Arriesgando los pocos segundos que le quedaban antes de que Emily fuera a buscarlo, salió del dormitorio. Y, como era un estúpido, posó la mano en el pomo de la puerta de Rachel y lo giró. Empujó la puerta. La cama estaba cubierta de almohadones y mantas y había un pequeño bulto inmóvil en medio de todas ellas.

Se acercó. No se veía a Rachel por ninguna parte, así que apartó las sábanas de su rostro.

Rachel se había cubierto la cabeza con un pañuelo y tenía el ceño fruncido. Pero tras un ligero movimiento, volvió a relajarse, sumida como estaba en el sueño más profundo.

Quizá no estuviera al borde de la muerte, como Emily le había hecho creer, pero sufría muchos dolores. Todas aquellas dolorosas heridas la hacían parecer muy vulnerable, algo que le resultaba especialmente duro, porque Rachel jamás había sido una mujer frágil. Era, de hecho, un pilar de fuerza. Una mujer llena de valor y orgullo, sorprendentemente inteligente y extraordinariamente bella. Pero nunca había sido una mujer frágil.

Dejando escapar una suave exhalación, Rachel giró sobre su lado bueno, esbozó una mueca de dolor y volvió a quedarse quieta. Sus cremosos hombros quedaban al descubierto gracias a los tirantes de aquel pijama asombrosamente erótico que le había puesto el día anterior.

Ben dejó escapar una bocanada de aire. Mientras la desnudaba y deslizaba las manos por todo su cuerpo no se había permitido pensar. Pero lo estaba haciendo en aquel momento. Rachel era devastadoramente bella a los diecisiete años. Pero a los treinta, su belleza se había intensificado. Continuaba teniendo aquella marca de nacimiento en la parte interior del muslo. Él adoraba aquella marca, le encantaba posar en ella los labios y…

Y aquellos pensamientos sólo iban a servir para causarle problemas. Como si no tuviera suficientes.

Le dirigió una última mirada, sintiéndose como si él fuera un sediento y Rachel un enorme vaso de agua.

En otro tiempo, se había avergonzado de necesitar tanto a una mujer que se enorgullecía de no necesitar nunca a nadie.

Y que, sin embargo, continuaba necesitándolo aunque ella no lo supiera.

Rachel dejó escapar un pequeño murmullo, casi un gemido, que le desgarró el corazón.

– No pasa nada -susurró Ben y posó la mano en su hombro.

Rachel siempre había tenido la piel suave, dulce y cremosa y en eso no había cambiado tampoco.

– Duerme.

Bajo su mano, la respuesta de Rachel fue gratificantemente inmediata. Se relajó. Sólo porque él había hablado.

La curva de su seno presionaba el borde de su camisola y Ben tuvo que obligarse a apartar la mano y metérsela en el bolsillo. Sintiéndose como un pervertido por desear tocarla, la arropó y se recordó a sí mismo los motivos por los que estaba en South Village.

Dio media vuelta y vio la correspondencia que se apilaba encima de la cómoda. Durante la cena de bienvenida del día anterior, justo en ese mismo dormitorio, Ben había conocido a Garret, el vecino de Rachel. Al parecer, siempre les llevaba el correo. Ben se había preguntado sombrío qué más podía querer llevarle a Rachel, pero había decidido que era una tontería darle tanta importancia.

Se dispuso a salir de la habitación, pero se detuvo bruscamente al ver el borde de un sobre que asomaba entre todas las cartas. La visión de aquel papel de color verde olivo le cortó la respiración. Tras dirigirle a Rachel una rápida mirada, sacó el sobre del montón.

Iba dirigido a él, con aquella letra que estaba comenzando a reconocer demasiado bien. El remite decía únicamente: Asada, Sudamérica, y había sido matasellado pocos días atrás.

Otra carta. Con el sobre abrasándole los dedos, salió al pasillo, lo abrió y leyó la carta:

Ben:

¿Todavía estás preocupado?

Estupendo, porque ni siquiera hemos…

– Has tardado cinco minutos -musitó Emily cuando Ben bajó por fin por la escalera.

Estaba sentada en el vestíbulo, con las piernas cruzadas y un larguísimo cable de teléfono entre su portátil y la conexión telefónica que, según Rachel, utilizaba para hablar con sus únicos amigos, amigos cibernéticos, por cierto. Desenchufó la conexión y se levantó.

– La próxima vez baja por la barra, es más rápido.

Ben había dedicado un minuto más en llamar a su contacto del FBI.

– De acuerdo.

– ¿Estás listo?

– Sí -contestó Ben, forzando una sonrisa.

Salieron. Ben revisó concienzudamente la cerradura de la puerta y cerró mirando a su alrededor con ojos de halcón. Había un hombre haciendo deporte, un repartidor de periódicos y una mujer patinando. Nada extraordinario en South Village, pero la necesidad de abrazar a Emily y llevársela a cualquier otro lugar en el que pudiera estar segura durante el resto de su vida era muy fuerte.

Y también estaba Rachel. Lo que sentía al tener que protegerla era mucho más complicado. En una ocasión, Rachel le había dado la espalda. Y, sin embargo, él se sentía incapaz de hacer lo mismo.

Garret estaba sentado en los escalones de su porche, bebiendo un café y leyendo el periódico. Era un hombre alto, musculoso y tenía aspecto de ser capaz de derribar a cualquiera que se le pusiera por delante. Ben suspiró con resignación.

– ¿Vas a estar un rato por aquí?

– Sí -contestó Garret, mirándolo por encima del borde del periódico.

– ¿Podrías estar pendiente de ella durante unos minutos? -señaló hacia la puerta.

Garret miró hacia la casa y después miró de nuevo hacia Ben.

– ¿Crees que puede surgir algún problema?

– Yo siempre espero problemas.

– En ese caso, me quedaré vigilando.

Aunque todavía era primavera, estaban en el sur de California, lo que quería decir que había dos estaciones: la caliente y la más caliente. Incluso a aquella hora, Ben podía predecir que para las doce el día iba a ser un infierno.

Su hija lo condujo hacia la cafetería. Durante el trayecto, se cruzaron con una sorprendente cantidad de personas para ser las seis de la madrugada.

– Son los más madrugadores -anunció Emily alegremente-. ¿Sabías que los fines de semana pasan por aquí cerca de veinte mil personas?

De las que, si por él fuera, sobrarían diecinueve mil novecientas noventa y nueve.

Pasaron por delante de una heladería, que también estaba abierta.

– ¿No te encanta estar aquí? -le preguntó Emily-. Puedes comprar helado a cualquier hora del día.

¿Que si le encantaba? Lo que le encantaría sería estar a cinco mil kilómetros de distancia. Él no pertenecía a aquel lugar y toda aquella tensión le hacía sentirse triste. Vacío.

Pero en cuanto reconoció la felicidad y la expectación en la mirada de su hija, decidió abandonar aquel sentimiento.

Por lo menos de momento, no iba a poder ir a ninguna parte.

– Es aquí.

Al doblar la esquina, Emily señaló la puerta de una cafetería de la que emanaban olores gloriosos que resucitaron el estómago de Ben. Las mesas eran de hierro forjado y estaban tan pegadas las unas a las otras que Ben podía atrapar fragmentos de todas las conversaciones. Ben se sentó en una de las mesas y abrió la carta, en la que figuraban más opciones de cafés que de comida.

– Cuando llegue el verano -le dijo Emily, colocando cuidadosamente aquel portátil del que nunca se separaba-, le voy a pedir al dueño que me deje trabajar aquí.

– Cuando se tienen doce años, el verano no es para trabajar.

– ¿Entonces para qué es?

– ¿Para salir con los amigos, quizá?

Los ojos de Emily perdieron parte de su luz.

– Preferiría trabajar.

Ben recordaba que su preadolescencia también había sido muy difícil, pero Emily procedía de un mundo completamente diferente.

– ¿Qué problema tienes con los amigos?

– Ninguno.

– Em.

– Los otros niños son muy raros.

– ¿Raros en qué sentido?

– Las chicas están interesadas por los chicos y a los chicos sólo les interesan sus monopatines.

– Bueno, entonces las cosas no han cambiado mucho.

Emily levantó la carta para ocultar su rostro.

– Tengo hambre.

De acuerdo. Ben se inclinó hacia delante y le apartó la carta con un dedo.

– Sólo déjame decirte una cosa.

– ¿Tienes que hacerlo?

– Soy tu padre, sí.

Con un dramático suspiro, Emily dejó la carta sobre la mesa y lo miró con recelo.

– Preocuparme por ti es algo inseparable del hecho de ser tu padre. No puedo evitarlo.

– ¿Y quieres evitarlo?

– ¿Qué quieres decir?

Emily lo miró con los ojos entrecerrados.

– ¿Preferirías no tener que preocuparte en absoluto?

¿Cómo había podido olvidar lo inteligente que era su hija?

– No, no quiero evitarlo, Emily -le tomó la mano al verla desviar la mirada-. Quiero ser tu padre. Me encanta serlo.

– ¿Estás seguro?

– Completamente seguro.

Emily sonrió de oreja a oreja. Ben le devolvió la sonrisa.

– Entonces…

– Entonces, estoy bien.

– ¿Me lo prometes?

– Te lo prometo.

Pidieron comida suficiente para mantener las arterias bloqueadas durante un mes y Ben se pasó todo el desayuno esperando reconocer a Asada o a cualquiera de sus hombres en cualquier rostro.

Y lo odiaba. Odiaba la sensación de impotencia, de vulnerabilidad.

Después del desayuno, regresaron paseando a la casa.

– Vamos por aquí -dijo Emily, señalando un callejón.

En el mundo de Ben, un callejón era una trampa mortal.

– Prefiero que rodeemos el edificio y…

– ¿Has oído eso? Oh, mira…

Antes de que pudiera detenerla, Emily se adentró en el callejón, dejó el ordenador en el suelo y se levantó con algo en brazos.

Cuando llegó Ben a su lado, la niña estaba saltando con aquel pequeño bulto todavía entre sus brazos.

– ¿Podemos quedárnoslo? ¿Podemos quedárnoslo?

El «lo» en cuestión era el cachorro más pequeño y más feo que había sobre la faz de la tierra.

– Es un perro callejero, no tiene collar. Oh, mira, está hambriento -Emily miró a su padre-. Es huérfano, papá.

Y un infierno.

– No.

– Pero no podemos dejarlo aquí.

– Claro que podemos. Déjalo en el suelo y nos vamos.

Emily lo miró con desaprobación.

– Mamá dice que eres un héroe, que salvas a la gente. ¿Cómo puedes decir algo así?

¿Rachel había dicho que era un héroe?

– Em, no podemos llevar un perro a casa.

– Pero yo siempre he querido tener un perro, siempre. Estoy tan sola…

– Em…

– Mira, papá, ¿no es precioso? Tenemos que llevárnoslo a casa y darle de comer.

El cachorro, sintiendo su victoria, pareció animarse.

– Por favor, papá…

– Pero tu madre…

– Pensábamos tener un perro, te lo prometo. Justo antes del accidente de mamá habíamos decidido ir a rescatar a uno de los perros de la perrera, pero yo he encontrado antes a éste.

El cachorro le lamió la mejilla.

– Y, mira, tiene las orejas más oscuras que el resto de su cuerpo. Es tan bonito… Lo llamaremos Parches.

Parches suspiró encantado y expuso su vientre para que lo acariciaran.

Ben suspiró y se descubrió a sí mismo frotando aquella suave barriguita.

– Sólo hay un problema, Emily: Parches no es un chico.

Capítulo 7

Diecisiete años y embarazada. Su padre la mataría. Su madre, su madre se bebería un vaso de vodka y después se echaría a llorar.

Melanie la cuidaría. La envolvería en un enorme abrazo y después se ofrecería a llevarla a la misma clínica a la que Rachel la había acompañado en dos ocasiones.

Pero Rachel no quería considerar siquiera aquella posibilidad. Aunque la alternativa, tener un hijo… ¿cómo iba a hacerlo? Todo lo que ella iba a ser, todo lo que esperaba de sí misma, dependía de lo que hiciera durante los próximos años. Ella quería tener una profesión, quería seguridad, estabilidad. Pero, sobre todo, quería tener un hogar, un hogar estable en South Village.

Y no quería volver a depender nunca de nadie.

Sin embargo, de pronto había aparecido alguien en su vida que dependía completamente de ella. Pero qué podía saber ella de bebés, se preguntó medio histérica. Los bebés necesitaban calor, cuidados y un cariño incondicional. Y ella ni siquiera estaba segura de saber lo que aquellas palabras significaban.

Ben le habría dado todas esas cosas. Pero también quería arrastrarla por todos los rincones del planeta, sin llegar a establecerse nunca.

Aquella noche, al mirarlo a los ojos, Rachel había visto el amor que sentía hacia ella y había estado a punto de ceder. Pero, por irónico que pareciera, había sido la enormidad de lo que Ben sentía por ella lo que la había hecho retroceder.

De modo que había cedido al miedo y le había pedido que se marchara.