– Noelle -dijo él suavemente-. Quiero hablar con Lowell y Ellis. Inmediatamente. Encuéntrelas.

Una hora después ambos hombres estaban sentandos enfrente de él. Charles dobló sus manos y les sonrió ausentemente.

– Señores, quiero discutir sobre esta Rachel Jones. Quiero saber todo lo que pueden recordar sobre ella.

Ellis y Lowell intercambiaron una mirada; entonces Ellis se encogió de hombros.

– Es una mujer guapa…

– No, no estoy interesado en lo que vieron. Quiero saber lo que ha dicho y hecho. Cuando investigaste la playa de su área y subiste a su casa, ¿entraste?

– No -contesto Lowell.

– ¿Por qué no?

– Tiene ese condenado perro guardián que odia a los hombres. No permitiría que un hombre entrara en el patio -explicó Ellis.

– ¿Incluso cuando la sacaste a cenar?

Ellis los miró a disgusto, como si detestara admitir que un perro lo había asustado.

– Ella salió hasta el coche. Cuando yo llegue a su casa el perro estaba allí esperando, preparado para tirarse sobre mi pierna si tomaba una mala dirección.

– Así que nadie ha entrado en la casa.

– No -admitieron ellos.

– ¿Ella negó haber visto a un hombre, un extraño?

– No hay forma de que Sabin haya llegado a esa casa sin que ese condenado perro se lo haya tomado de desayuno- dijo Ellis con impaciencia y Lowell asintió.

Charles golpeó suavemente las puntas de sus dedos.

– ¿Ni siquiera si ella lo hubiera metido dentro? ¿Qué pasaría si ella lo hubiera encontrado? Pudo haber atado al perro y haber vuelto a por Sabin. ¿No es posible?.

– Claro, es posible- dijo Lowell frunciendo el ceño.- Pero no encontramos ningún rastro de Sabin, ni siquiera una huella que nos hiciese pensar eso. Lo único que vimos fueron las huellas que había dejado ella cuando subió arrastrando conchas desde la playa… – se detuvo bruscamente y sus ojos se encontraron con los de Charles.

– ¡Estúpidos!- siseó Charles. – Había arrastrado algo desde la playa y vosotros no lo comprobasteis.

Ellos se removieron inquietos.

– Ella dijo que eran conchas- masculló Ellis – Y me di cuenta de que tenía varias en la repisa de la ventana.

– No actuó como si ocultara algo – dijo Lowell tratando de suavizar las cosas. – Me topé con ella al día siguiente mientras iba de compras. Se paró a hablar conmigo acerca del calor y de ese tipo de cosas.

– ¿Qué compró?. ¿Miraste el carrito?.

– Ah, ropa interior, cosas de mujeres. Cuando pasó por caja vi un par de zapatillas de deporte. Me di cuenta porque… – se paró y pareció enfermo de repente.

– ¿Por qué?- le apremió Charles secamente

– Porque parecían demasiado grandes para ella.

Charles los miró furiosamente con ojos fríos y mortíferos.

– Así que ella subió arrastrando algo desde la playa. Algo que vosotros no investigasteis. Ninguno de vosotros ha llegado a entrar dentro de su casa. Compra zapatos demasiado grandes para ella, posiblemente de hombre. ¡Sabin ha estado delante de nuestras narices todo el tiempo!. Y si escapa por culpa de vuestras chapuzas os prometo personalmente que vuestro futuro no va a ser nada agradable. ¡Noelle!-llamó.

Ella apareció inmediatamente por la puerta.

– ¿Si, Charles?

– Haz venir a todo el mundo inmediatamente. Podemos haber encontrado a Sabin.

Tanto Ellis como Lowell parecían enfermos, y desearon que esta vez no se encontrara a Sabin.

– ¿Qué pasa si estás equivocado?- preguntó Ellis.

– Entonces la mujer quedará asustada y alterada, pero nada más. Si no sabe nada, si no ha ayudado a Sabin no tenemos ningún motivo para hacerle daño.

Pero Charles sonrió cuando lo dijo, con ojos muy fríos y Ellis no le creyó.


El sol se había puesto y el crepúsculo había hecho aflorar un fuerte coro de ranas y grillos. El pato Ebenezer y su bandada se bamboleaban por el patio, picando el suelo en busca de insectos, y Joe permanecía tumbado en el porche.

Kell y Sullivan estaban ahora en la mesa, dibujando diagramas y discutiendo planes; Rachel trató de trabajar en el manuscrito, pero su mente continuó vagando. Kell se iría pronto, y el sordo sufrimiento latía dentro de ella.

La bandada de gansos se dispersó repentinamente, chillando ruidosamente, y Joe ladró una sola vez antes de abalanzase fuera del porche. Kell y Sullivan actuaron como uno, agachándose rápidamente lejos de la mesa y corriendo silenciosamente de puntillas hasta las ventanas de la sala de estar. Rachel cerró su escritorio con la cara pálida, aunque trató de estar tranquila.

– Probablemente es sólo Honey- dijo, yendo hacia la puerta principal.

– ¿Honey?- preguntó Sullivan.

– El veterinario.

Un sedán blanco se detuvo en el camino enfrente, y una mujer salió. Sullivan miró con atención fuera de la ventana y todo el color desapareció de su cara. Apoyando su cabeza sobre la pared, juró quedamente y largamente.

– Es Jane- gimió.

– Infierno- masculló Kell.

Rachel abrió la puerta para salir fuera y atrapar a Joe, que se había plantado en mitad del patio. Pero antes de que Rachel pudiera abrir la puerta, Jane había rodeado el coche y pasado al patio.

– Perrito agradable- dijo alegremente, palmeando a Joe en la cabeza mientras pasaba.

Sullivan y Kell salieron fuera del porche detrás de Rachel. Jane puso las manos en sus caderas y miró encolerizada a su marido.

– ¡Como no me trajiste contigo, decidí seguirte!

Capítulo Doce

A Rachel le gustó Jane Sullivan nada más verla. Alguien que con tanta tranquilidad mimaba a Joe, y después afrontaba la ira de Grant Sullivan sin parpadear, era alguien a quien Rachel quería conocer. Las dos mujeres se presentaron, mientras Sullivan esperaba con los brazos cruzados sobre el pecho, sus ojos dorados disparando fuego mientras observaba a su esposa con el entrecejo fruncido.

– ¿Cómo me encontraste? -dijo con voz áspera, en voz baja y casi inaudible-. Me aseguré de no dejar ninguna huella.

Jane lo olfateó.

– Tú no, de modo que hice lo más lógico y fui donde no ibas y te encontré -dándole la espalda, saludó a Kell con un abrazo entusiasta-. Sabía que tenía que ver contigo. ¿Estás en problemas?

– Un poco -dijo Kell, sus ojos negros se llenaron de diversión.

– Me lo figuraba. Vine a ayudar.

– Estoy condenado -estalló Grant.

Jane le dirigió una mirada tranquila.

– Sí, puede ser. Marchándote a hurtadillas y dejándome con los bebés…

– ¿Dónde están?

– Con tu madre. Cree que me está haciendo un favor. De todas maneras, eso es lo que me hizo llegar tan tarde. Tuve que llevarle los gemelos. Y luego decidir qué harías si quisieras evitar que alguien supiera dónde estabas.

– Voy a ponerte cruzada sobre mis rodillas-le dijo, y la miró como si el pensamiento le diera una gran satisfacción-. Esta vez no te librarás.

– No lo harás -dijo ella con aire satisfecho-. Estoy embarazada otra vez.

Rachel había estado disfrutando del espectáculo de ver a Grant Sullivan llevado hasta la desesperación por su hermosa esposa, pero ahora casi sintió lastima por él. Estaba pálido.

– No puedes estarlo.

– No apostaría sobre eso -Kell entró, disfrutando del giro en los acontecimientos tanto como Rachel.

– Los gemelos sólo tienen seis meses -graznó Grant.

– ¡Lo sé! -contestó Jane con cara indignada-. Estaba allí, ¿recuerdas?

– No íbamos a tener más durante un tiempo.

– La tormenta -dijo ella sucintamente, y Grant cerró los ojos. Estaba verdaderamente pálido, y a Rachel le dio pena.

– Entremos, estaremos más frescos -sugirió, abriendo la puerta metálica. Ella y Kell entraron, pero nadie los siguió. Rachel miro a hurtadillas por la puerta; Jane estaba en los brazos musculosos de su marido, y su cabeza rubia estaba inclinada hasta la oscura de su mujer.

Curiosamente, esa visión añadió un poco más de dolor al interior de Rachel.

– Ellos lo lograron -susurró ella.

Los brazos de Kell se deslizaron alrededor de su cintura, y él la empujó de regreso contra de él.

– Él está en eso ahora, ¿recuerdas? Estaba jubilado antes de se encontraran.

Rachel quiso preguntar por qué no podía retirarse también, pero tenía que abstenerse de expresar esa pregunta. Lo que había servido para Grant Sullivan no servía para Kell Sabin; Kell era único en su especie. En lugar de eso preguntó:

– ¿Cuándo te marchas? -debería haberse sentido orgullosa de que su voz fuera firme, pero el orgullo no significaba nada para ella a esas alturas. Le habría suplicado de rodillas si hubiera creído que surtiría efecto, pero dedicación al servicio era más fuerte.

Él guardó silencio por un momento, y ella supo que no iba a gustarle la respuesta, aunque la esperase.

– Mañana por la mañana.

De modo que tenía una noche más, a menos que él y Sullivan pasaran más tiempo resolviendo los detalles de su plan.

– Nos acostaremos temprano -dijo él, tocando su pelo, y ella se retorció entre sus brazos para encontrar sus ojos de medianoche. Su cara era distante, pero él la quería; lo podía distinguir en sus caricias, por algo fugaz en su expresión. Oh, Dios mío, ¿Cómo iba quedarse quieta viéndole marchar y sabiendo nunca volvería a verle?

Jane y Grant entraron, y la cara de Jane estaba radiante. Sus ojos se abrieron con deleite cuándo vio a Rachel en los brazos de Kell, pero algo en sus expresiones evitó que dijese algo. Jane era muy intuitiva.

– Grant no me dirá qué pasa -anuncio ella, y se cruzó de brazos tercamente-. Voy a seguirle hasta que me entere.

Las cejas negras de Kell se alzaron.

– ¿Y si te lo digo yo?

Jane consideró eso, mirando de Kell a Grant, luego de regreso a Kell.

– ¿Quieres negociar? Quieres que regrese a casa.

– Regresas a casa -dijo quedamente Grant, su voz acerada-. Si Sabin quiere informarte, depende de él, pero este nuevo bebé me da doblemente la razón para asegurarme de que estas a salvo en la granja, en lugar de jugarte el pellejo saliendo en mi búsqueda.

Un destello en los ojos de Jane le dio lugar a Rachel para pensar que Sullivan tenía una pelea entre manos, pero se Kell anticipó diciendo:

– Bien, creo que mereces saber que ocurrió, puesto que Grant está involucrado en esto. Sentémonos, y te lo contaré.

– Sólo lo que necesite saber -adivinó exactamente Jane, y Kell le dirigió una sonrisa sin humor.

– Sí. Sabéis que siempre hay detalles que no pueden ser revelados, pero puedo contarte la mayor parte.

Se sentaron alrededor de la mesa, y Kell esbozó los puntos principales de lo qué había ocurrido, las implicaciones y por qué necesitaba a Grant. Cuando termino Jane miró a ambos hombres durante mucho tiempo, luego lentamente inclinó la cabeza.

– Tienes que hacerlo -después se echó hacia delante, plantando ambas manos sobre el mantel y dando una imagen inflexible a Sabin, quien la miró de lleno-. Pero déjame decirte, Kell Sabin, que si algo le ocurre a Gran, iré detrás de ti. No te imaginas la de problemas que te causaré si eso ocurre.

Kell no respondió, pero Rachel sabía lo que pensaba. Si ocuría algo no era probable que tampoco él sobreviviese. No sabía como podía saber lo que pensaba, pero lo hacía. Sus sentidos estaban concentrados en Kell, y un cambio o un gesto mínimo en su tono era registrado por sus nervios como un terremoto en el sismógrafo más fino.

Grant se puso de pie, levantando a Jane y poniéndola a su lado.

– Es hora de que durmamos un poco, ya que nos marcharemos temprano. Y tú te irás a casa -le dijo a su esposa-. Dame tu palabra.

Jane no discutió ahora, cuando sabía en qué estaba metido.

– Bien. Iré a casa después de recoger a los gemelos. Lo que quiero saber es cuando te puedo esperar de vuelta.

Grant recorrió con la mirada a Kell.

– ¿Tres días?

Kell inclinó la cabeza.

Rachel se puso de pie. En tres días habría terminado, de una forma u otra, pero para ella terminaba mañana. Mientras tanto tenía que buscar un lugar para que durmieran los Sullivan, y casi agradeció tener algo con lo que ocupar su tiempo, aunque no su mente.

Le pidió perdón a Jane por no tener una cama más, pero no pareció que le molestase en lo más mínimo.

– No te preocupes -dijo aliviada Jane-. Me he acostado con Grant en tiendas de campaña, cavernas y cobertizos, de modo que el bonito suelo de la sala de estar no es más incomodo para nosotros.

Rachel ayudada por Jane reunió edredones y almohadas de más para formar una cama, cogiéndolos de la parte alta del armario y apilándolos sobre los brazos de Jane. Jane la miró astutamente.

– ¿Estás enamorada de Kell?

– Sí -Rachel dijo esa única palabra firmemente, sin pensar en negarlo. Era un hecho, tan parte de ella como sus ojos grises.