de su frente o tirón de sus labios. Aunque estaba relajado con ella y sonreía más a menudo, a veces fastidiándola, su risa era rara, y por lo tanto doblemente valorada, ocasiones que atesoró en su memoria. Su deseo no podía apagarse haciendo el amor, porque era más que una necesidad física. Se sumergía en él, sabiendo que sólo tenía el presente.
Aunque, el deseo físico no podía negarse, Rachel nunca había disfrutado tan plenamente antes, incluso en los primeros días de su matrimonio. Kell tenía un fuerte apetito sexual, y cuanto más le hacía el amor, más deseaban ambos volver a hacerlo. Tuvo un cuidado exquisito con ella hasta que se acostumbró a él, su forma de hacer el amor era sofisticada y terrenal. Había momentos en los que se demoraban, saboreando cada sensación como gourmet sexuales hasta que la tensión era tan fuerte que explotaban juntos. También había veces en que su amor era rápido y duro, cuando no había juegos porque su necesidad de estar juntos era demasiado urgente.
El tercer día después de que Kell hubiera llamado a Sullivan, Kell le hizo el amor con violencia apenas controlada, y supo que él estaba pensando que ése podía ser el último día que tuvieran juntos. Se aferró a él, sus brazos firmemente cerrados alrededor de su cuello cuando se desplomó sobre ella pesadamente agotado y sudoroso. Se le hizo un nudo en la garganta, y apretó fuertemente los ojos en un esfuerzo por negar el paso del tiempo. No podía permitirle que se fuera todavía.
– Llévame contigo -dijo densamente ella, incapaz de permitirle sencillamente irse alejándose de ella. Rachel era demasiado peleona para permitir que se fuera sin intentar que cambiara de idea.
Él se tensó y se apartó de ella para quedar tumbado a su lado, con un brazo cubriendo sus ojos. El ventilador de techo zumbaba sobre su cabeza, moviendo una brisa fresca por su piel acalorada y haciendo que percibiera un poco de frío sin el calor de su cuerpo apretado contra el de ella. Ella abrió los ojos para mirar fijamente su ardiente mirada de desesperación.
– No -dijo finalmente él sin añadir nada más, pero la simple palabra era tan definitiva que casi le rompió el corazón.
– Algo podría hacerse -presionó ella-. En el peor de los casos podríamos vernos de vez en cuando. Puedo moverme. Puedo trabajar en cualquier sitio…
– Rachel -la interrumpió cansadamente él-. No. Déjalo.
Bajó el brazo que tenía sobre los ojos y la miró. Aunque su expresión apenas había cambiado, ella podía asegurar que le molestaba su insistencia.
Pero estaba demasiado desesperada para parar.
– ¿Cómo puedo dejarlo? ¡Te amo! ¡Esto no es ningún juego que esté jugando, que me permita coger mis cosas y sencillamente irme a casa cuando me canse de él!
– ¡Maldición, no estoy jugando a ningún juego! -rugió él, dándose media vuelta en la cama y cogiéndole el brazo para sacudirla, traspasando finalmente sus límites. Sus ojos ardían y estaban entrecerrados, sus dientes apretados-. ¡Podrías morir por mi! ¿No aprendiste nada cuando murió tu marido?
Ella palideció, mientras lo miraba fijamente.
– Podría morir estando en el pueblo -dijo temblorosamente ella al final-. ¿Eso haría que yo estuviera menos muerta? ¿Te afligirías menos? -de repente se detuvo, tirando de su brazo y frotándose donde sus dedos se habían apretado sobre su carne. Estaba tan blanca que sus ojos ardían en su rostro sin color. Finalmente dijo con esfuerzo-: ¿O no te afligirías en absoluto? Estoy siendo demasiado presuntuosa, ¿verdad? Quizás soy la única involucrada aquí. En ese caso, tan sólo olvídate de lo que he dicho.
El silencio se estiró entre ellos mientras se enfrentaban en la cama; la cara de ella estaba tensa, la de él sombría. Él no iba a decir nada. Rachel inhaló profundamente cuando el dolor se apretó en su interior. Bien, ella se lo había buscado. Lo había empujado, luchando para que cambiara de idea, tener un compromiso con él, y había perdido… todo. Había creído que la quería, la amaba, aunque él nunca hubiera dicho nada de amor. Lo había achacado a su reticencia natural. Ahora tenía que enfrentar la desagradable verdad de que su brutal honestidad le había impedido decirle que la amaba. Él no soltaría palabras hermosas simplemente porque desease aliviar sus sentimientos. Ella le gustaba. Era una mujer bastante atractiva, y ella era consciente de eso; él era muy sexual. La razón de sus atenciones era obvia, y ella se había convertido en una completa necia.
Lo peor era que incluso esa realidad dura y desagradable no detenía su amor. Ésa era otra realidad, y ella no podía desear alejarlo.
– Lo siento -masculló ella, mientras salía corriendo de la cama y alcanzaba su ropa, de repente avergonzada de su desnudez. Ahora era diferente.
Sabin la miró, cada músculo apretado fuertemente. El gesto de la cara de ella lo carcomía, la brusca turbación, el súbito apagado de la luz de sus ojos cuando cogió su ropa intentando cubrirse. Podría dejarlo así. Ella podría superarlo más fácilmente si pensaba que simplemente la había usado, corresponder a ninguno de sus sentimientos, sólo sexualmente. Los sentimientos ponían nervioso a Sabin; no estaba acostumbrado a ellos. ¡Pero maldito si él podía aguantar mirar su cara! Quizás no podía darle mucho, pero no podía marcharse dejándola con la idea de que sólo había sido conveniente sexualmente.
Rachel estaba fuera de la habitación antes de que él pudiera cogerla, y entonces escuchó el golpe de la puerta metálica. Yendo hacia la puerta, la vio desaparecer entre con pinos con Joe a su derecha, como de costumbre. Maldijo con fiereza cuando tiró de sus pantalones y empezó a seguirla. Ella no se sentiría dispuesta escucharlo ahora, pero le escucharía aunque tuviera que sujetarla.
Cuando Rachel llegó a la playa se detuvo, preguntándose como iba a encontrar el valor para volver a la casa y actuar como si todo fuera normal, como si no tuviera un nudo de dolor dentro de sí. Aunque probablemente sólo sería durante un día más; eso podría manejarlo. Parte de ella se alegraba de poderlo medir en horas; entonces podría olvidarse de su control y llorar hasta que no tuviera más lágrimas. Pero el resto de si misma gritaba por el pensamiento de no volver a verlo, no importaba lo que él sentía -o no sentía- por ella.
Una concha rosa pastel estaba medio oculta por un grupo de algas, y ella hizo una pausa para apartar las algas con el pie, esperando encontrar algo hermoso que iluminara su corazón.
Pero la concha estaba rota, la mayor parte desaparecida, y siguió andando. Joe dejó su lado, trotando por la playa para hacer su propia exploración; él había cambiado con la llegada de Kell, también por permitir por primera vez que un hombre lo acariciara y aprender a aceptar a alguien más aparte de Rachel. Miró al perro, preguntándose si también extrañaría a Kell.
Una mano caliente se cerro sobre su hombro, deteniéndola. Incluso sin echar la mirada atrás supo que era Kell; conocía su toque, el tacto de las ásperas yemas de sus dedos. Lo sentía a su espalda, alto y ardiente, tan intenso que su piel picaba siempre que él estaba cerca. Todo lo que tenía que hacer era girar y su cabeza encajaría en el hueco de su hombro, su cuerpo encajaría entre sus brazos, pero él no le permitiría encajar en su vida. No quería tratarlo con lágrimas e histérica, y tenía mucho miedo de girarse, por lo que se mantuvo de espaldas a él.
– Es no es fácil para mi -dijo él bruscamente.
– Lo siento -dijo ella, deseando acabar rápidamente-. No quise empezar una escena, o ponerla en marcha. Simplemente olvídate de ello, si puedes.
Su mano se apretó en su hombro, y él la giro, resbalando la otra mano en su pelo y echádole la cabeza hacía atrás para poder verle los ojos.
– ¿No ves que no puede funcionar entre nosotros? No puedo dejar mi trabajo. Lo que yo hago… es duro y feo, pero es necesario.
– No te he pedido que dejes tu trabajo -dijo ella, su cara orgullosa.
– ¡No es por el maldito trabajo por lo que estoy angustiado! -grito él, su oscura cara furiosa-. ¡Eres tú! ¡Dios, me destrozaría si algo te pasara! Te amo -hizo una pausa, inspiró profundamente, y continuó en voz más baja-. Nunca se lo he dicho a nadie antes, y no debería estar diciéndolo ahora, porque es inútil.
El viento agitó su pelo alrededor de su cara cuando ella lo miró fijamente, su mirada gris insondable. Lentamente el puño soltó su pelo y bajó la mano por su garganta, frotando con el pulgar sobre el pulso tembloroso en la base. Rachel tragó.
– Podríamos intentarlo durante un poco de tiempo al menos -susurró ella, pero él agito la cabeza.
– Quiero saber que estás segura. Tengo que saberlo, o no funcionaré como debo. No puedo cometer un error, porque si lo hago podría significar la muerte de gente, de buenos hombres y mujeres. Y si fueras secuestrada -él se detuvo, su rostro casi salvaje-. Vendería mi alma para mantenerte segura.
Rachel sentía que su interior estallaba.
– No, no es posible que sea así. Sin negociación…
– Te amo -dijo severamente él-. Nunca he amado a nadie antes, ni a mis padres, ni ninguno de mis parientes, ni siquiera a mi esposa. Siempre he estado solo, diferente de todos los demás. El único amigo que he tenido a sido Sullivan, y él es tan lobo como yo. ¿Realmente crees que podría sacrificarte? Dulce infierno, mujer, eres mi oportunidad en la vida -le tembló un músculo en la mandíbula, que apretó con fuerza cuando la miró fijamente-. Y no me atrevo a aprovecharla-terminó él en voz baja.
Ella lo entendió, y deseó no hacerlo. Porque la amaba, no confiaba en no traicionar a su país si ella era secuestrada y usada como un arma contra él. No era como la gente que había amado antes y volverían a amar; era demasiado remoto, también demasiado frío. Por alguna razón, química o quizás las circunstancias, la amaba, y era la única vez en su vida que amaría a una mujer. Vivir con él lo haría vulnerable a los ataques; amarla solamente lo haría vulnerable, porque para un hombre como él, el amor era algo maravilloso y terrible.
Él cogió su mano, y caminaron en silencio hasta la parte trasera de la casa. Era hora de almorzar; Rachel entró en la cocina con la intención de intentar mantenerse ocupada cocinando para no pensar. Kell se apoyó contra los armarios y la miró, sus ojos negros le quemaron la carne. De repente extendió la mano y cogió la de ella, quitándole la olla que tenía cogida y poniéndola en la encimera.
– Ahora -dijo él guturalmente, mientras tiraba de ella hacia la habitación.
Se bajó los calzoncillos pero no perdió tiempo en quitarse la camisa; ni siquiera en bajarse los pantalones, abriéndolos solamente y empujándolos abajo. No lo hicieron en la cama. La tomó en el suelo tan desesperado por estar dentro de ella, envainarse en su cuerpo y eliminar toda distancia entre ellos, que no pudo esperar. Rachel se agarró a él cuando golpeó contra ella, cada centímetro de su carne, cada célula, marcada a hierro con su posesión. E incluso entonces ambos supieron que no sería suficiente.
Esa tarde cuando ya anochecía ella salió al jardín para recoger unos pimientos frescos para agregarlos a la salsa para los fideos que estaba cocinando. Kell estaba tomando una ducha y Joe, extrañamente, no estaba a la vista. Empezó a llamarlo, pero decidió que debía estar dormido bajo el arbusto principal, refugiándose del calor. La temperatura rondaría los treinta grado y la humedad era alta, lo que presagiaba tormenta. Con la mano llena de pimientos cruzó el patio trasero hasta la casa. Nunca pudo decir después, de donde llegó; no había nadie a la vista, ni ningún lugar donde pudiera esconderse. Pero cuando subió los primeros peldaños del porche, de repente estaba detrás de ella, su mano sobre su boca y tirando de su cabeza hacia atrás. Su otro brazo la agarró casi en el mismo movimiento que Kell había usado cuando la asaltó por la espalda, pero en vez de un cuchillo, ese hombre empuñaba un arma; la luz del sol brilló sobre el lustre azulado.
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