– ¡Sabin! ¡Sabemos que estas muy herido! ¡No hagas que te matemos!

No, ellos preferirían capturarle vivo, para "interrogarle", pero él sabía que no correrían ningún riesgo. Le matarían si tuviesen que hacerlo, antes de dejarlo escapar.

Haciendo rechinar sus dientes, Sabin se fue arrastrando hacia los controles y se levantó girando la llave del encendido. El poderoso motor rugió al volver a la vida. No podía ver a dónde se dirigía, pero eso carecía de importancia, aunque chocara con fuerza con otro barco. Jadeando, descendió de vuelta a la cubierta, tratando de reunir su fuerza. Tenía que alcanzar el acelerador, y tenía poco tiempo. El dolor ardiente se extendía completamente por la parte izquierda de su cuerpo, pero su brazo y su pierna comenzaban a responder ahora, de modo que pensó que podría conseguirlo. Ignoró el dolor creciente y se balanceó con su brazo derecho aupándose, obligando a su brazo izquierdo a moverse, a subir, hasta que sus dedos ensangrentados tocaron el acelerador y rápidamente aumento la velocidad. El barco comenzó a deslizarse por el agua aumentando lentamente la velocidad, y oyó los gritos desde el otro barco.

– Eso es, muchacha -jadeó él, animando al barco. – Vamos, vamos.

Volviéndose a estirar, sintiendo como todos los músculos de su cuerpo se estremecían por el esfuerzo, logro alcanzar el acelerador y empujarlo hasta que estuvo completamente abierto. El barco saltó bajo él, respondiendo al arranque de potencia con un rugido profundo.

A esa velocidad era necesario que viera hacia donde se dirigía. Tenía otra oportunidad, pero esas oportunidades mejoraban con cada medio metro que aumentaba la distancia entre sí mismo y el otro barco. Un gruñido de dolor brotó de su garganta mientras se ponía de pie, y el salado sudor hizo que le escocieran los ojos. Tenía que sostener la mayor parte de su peso sobre la pierna derecha, para que la izquierda no se doblara bajo su peso. Miró por encima del hombro al otro barco. Rápidamente se alejaba de ellos, aunque estos continuaran persiguiéndolo.

Había una figura en la cubierta superior del otro barco, y llevaba un voluminoso lanzacohetes sobre su hombro.

Sabin ni siquiera tuvo que pensar para saber de que se trataba; había visto los suficientes lanzacohetes como para reconocerlos a simple vista. Sólo un segundo antes del disparo, y apenas dos segundos antes de que el cohete hiciera explotar su barco, Sabin se lanzó al lado derecho a las aguas turquesas del Golfo.

Se sumergió tan profundamente como pudo, pero había tenido muy poco tiempo, y la onda expansiva le hizo rodar a través del agua como el juguete de un niño. El dolor abrasó sus músculos heridos y todo se volvió negro otra vez. Fue sólo un segundo o dos, pero hizo que se desorientarse por completo. Se ahogaba, y no sabía dónde se hallaba la superficie. Ahora el agua no era de color turquesa, era negra, y hacía que se hundiera bajo ella.

Los años de entrenamiento le salvaron. Sabin nunca se había aterrorizado, y este no era el momento para empezar a hacerlo. Dejó de oponerse al agua y se obligó a relajarse, y la flotabilidad natural empezó a llevarle hasta la superficie. Una vez que supo donde estaba la superficie, empezó a nadar tanto como podía, con el brazo y pierna izquierdos inservibles. Sus pulmones ardían cuando finalmente salió a la superficie y engulló el aire caliente, con el olor de la sal.

Wanda se quemaba, haciendo que un humo negro ondulara hasta el cielo y brillara en los últimos momentos del día. La oscuridad ya se había extendido por la tierra firme y el mar, y él se aferró a ella porque era su único refugio posible. El otro barco estaba rodeando a Wanda, sus focos reflejándose sobre la ruina ardiente y el océano circundante. Él podía sentir como el agua vibraba por el poder de los motores. A menos que encontrasen su cuerpo – o lo que ellos pensaran que podría quedar de él- irían en su busca. Tendrían que hacerlo. No les quedaría otra alternativa. Su prioridad continuaba siendo la misma: tenía que poner toda la distancia que pudiera entre ellos y él.

Torpemente giró hasta quedar de espaldas y empezó a nadar de espalda con brazadas desiguales, sin detenerse hasta estar a bastante distancia de la luz procedente del barco en llamas. Sus oportunidades no eran demasiado buenas; había por lo menos dos millas hasta la costa, probablemente se acercaran más a las tres. Estaba débil por la perdida de sangre, y apenas podía mover el brazo y pierna izquierdos. A eso debía añadirse el hecho de que los depredadores marinos estarían siendo atraídos por sus heridas y llegarían a él mucho antes de que llegase a estar cerca de la costa. Soltó una corta risa, cínica, y una ola le golpeó en la cara ahogándolo. Estaba atrapado entre los tiburones humanos y los tiburones del mar, y maldita fuera si realmente había alguna diferencia entre lo que le sucedería si cualquiera de ellos le atrapaba, pero ambos trabajarían para lograrlo. No tenía intenciones de ponérselo fácil. Respiró profundamente y flotó mientras luchaba para quitarse los pantalones cortos, pero sus esfuerzos serpenteantes le hicieron hundirse, y tuvo que abrirse nuevamente paso hasta la superficie. Sujetó la prenda entre los dientes mientras pensaba en el mejor modo de usarla. Los pantalones vaqueros estaban viejos, delgados, casi harapientos; debería poder desgarrarlos. El problema era como mantenerse a flote mientras se los quitaba. Tendría que usar el brazo y pierna izquierdos, o nunca podría lograrlo.

No tenía otra opción; tenía que hacer lo que fuera necesario, a pesar del dolor.

Creyó que podía desmayarse nuevamente cuando comenzó a luchar contra el agua, pero si bien el momento pasó, el dolor no disminuyó. Torvamente usó los dientes en el borde de los pantalones cortos, tratando de desgarrar la tela. Alejó el dolor de su mente mientras sus dientes rasgaban los hilos, y rápidamente rompió la prenda hasta la pretina, dónde la tela reforzada y la costura doble detuvo su progreso. Empezó a desgarrar otra vez, hasta que tuvo cuatro tiras sueltas de tela hasta la pretina. Entonces empezó a morder a lo largo de la pretina. La primera tira se soltó, y la oprimió en su puño mientras liberaba la segunda tira.

Comenzó a rodar hasta su espalda y se mantuvo a flote, gimiendo a medida que su pierna herida se relajaba. Rápidamente unió con un nudo las dos tiras hasta obtener una lo bastante larga para enrollarla alrededor de su pierna. Después ató el torniquete improvisado alrededor de su muslo, asegurándose de que la tela cubría las heridas de entrada y salida de la bala. Lo apretó tanto como pudo sin cortarse la circulación, pero tenía que presionar las heridas si quería que dejaran de sangrar.

Su hombro iba a ser más difícil. Mordió y tiró hasta que desgarró las otras dos tiras de la pretina, entonces las ató juntas. ¿Cómo podía ponerse ese vendaje improvisado? Aún no sabía si había una herida en su espalda, o si la bala aún se hallaba en su hombro. Lenta, torpemente, movió su mano derecha y tocó su espalda, pero sus dedos arrugados por el agua sólo podían encontrar piel lisa, lo cual significaba la bala estaba todavía en su hombro. La herida estaba en la parte superior de su hombro, y vendarla era casi imposible con los materiales que tenía.

Incluso atadas juntas, las dos tiras no bastaban. Empezó a morder otra vez, rasgó dos tiras más, después las ató a las otras dos. Lo mejor que podría hacer era lanzar la tira sobre su espalda, pasarla bajo su axila y atarla fuertemente sobre su hombro. Después dobló el resto de las tiras creando un trozo suave y lo puso bajo el lazo, situándolo sobre la herida. A lo sumo era un vendaje torpe, sólo su cabeza sobresalía del agua, y una mortífera inconsciencia se extendía por sus extremidades. Torvamente, Sabin rechazó a la fuerza ambas sensaciones, clavando fijamente los ojos en las estrellas en un esfuerzo por orientarse. No iba a rendirse. Podía flotar, y lograría nadar durante cortos periodos de tiempo. Podría llevar algún tiempo, pero a menos que un tiburón le atrapase, estaba lo malditamente bien como para llegar a la costa. Se puso boca arriba y descansó durante unos pocos minutos antes de que empezase el lento y atormentador proceso, de nadar hasta la playa.


Era una calida noche, incluso para ser mediados de julio y estar en la parte central de Florida. Rachel Jones mecánicamente había ajustado sus hábitos para el clima, tomándoselo con calma, ya fuera haciendo sus labores por la mañana temprano o postergándolas hasta el atardecer. Se había levantado al salir el sol, segado las malas hiervas que crecían en su pequeño huerto, alimentado a los gansos, lavado su coche. Cuando la temperatura aumentaba, entraba en la casa y ponía una lavadora, luego dedicaba unas pocas horas a investigar y preparar el curso de periodismo que se había comprometido a impartir en la escuela de enseñanza nocturna de Gainesville cuando comenzaba la caída de la noche. Con el ventilador del techo ronroneando tranquilamente sobre su cabeza, su pelo oscuro recogido sobre su cabeza, y llevando solo un top y unos viejos pantalones cortos, Rachel estaba a gusto a pesar del calor. Había un vaso de té helado junto a su codo, y bebía mientras leía.

Los gansos cacareaban pacíficamente mientras iban de una parte a otra de la hierba, reunidos en manada por Ebenezer Duck, el viejo líder irritable. Antes había habido un alboroto cuando Ebenezer y Joe, el perro, pelearon por quien tenía el derecho al trozo de pasto fresco y verde bajo el arbusto de la adelfa. Rachel fue a la puerta de tela metálica y gritó a sus mascotas que se estuvieran quietas, y ese fue el acontecimiento más excitante del día. Así eran la mayoría de sus días durante el verano. Las cosas mejoraban durante el otoño, cuando la época turística comenzaba y sus dos tiendas de objetos de recuerdo en Treasure Island y Tarpon Springs empezaban a tener clientes. Con el curso de periodismo sus días estaban aún más ocupados de lo normal, pero los veranos eran el momento de relajarse. Trabajaba intermitentemente en su tercer libro, sin sentir una gran preocupación por terminarlo, pues la fecha limite de entrega era en Navidad e iba muy adelantada en su trabajo. La vitalidad de Rachel era engañosa, porque ella conseguía lograr mucho, sin parecer que se diera prisa.

Se sentía en casa allí, había echado profundas raíces en ese terreno arenoso. La casa en la que vivía había pertenecido a sus abuelos, y la tierra había estado en manos de su familia durante cien años. La casa había sido remodelada en los años cincuenta y no guardaba mucho parecido con la estructura original. Cuando Rachel se había instalado había renovado el interior, pero el lugar todavía le daba un sentido de permanencia. Ella conocía la casa y la tierra que la rodeaba tanto como su rostro al mirarse en un espejo. Probablemente mejor, porque Rachel no era dada a clavar los ojos en sí misma. Conocía el bosque de pinos que había delante y el pastizal que se hallaba a su espalda, cada colina, cada árbol y cada arbusto. Un camino serpenteante iba a través de los pinos y llegaba hasta la playa donde se encontraban las aguas del Golfo. No había construcciones en la playa, en parte por la escabrosidad inusual de la orilla, en parte porque los dueños de las tierras eran gente que no quería ver como se construían bloques de apartamentos y hoteles en frente de sus casas. Ése era antes un condado ganadero; un gigantesco rancho, propiedad de John Rafferty, rodeaba la propiedad de Rachel, y Rafferty era tan reacio como ella a vender cualquier parte de sus tierras para la construcción.

La playa era el refugio especial de Rachel, un lugar para caminar y pensar y encontrar la paz en el oleaje despiadado, eterno del agua. Era llamada Bahía Diamond por la forma en que la luz se astillaba contra las olas como si chocasen contra las grandes piedras que poblaban la boca de la pequeña bahía. El agua oscilaba y brillaba tan intensamente como si miles de diamantes rodearan la orilla. Su abuelo le había enseñado a nadar en Bahía Diamond. Algunas veces parecía que su vida hubiera comenzado en las aguas turquesa.

Ciertamente la bahía había sido el centro de los días dorados de su infancia, cuando una visita a los abuelos era lo más divertido que podía imaginar una niña como Rachel. Luego su madre murió cuando Rachel tenía doce años, y la bahía se convirtió en su casa para siempre. Había algo en el océano que había aliviado la agudeza de su pena y enseñado a aceptarla. También había tenido a su abuelo, e incluso ahora pensar en él, traía una sonrisa a su rostro. ¡Que anciano maravilloso había sido! Nunca había estado demasiado ocupado o había pasado vergüenza a la hora de contestar a las preguntas algunas veces embarazosas que una adolescente podía hacer, y le dio la libertad de probar sus alas pues ella tenía mucho sentido común. Había muerto el año en que ella terminó la universidad, pero incluso la muerte le había llegado en sus propios términos. Incluso estando cansado, enfermo, y preparado para morir, la había engañado con semejante humor y semejante aceptación que Rachel incluso había sentido algo de paz con su marcha. Ella se había entristecido, sí, pero la pena había sido moderada por el conocimiento de saber que era lo que él quería.