– Sólo un minuto.

Cerró los ojos al oír la voz de ella, después se oyó el ruido de pasos acercándose a la puerta, y los abrió, sin querer perderse ni un segundo de verla. Ella abrió la puerta, y se enfrentaron silenciosamente a través de la pantalla. Sus labios se movieron, pero no salio ningún sonido. Él trago al verla a través de la pantalla, pero no había luz en la sala de estar, y el oscuro día grisáceo no ayudaba mucho. Todo lo que realmente podía ver era el óvalo pálido de su cara.

– ¿Puedo pasar? -pregunto él quedo al final.

Sin hablar ella empujó la puerta abriéndola y se movió hacia atrás para que él pasara. Entró, cerró la puerta detrás de él y alcanzó el interruptor, inundando la habitación de luz. Ella se alzaba ante él, pequeña y frágil y delgadísima. Llevaba unos vaqueros ceñidos y una sudadera negra con bolsillos; su pelo era mas largo y estaba apartado de su cara con dos horquillas grandes de carey. Estaba pálida, su cara tensa.

– No estás embarazada -dijo con una voz apremiante. ¿Había perdido al bebé?

Ella tragó, después negó con la cabeza.

– No. Había esperado estarlo, pero no sucedió.

Su voz, tan baja y bien recordada, hizo que se estremeciera placenteramente, pero sus palabras lo sacudieron.

– ¿No has estado embarazada?

Ahora ella parecía confundida.

– No.

Sus puños se cerraron. No sabía que era peor, el hecho de que Jane le hubiera mentido, o la decepción de que después de todo Rachel no estuviera embarazada.

– Jane me dijo que estabas embarazada -rechinó, luego abruptamente recordó las palabras exactas y una risa explotó a través de su cólera-. ¡Caramba! No lo hizo. ¡Lo que ella dijo fue: al menos Grant se casó conmigo cuando se enteró de que estaba embarazada! -le dijo a ella, imitando a Jane-. Después me colgó el teléfono. Es tan astuta que no lo pillé hasta ahora.

Rachel lo había estado mirando, sin tan siquiera parpadear mientras bebía de su imagen. Él estaba más delgado, más duro, su fuego negro más intenso.

– ¿Viniste por que creíste que estaba embarazada?

– Sí.

– ¿Por qué tomarte la molestia ahora? -preguntó ella, y se mordió los labios para que dejaran de temblar.

Bien, se lo había ganado. La miró otra vez. Ella había perdido peso, y sus ojos estaban vacíos. Lo sobresaltó, lo golpeó duramente. No parecía una mujer feliz, y todo lo que alguna vez había buscado él, era que ella estuviese segura y feliz.

– ¿Cómo estás? -le pregunto, la preocupación volviendo su voz más profunda hasta convertirla en un ruido sordo.

Ella se encogió de hombros.

– Bastante bien, supongo.

– ¿Te molesta el costado?

– No, de ningún modo -ella se fue dando media vuelta, yendo hacia la cocina-. ¿Te gustaría una taza de chocolate caliente? Precisamente iba a prepararlo.

Él se sacó el abrigo y lo lanzó sobre una silla antes de seguirla. Lo asalto un abrumador sentido de deja vu a medida que se apoyaba contra los muebles y la veía trabajar con las cazuelas y tazas para medir. De improviso ella se detuvo y agachó la cabeza para descansarla contra la puerta de la nevera.

– Me mata estar sin ti -dijo con voz sorda-. Lo intento, pero ya no me importa. Un día contigo vale más que toda una vida sin ti.

Sus puños se cerraron fuertemente otra vez.

– ¿Piensas que es fácil para mi? -su voz raspó el aire como una lima oxidada-. ¿No recuerdas lo que sucedió?

– ¡Sé lo que puede ocurrir! -gritó, girándose hacia él-. ¡Pero soy adulta, Kell Sabin! ¡Es mi derecho arriesgarme si creo que merece la pena! Lo acepto cada vez que entro en mi coche y conduzco hacia el pueblo. Mueren muchas más personas en las carreteras cada año que por terroristas o asesinos. ¿Por qué no me prohíbes conducir, si realmente quieres protegerme?

Sus ojos ardían mirándola, pero no dijo nada, y su silencio remoto la incitó.

– Puedo vivir con los riesgos de tu trabajo -continuó ella-. No me gusta, pero es tu decisión. Si no me puedes dar lo mismo, ¿Qué haces aquí?

Aún tenía los ojos fijos en ella, frunciendo el entrecejo. El hambre por ella aumentaba como una obsesión. La quería, más de lo que quería su próximo aliento. No podía vivir con ella, o sin ella, y los pasados seis meses le habían demostrado cuan pobre era la vida sin ella. La contundente verdad, sin adornos era que la vida no era digna de ser vivida si no la podía tener. Una vez acepto eso, sus pensamientos se movieron hacia delante. Tenía que tomar medidas para asegurarse de que ella estaba a salvo; tenía que hacer cambios y ajustes, algo que no había hecho antes. Era extraño qué sencillo se veía todo de repente, solamente porque había admitido para sí mismo que tenía que tenerla. Dios bendijese a Jane por obtener su atención y darle una excusa para ir; ella había sabido que una vez que viera a Rachcel de nuevo no podría marcharse.

Afrontó a Rachel a través de la cocina.

– Realmente puedes aceptar eso, los riesgos que corro y las veces que me iré y no sabrás donde estoy o cuando volveré?

– Ya lo hago -dijo ella, alzando la barbilla-. Lo que necesito saber es que volverás a mi cuando puedas.

Aún la observaba, sus ojos entrecerrados y atravesándola.

– Entonces bien podríamos casarnos, porque Dios sabe que he sido un desastre sin ti.

Ella parecía aturdida; después parpadeó.

– ¿Es una proposición?

– No. Era básicamente una orden.

Lentamente las lágrimas llenaron sus ojos grises, haciéndolos brillar tan intensamente como diamantes y una sonrisa comenzó a iluminar su cara.

– Bien -dijo ella sencillamente.

Él hizo lo que había estado deseando hacer; cruzó la habitación hasta ella y la tomó en brazos, su boca aferrándose a la de ella mientras sus manos descubrían nuevamente las curvas suaves de su cuerpo. Sin otra palabra, la levantó y la llevó al dormitorio, lanzándola a la cama tal y como había hecho la primera vez que hizo el amor con ella. Velozmente le bajó los pantalones vaqueros completamente, luego apartó bruscamente la sudadera subiéndola para revelar sus hermosos senos redondeados.

– No puedo tomarte despacio -susurro él, tirando con fuerza de sus pantalones claros.

Ella no necesitaba que la tomase despacio. Lo necesitaba, y le tendió los brazos. Él abrió sus muslos y la montó, controlándose sólo lo suficiente como para ralentizar su entrada para no hacerle daño, y con un grito de placer Rachel lo tomó en su cuerpo.


Se quedaron en la cama el resto del día, haciendo el amor y hablando, pero en su mayor parte solamente sujetándose el uno al otro y celebrando la cercanía del otro.

– ¿Qué sucedió cuando volviste a Washington? -preguntó en una ocasión durante la tarde.

Él se tendió boca arriba con un brazo atlético estirado sobre su cabeza, adormecido después de hacerle el amor, pero sus ojos se abrieron cuando ella le preguntó.

– No te puedo decir mucho -avisó antes él-. Algunas veces no podré hablar mucho sobre mi trabajo.

– Lo sé.

– Tod Ellis habló, y ayudó. Grant y yo tendimos una trampa, y uno de mis superiores cayó en ella. Eso es todo lo que puedo decirte.

– ¿Había otros en tu departamento?.

– Dos más.

– Casi te cogieron -dijo ella, temblando ante la idea.

– Me hubieran cogido, de no ser por ti -giró su cabeza sobre la almohada y la miró; sus ojos resplandecían, ese brillo que solo él podía producir. No deseaba que ese impulso luminoso desapareciera nunca. Extendió una mano para tocar su mejilla-. Estoy desilusionado de que no estés embarazada.-dijo suavemente.

Ella se rió.

– Puedo estarlo después de hoy.

– Por si acaso -se quejó él, rodando sobre ella.

Ella recobró el aliento.

– Sí, faltaría más, por si acaso.

Epílogo

Estaban sentados en el porche de la granja donde vivían Grant y Jane, disfrutando del leve calor de ese día de finales de verano. Kell estaba apoyado echando la silla hacia atrás, con los pies en la baranda, y Grant estaba echado en una posición totalmente relajada. Ambos hombres parecían soñolientos después de la comida que habían tomado, sin embargo dos pares de ojos alertas vigilaban a los niños que jugaban en el patio mientras que Rachel y Jane estaban en la casa. Entonces las dos mujeres se unieron a sus esposos en el porche, sentándose en grandes mecedoras.

Kell se enderezó de golpe cuando Jaime que era la niña más pequeña, se cayó en el patio, pero antes de que pudiera abrir la boca los cuatro muchachitos se apiñaron alrededor de ella, y Dane -¿o Daniel?- la ayudó a levantarse, mientras le limpiaba la suciedad de sus piernecitas regordetas. Los cinco niños parecían extraños juntos, con los tres muchachos de Sullivan con el cabello casi blanco, tan rubios, mientras que Brian y Jaime eran morenos, con el pelo y ojos negros. Jaime era la reina de ese grupo en concreto, gobernándolos a todos con sus ojos grandes y sus hoyuelos. Ella iba a ser pequeña, mientras que Brian tendría la figura de su padre.

Los niños corrieron, chillando mientras iban hacia el granero, con Dane y Danial sujetando las manos de Jaime, y Brian y Craig detrás de ellos. Los cuatro adultos los miraron ir.

– Puedes creerlo -dijo pensativamente Kell-, ¿Tenemos cuarenta años y juntos tenemos cinco niños en edad preescolar?

– Habla por ti -se volvió Rachel-. Jane y yo todavía somos jóvenes.

Kell la miró y sonrió abiertamente. Aún no había ni una cana en su pelo, y tampoco en el de Grant. Ambos eran duros y se apoyaban, y más satisfechos de sus vidas de lo que lo habían estado nunca.

Todo había ido bastante bien. Se había casado con Rachel, y rápidamente consciente de que habían hecho un bebé, Kell había aceptado una promoción y no había sido durante mucho tiempo más un blanco de primera categoría. Aún estaba en posición de usar su conocimiento y especialización, pero era mucho menos peligroso. Había sido un intercambio, pero uno que para él valía la pena. Miró a Rachel. Oh, sí, definitivamente había merecido la pena para él.

– Nunca me lo dijiste -dijo Jane ociosamente, mientras se mecía en la silla como si no tuviera una sola preocupación en el mundo-. ¿Me perdonaste por haberte hecho creer que Rachel estaba embarazada?

Grant se rió entre dientes, y Kell se estiró aún más, mientras cerraba los ojos.

– No fue una gran mentira -dijo apaciblemente Kell-. Estaba embarazada antes de que llegara el día siguiente. A propósito, ¿Cómo conseguiste mi número?

– Te llamé por ella -confesó Grant, a medida que ponía también sus pies en la barandilla-. Pensé que necesitabas algo de una buena vida.

Los ojos de Rachel se encontraron con los de Kell, y se sonrieron. Era bueno tener unos amigos así.

Linda Howard

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