– Ya vuelvo- le aseguró, tocando su rostro mojado brevemente. Luego corrió.

Normalmente el camino de subida desde la playa y a través de los pinos le parecía bastante corto, pero esta noche se extendía interminablemente delante de ella. Corrió, sin preocuparse por golpearse con las raíces que sobresalían, los desnudos dedos de los pies, sin prestar atención a las pequeñas ramas que se enganchaba en su camisa. Una rama fue lo suficientemente fuerte para atrapar su camisa, deteniendo su carrera. Rachel tiró con todo su peso de la tela, demasiado frenética para detenerse a desenredarla. Con ruido la camisa se desgarró, y fue libre para reanudar su salvaje carrera cuesta arriba.

Las acogedoras luces de su pequeña casa eran un faro en la noche, la casa un oasis de seguridad y familiaridad, pero algo había ido muy mal, y no podía encerrarse dentro de su refugio. La vida del hombre en la playa dependía de ella.

Joe había oído su llegada. Estaba de pie sobre el borde del porche con sus pelos del cuello erizados y un gruñido bajo y retumbante surgiendo de su garganta. Podía distinguirle contra la luz del porche mientras corría a toda velocidad a través del patio, pero no tenía tiempo para apaciguarle. Si la mordía, la mordía. Se preocuparía por eso más tarde. Pero Joe ni siquiera la miró mientras ella saltaba subiendo las escaleras y cerraba de golpe la puerta de tela metálica. Permaneció en guardia, de cara a los pinos y la playa, con todos sus músculos estremeciéndose mientras se colocaba entre Rachel y lo que fuere que la hubiera hecho correr a través de la noche.

Rachel agarró el teléfono, tratando de controlar su respiración para poder hablar coherentemente. Le temblaban las manos mientras recorría a tientas la guía telefónica, buscando un listado de ambulancias, o una patrulla de rescate o tal vez el departamento de policía del condado. ¡Cualquiera! Dejó caer el libro y maldijo violentamente, inclinándose para agarrarlo otra vez. Una patrulla de rescate, ellos tenían médicos, y el hombre necesitaba atención médica mucho más de lo que necesitaba un informe policial sobre él.

Encontró el número y estaba marcándolo, cuándo repentinamente su mano se detuvo, y clavó los ojos en el teléfono. Un informe policial. No supo por qué, no se lo podría explicar a ella a sí misma en ese momento, pero de improviso supo que tenía que mantenerlo en secreto, al menos de momento. Los instintos que había desarrollado durante sus años como periodista de investigación enviaban señales de alerta permanentes, y las obedeció ahora como las había obedecido entonces. Colgó el teléfono de golpe, estremeciéndose mientras permanecía allí de pie y trataba de poner en orden sus pensamientos.

Nada de policía. No ahora. El hombre en la playa estaba indefenso, no era ninguna amenaza para ella ni para nadie más. Él no estaría en peligro en absoluto si hubiera resultado herido en un simple tiroteo, una discusión que se había escapado del control. Podría ser un traficante de droga. Un terrorista. Cualquier cosa. Pero, por Dios, podía no ser nada de eso, y ella podría ser la única oportunidad él tenía.

Mientras arrastraba un edredón de la parte superior de su armario del dormitorio y salía corriendo de la casa otra vez, con Joe directamente en sus talones, confusas escenas de su pasado atravesaban su mente. Escenas de cosas que no estaban bien, donde la superficie lustrosa era aceptada y pulcramente archivada mientras la historia real permanecía siempre de oculta. Había otros mundos más allá de la vida normal que la mayoría de la gente vivía, capas de peligro, falsedad y traición en sitios en los que nunca se hubiera sospechado. Rachel conocía esas capas. Se habían llevado la vida de B.B… El hombre del la playa podría ser víctima o villano, pero si era un villano tenía tiempo de sobra para entregarle a las autoridades mucho antes de que pudiera recobrarse de la herida. Por otra parte, si era una víctima, el único tiempo que tenía era el que ella le pudiera proporcionar.

Jadeando, Rachel cayó de rodillas en la arena a su lado y colocó la mano sobre su pecho, estremeciéndose de alivio cuando sintió el constante movimiento de subida y bajada que le decía que todavía estaba vivo. Joe permaneció a su lado, con la cabeza baja y las orejas echadas hacia atrás, mientras un gruñido bajo y continuo salía de su garganta, sin que sus ojos se separasen nunca del hombre.

– Está bien, Joe,- dijo, mecánicamente dándole al perro una palmadita tranquilizadora, y por una vez él no se echó hacia atrás lejos de su alcance. Extendió la colcha sobre la arena, luego se arrodilló otra vez para poner las manos contra el cuerpo laxo del hombre. Le hizo rodar encima de la colcha. Esta vez él no emitió ningún sonido, y ella dio las gracias por que él no pudiera sentir el dolor que ella tenía que causarle.

Necesitó algunos minutos para colocarle. Luego tuvo que descansar. Clavó ansiosamente los ojos en el mar otra vez, pero todavía estaba vacío. No había nadie allí afuera, sin embargo no era raro ver las lamparillas de los barcos que pasaban. Joe se frotó contra de sus piernas, gruñendo otra vez, y ella hizo acopio de fuerzas. Luego se inclinó, cogió las dos esquinas del edredón más cercanas a la cabeza del hombre e hincó sus talones en la arena. Gruñó con el esfuerzo. Aun utilizando todo su peso para tirar, todo lo que pudo hacer fue arrastrarle unos metros. ¡Dios mío, pesaba mucho!

Puede que cuando ella le sacara de la playa y empezara a arrastrarle por encima de las resbaladizas agujas de pino fuera más fácil. Si se hiciese mucho más difícil no podría moverle en absoluto. Había sabido que sería difícil, pero no se había dado cuenta de que estaría casi más allá de sus capacidades físicas. Ella era fuerte y sana, y su vida dependía de ella. ¡Seguramente podría subirle a rastras a su casa, aunque tuviera que hacerlo centímetro a centímetro!

Eso fue casi lo que tuvo que hacer. Aun cuando se las ingenió para sacarle de la playa, aunque las agujas de pino eran resbaladizas y la colcha se deslizó sobre ellas más fácilmente, el camino era cuesta arriba. La pendiente no era pronunciada, y normalmente la recorría caminando fácilmente, pero igual podía haber sido una pared vertical por el esfuerzo que le supuso arrastrar a un hombre de cien kilos hacia arriba. No podría seguir avanzando de esa forma por mucha más distancia. Se tropezó y se tambaleó, cayendo de rodillas varias veces. Sus pulmones bombeaban y resoplaban como fuelles, y el cuerpo entero le dolía antes de que hubiera llegado a la mitad de la cuesta. Se detuvo por un momento y se apoyó contra un pino, luchando contra la náusea inevitable del esfuerzo excesivo. Si no hubiera sido por el árbol en el que se apoyaba, no habría sido capaz de estar de pie en ningún modo, porque las piernas y los brazos le temblaban salvajemente.

Un búho ululó en algún lugar a corta distancia, y los grillos chirriaron impertérritos. Los acontecimientos de la noche no significaban nada para ellos. Joe no había dejado su lado, y cada vez que ella se detenía a descansar él se apretujaba contra sus piernas, lo que era completamente extraño en él. Pero se apretaba contra ella en busca de protección. Más bien, parecía que la estaba protegiendo, poniéndose entre ella y el hombre. Rachel inspiró profundamente e hizo acopio de fuerzas para realizar otro esfuerzo, palmeando a Joe y diciendo:

– Buen chico, buen muchacho.

Se agachó para sujetar la colcha otra vez, y Joe hizo algo extraordinario. Cogió el borde del edredón entre sus dientes y gruñó. Rachel clavó los ojos en él, preguntándose si lo había agarrado para impedirle arrastrarlo más lejos. Cautelosamente afirmó sus piernas temblorosas, luego se reclinó y tiró con cada gramo de fuerza quedaba en ella. Dejando de gruñir, Joe reforzó sus piernas y tiró también, y con su fuerza sumada a la de ella, la colcha se deslizó hacia adelante varios metros.

Rachel se detuvo asombrada, clavando los ojos en el perro.

– Buen muchacho- dijo otra vez. -¡Buen muchacho!

¿Había sido una acción fortuita, o lo haría de nuevo? Era un perro grande y fuerte. Honey Mayfield creía que pesaba casi cuarenta kilos. Si podía persuadirle para que la ayudase a tirar con ella, podría tener al hombre en lo alto de la cuesta inmediatamente.

– Bien- susurró, agarrando mejor la colcha-. Veamos si lo haces una vez más. Tiró, y Joe tiró con un gruñido instantáneo y bajo retumbando en su garganta, como si desaprobase lo que ella lo hacía, pero resuelto a ayudarla si estaba decidida a hacerlo.

Fue mucho más fácil con ayuda del perro, y pronto estaban fuera del matorral del pino, con sólo la carretera de tierra y el pequeño patio de por medio para alcanzar la casa. Rachel se enderezó y clavó los ojos en la casa, preguntándose cómo le arrastraría por los dobles escalones del porche. Bien, le había traído hasta aquí. Le metería en la casa, de una u otra manera. Doblándose, empezó a tirar fuertemente otra vez.

No había emitido ningún sonido desde el gemido en la playa, ni siquiera cuando le arrastraron sobre raíces expuestas o rocas sueltas en la carretera de tierra. Rachel dejó la colcha caer y se agachó sobre él otra vez, en cuclillas en la hierba fresca y húmeda a su lado. Todavía respiraba. Después de lo que le había hecho pasar, no creía que pudiera pedir más. Clavó los ojos en los dos escalones otra vez, frunciendo el ceño. Necesitaba una cinta transportadora subir esos peldaños. Una sensación creciente de urgencia la carcomía. No sólo necesita atención médica con urgencia, sino que cuanto antes le escondiera dentro, mejor. Estaba aislada en Bahía Diamond, por lo que las visitas casuales no eran habituales, así que si alguien viniera buscando al hombre no sería una visita casual. Hasta que él estuviera consciente, hasta que ella supiera más acerca de lo que estaba ocurriendo, tenía que esconderle.

La única forma que tenía de conseguir subirle era cogerle bajo los brazos y tirar de él hacia arriba, igual que le había sacado del mar. Joe no podría ayudar ahora. Tenía que levantar la cabeza del hombre, los hombros y el pecho, la parte más pesada de su cuerpo.

Había recuperado el aliento, y sentándose allí en la hierba no iba a conseguir nada. Pero estaba tan cansada, los brazos y las piernas le pesaban como plomo. Estaban torpes, y se tambaleó un poco cuando se puso de pie. Delicadamente envolvió la colcha alrededor del hombre, luego se colocó detrás de él y deslizó sus manos bajo sus axilas. Haciendo un gran esfuerzo, le levantó hasta dejarle medio sentado, luego rápidamente le sostuvo con las piernas. Él comenzó a caerse, y con un grito Rachel le agarró alrededor del pecho, abrazándole estrechamente y uniendo sus manos por delante de su pecho. Su cabeza cayó adelante, tan débil como un recién nacido. Joe se inquietó en su lado, gruñendo porque no podía encontrar un lugar para agarrar la colcha.

– Está bien- jadeó-. Tengo que hacerlo yo sola ahora.

Se preguntó si hablaba con el perro o el hombre. Uno u otro era ridículo, pero ambos parecían importantes.

Los peldaños estaban a su espalda. Manteniéndose de pie y con las manos fuertemente apretadas alrededor del pecho del hombre, Rachel se tiró hacia atrás. Su trasero aterrizó en el primer peldaño con un ruido sordo, y el borde del peldaño superior le dejó una tira en carne viva en la espalda, pero había logrado levantar al hombre uno poco. El dolor caliente le abrasó la espalda y las piernas por la tensión que ponía en sus músculos.

– Oh, Dios mío- susurró-, no puedo derrumbarme ahora. Dentro de poco descansaré, pero no ahora.

Haciendo rechinar sus dientes, se puso de pie otra vez, usando los músculos más fuertes de sus muslos en vez los músculos de la parte de atrás de sus piernas que eran más débiles. Otra vez se abalanzó hacia arriba y atrás, empujando con las piernas, arrastrando al hombre hacia arriba con ella. Estaba sentada sobre el último peldaño ahora, y las lágrimas de dolor y esfuerzo picaban en sus ojos. El torso del hombre estaba en las escaleras, sus piernas todavía fuera en el patio, pero si podía colocar la parte superior de su cuerpo en el porche el resto sería fácil. Tenía que hacer la misma maniobra muy dolorosa una vez más.

No supo cómo lo hizo, dónde encontró la fuerza. Se encogió, se abalanzó, empujó. Repentinamente se desequilibró y cayó pesadamente hacia atrás en el porche de madera, el hombre descansando sobre sus piernas. Atontada, yació allí por un momento, mirando fijamente hacia arriba a la luz amarilla del porche con los diminutos insectos abarrotándose alrededor de ella. Pudo sentir su corazón golpeando salvajemente contra las costillas, oyó los sollozos jadeantes que hacía mientras trataba de llevar suficiente oxígeno a sus pulmones para satisfacer la demanda de sus extenuados músculos. Su peso aplastaba sus piernas. Pero si ella yacía completamente estirada en el porche, y él yacía sobre sus piernas, eso quería decir lo había conseguido. ¡Había logrado subirle!