– Tía Mel, tengo que colgar si no quiero llegar tarde al colegio -dijo rápidamente-. Pero de verdad, las cosas van…
– ¿Estupendamente?
– Sí, así que quédate donde estás y ya sabes, disfruta de la vida.
Parches volvió a ladrar por segunda vez.
– ¿Qué ha sido eso? -preguntó Mel.
– Nada. El autobús del colegio. ¡Tengo que irme!
Capítulo 8
Rachel no consiguió vestirse aquel día. Cuando por fin abandonaron todos su dormitorio, regresó a la cama, derrotada y deprimida hasta el agotamiento. Se quedó dormida y volvieron a perseguirla en sueños unos brazos fuertes y adorables y unos ojos del color del whisky que la veían, que realmente la veían y, por alguna suerte de milagro, la amaban. Pero su propia debilidad y su miedo le impedían devolver ese amor.
Despertó de nuevo y permaneció tumbada, con la mirada fija en el techo. El estómago le sonaba y habría jurado que acababa de oír el ladrido de un perro. Pero, seguramente, aquel ladrido todavía formaba parte del sueño. Se dijo a sí misma que no habían sido ni la debilidad ni el miedo los que los habían destrozado a ella y a Ben hacía ya tanto, tanto tiempo, sino los fríos y duros hechos.
Ben tenía que marcharse, y ella tenía que quedarse.
Así de sencillo.
En aquel momento se abrió la puerta del dormitorio y entró Ben con una bandeja en la que llevaba una tortilla francesa y unas tostadas con mantequilla. La ayudó a sentarse, dejó la bandeja en su regazo, acercó la silla que había en una esquina de la habitación y se sentó a horcajadas en ella.
– Come. Más tarde tenemos una cita con el fisioterapeuta, así que tienes que reunir fuerzas.
Como si le resultara fácil comer estando él allí delante.
– En realidad no tengo hambre -el rugido de sus tripas sonó en toda la habitación.
– Sí, claro, no tienes hambre. Come, Rachel, no pienso marcharme hasta que hayas comido.
Con ese incentivo, Rachel se dispuso a devorar la bandeja entera.
– ¿Te encuentras mejor?
– Si digo que sí, ¿te irás en el próximo avión?
– Probablemente no -contestó Ben con una sonrisa.
Rachel no pudo evitar devolvérsela.
Al atardecer, Emily entró en la habitación con otra bandeja en la que llevaba una humeante sopa y una nueva ración de tostadas. Tras ella permanecía Ben con expresión solemne y, si no lo conociera bien, Rachel habría dicho que casi insegura. No había vuelto a hablar con él desde que, tras la sesión de fisioterapia, la había llevado de vuelta a la habitación, la había dejado en la cama y le había dado un delicado beso en los labios.
Rachel había prolongado ligeramente aquel contacto y después, sorprendida por su actitud, había vuelto la cabeza y se había hecho la dormida.
– Mamá, papá me ha enseñado a hacer sopa -resplandecía mientras aspiraba con orgullo el aroma de la sopa-. Está de rechupete. Huele mejor que esas latas que siempre usas. Eh, cuando te recuperes papá podría enseñarte a cocinar.
Rachel miró a Ben, que tuvo la sensatez de no sonreír.
– ¿Quieres que te haga compañía? -sin esperar respuesta, Emily dejó la bandeja en el regazo de Rachel y se sentó en la cama.
Era la primera vez que Rachel la veía sin el ordenador pegado como un apéndice a su brazo.
– Vamos, papá -dijo Emily, palmeando la cama-, siéntate.
Ben sacudió la cabeza.
– No, yo…
– ¡Papá! Mamá odia comer sola. Vamos, siéntate a mi lado. A ella no le importará, ¿verdad, mamá?
Ben la miró mientras se acercaba y se sentaba en la cama muy lentamente, teniendo mucho cuidad de no moverla.
Y lo único que Rachel fue capaz de pensar, estúpidamente, fue que estaban en la misma cama.
– Ahora ya sé hacer hamburguesas y sopa -anunció Emily y frunció el ceño-. Papá, ¿qué más puedes enseñarme a cocinar? ¿Sabes hacer pizza?
Ben arqueó una ceja.
– Bueno, podríamos hablar de eso en cuanto le hables a tu madre de Parches…
– ¡Oh, espera! -Emily lo interrumpió e inclinó la cabeza-. Sí, está sonando mi ordenador. Lo siento, tengo que irme.
– Yo no lo he oído -dijo Rachel, pero Emily había salido corriendo como un tornado.
Rachel fijó la mirada en la sopa.
– Gracias -estando Ben tan cerca, tenía que luchar contra la ridícula necesidad de meterse entre las sábanas y esconder la cabeza.
– No me lo agradezcas hasta que hayas comido -metió la cuchara en el cuenco de sopa y se la tendió.
– Puedo comer yo sola.
Ben se limitó a empujar suavemente la cuchara y un delicioso caldo se deslizó en su interior. Esperó a que Rachel hubiera tragado.
– ¿Y bien?
– Asombrosa -admitió Rachel, Ben sonrió y le dio una nueva cucharada.
– De verdad, puedo hacerlo yo.
– Rach, todavía estás agotada.
Rachel desvió la mirada, pero Ben le tomó la barbilla con delicadeza y la hizo volverse hacia él.
– ¿Tan terrible es que tenga que ayudarte?
Dios, tenía unos ojos tan profundos.
– No -susurró-. Veo que sigues siendo un gran cocinero -comentó al cabo de unos segundos.
– Sí, bueno, cuando creces teniendo que arreglártelas tú solo, o pasas hambre o aprendes rápido.
Rachel sintió que el caldo se le atragantaba. Habían bastado aquellas palabras para evocar una imagen que le desgarraba el corazón; la de un niño hambriento. ¿Cuántas veces había sospechado Rachel que aquel hogar adoptivo no era un buen lugar para Ben? Pero a pesar de sus preguntas, él nunca había querido hablar sobre ello.
– ¿Rach?
Rachel sacudió bruscamente la cabeza al ser consciente de que había estado a punto de dormirse delante de él.
– Lo siento.
– Eh, estás cansada, es normal -retiró la bandeja y la ayudó a ir al baño, donde ella se lavó los dientes y se preparó para irse a la cama.
Después, se quedó dormida con la imagen de Ben en la mente. En medio de la noche, se despertó de nuevo con el cuerpo dolorido y el corazón pesado y alargó la mano hacia el interruptor que Emily había insistido en colocar en la cama, un interruptor que había considerado estúpido hasta aquel momento, cuando no tenía fuerzas para hacer nada.
Se quedó mirando la libreta que tenía al lado de la cama y que normalmente utilizaba para apuntar ideas para su tira cómica cuando no podía dormir. Pero una tira que le parecía tan importante antes del accidente, de pronto se le antojaba… frívola. Como un puñado de dibujos estúpidos al lado de lo que estaba haciendo otra mucha gente para ayudar a los demás.
Como Ben.
– ¿Rach?
Hablando del rey de Roma. Ben, que estaba en el marco de la puerta, se adentró en la habitación, dejándose bañar por el resplandor dorado de la lámpara de noche.
– ¿Estás bien? -le preguntó.
– Defíneme «bien».
– ¿Necesitas que te ayude a ir al cuarto de baño?
Estaba tan intenso, tan serio. ¿De verdad tenía tan mal aspecto? Sí, decidió Rachel, probablemente sí.
– Estoy bien, de verdad. Simplemente, no puedo dormir -admitió-. Y tampoco puedo dibujar.
– Oh -Ben se rascó el pecho y miró a su alrededor sin saber cómo ayudarla con un problema tan poco tangible.
– No te preocupes -dijo Rachel secamente-, no voy a pedirte que te pongas a cantar y a bailar para devolverme el sueño.
– Podría leerte un cuento -le ofreció Ben con una sonrisa.
– Me limitaré a leerlo yo misma.
– ¿Estás segura?
Rachel no estaba segura de nada, pero necesitaba que saliera cuanto antes de su habitación.
– Claro que sí, puedes marcharte.
– Rach, ya sabes que todavía no puedo…
– Me refería a que salieras de la habitación -pero le gustaba saber que él tenía incluso más ganas que ella de abandonar aquella casa.
Ben asintió ligeramente y dio media vuelta.
– ¿Ben?
Ben tensó los hombros, haciendo a Rachel consciente de que ella no era la única que estaba nerviosa aquella noche.
– Gracias -susurró, y esperó a quedarse sola de nuevo antes de tomar la novela romántica que le había regalado una de las enfermeras del hospital.
Cuando se despertó a la mañana siguiente, descubrió a Ben a los pies de la cama, con las manos en los bolsillos de los vaqueros y una camiseta azul que le hacía parecer al mismo tiempo duro y sexy, una imagen realzada por el pendiente de plata que brillaba en su oreja.
Su pirata, pensó Rachel con unas ganas ridículas de reír y bajando la mirada hacia la novela que descansaba en su pecho.
Ben se acercó a ella y tomó el libro, que estaba abierto por una escena tan tórrida que la noche anterior había empañado las gafas de Rachel. Ben leyó unas cuantas líneas en silencio y arqueó significativamente las cejas.
– ¿Palpitante masculinidad? Caramba.
– ¿Estás aquí por alguna razón?
– Sí -Ben dejó el libro a un lado y respiró lentamente-. ¿Necesitas que te ayude a levantarte?
– No, lo haré yo.
– Déjame por lo menos llevarte al baño.
– He dicho que lo haré yo. Por favor, vete…
Ben apretó la mandíbula.
– Creo que ya ha quedado claro que no voy a marcharme.
Pero se había ido en otra ocasión. Y, maldito fuera, Rachel sentía la loca y juvenil urgencia de castigarlo por ello y de hacer que deseara volver a marcharse una vez más. Pero si algo sabía Rachel de Ben era que debía de tratarse del hombre más cabezota del planeta. Había prometido quedarse, por lo menos temporalmente, y no iba a incumplir su promesa.
En vez de marcharse, Ben la destapó y la levantó de la cama.
– ¿Vamos primero al baño? -le preguntó con calma, como si aquel fuera el ritual de cada día-. ¿Quieres que te lave con la esponja?
Tenía un brazo bajo su espalda y apoyaba los dedos justo debajo de su seno. El otro brazo lo tenía bajo sus piernas.
¿Sabría acaso que no llevaba nada debajo del pijama?
– Sí, pero…
– Déjame imaginar. Puedes hacerlo tú sola -entró en el baño, la dejó sobre una silla y se volvió hacia la bañera-. Quédate ahí.
¿Acaso tenía otra opción? Rachel se preguntó por qué demonios habría pensado que lo de la enfermera era una mala idea.
– Toma.
Allí estaba Ben otra vez, en cuclillas y delante de ella. Tenía una bolsa de plástico en la mano y antes de que Rachel hubiera podido darse cuenta de lo que pretendía, le abrió completamente la bata.
– Eh…
– Me darás las gracias en cuanto estés en el agua, confía en mí -y sin desviar la mirada de su tarea, le colocó una bolsa en la escayola de la pierna izquierda y la aseguró con un trozo de cinta adhesiva. Se inclinó hacia adelante y utilizó sus propios dientes para cortar la cinta.
Rachel fijó la mirada en la cabeza de Ben, en aquel momento entre sus piernas, sintiendo el roce de sus muslos, y no sabía si abrir las piernas todavía más o darle una patada.
Darle una patada, decidió. Con una exclamación de sorpresa, Ben cayó de rodillas y puso los brazos en las caderas.
– ¿Te encuentras mejor? -le preguntó Ben.
– Eh, sí -admitió-, lo siento.
– No, no lo sientes -le quitó delicadamente una de las mangas de la bata y repitió la operación.
A su alrededor, con el agua caliente de la bañera, el cuarto de baño se estaba llenando de vapor.
– Entonces -dijo Ben con una sonrisa-, ¿cómo quieres que hagamos esto, de la forma más fácil o de la más difícil?
Rachel se aferró a su bata.
– A partir de ahora puedo arreglármelas sola.
– Entonces de la más difícil -musitó Ben-, genial.
Le tendió la esponja que colgaba de la ducha y se colocó de espaldas a ella.
Rachel miró aquel burbujeante baño y la esponja que tenía en la mano. Hundirla en la bañera y frotarse el cuerpo le parecía la gloria. Pero…
– No puedo hacerlo si tú estás delante.
– Tengo los ojos cerrados.
– Sí, pero…
– Pero nada, Rachel, ¿quieres lavarte o no?
Rachel miró el vapor que ascendía desde la bañera. ¿Quería lavarse? Lo deseaba más que respirar.
– Sí.
– Entonces, hazlo. Estás temblando como una hoja en el primer día de otoño. Y no, no me voy a ir, porque quiero asegurarme de que no te caigas.
– Entonces cierra los ojos -consiguió incorporarse lo suficiente como para quitarse la bata y dejarla caer a sus pies y fue a sentarse al borde de la bañera.
Pero se sentía terriblemente torpe y dejando caer demasiada presión en las costillas y en la pelvis.
– ¿Y ahora qué pasa? -Ben estaba de espaldas a ella, con los ojos todavía cerrados. Rachel lo sabía porque veía su reflejo en el espejo.
– Nada -contestó Rachel, y deseó llorar. Maldita fuera, ¡un mes atrás estaba en perfectas condiciones físicas!-. Ben…
Ben giró tan rápido que Rachel se mareó al verlo. Como si lo hubiera adivinado, Ben la agarró con firmeza. La vergüenza, el enfado, fueron seguidos de un bombardeo de sensaciones. ¿Por qué tenía que gustarle tanto sentir las manos de aquel hombre sobre su cuerpo?
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