En aquel momento, Ben estaba soportando completamente el peso de su cuerpo desnudo. Rachel sentía que el rostro le ardía, sentía que la garganta le ardía… que el cuerpo entero le ardía.

Ben deslizaba el brazo por su espalda y posaba la otra mano en su mejilla.

– Ben.

Rachel alzó el rostro y descubrió que su boca estaba a sólo unos milímetros de la de Ben. Pero no fue su proximidad la que la dejó sin aliento. Fue su mirada. Oscura, intensamente especulativa y tan ardiente que Rachel habría sido incapaz de meter una gota de aire en sus pulmones aunque de ello hubiera dependido su vida.

– Puedes… soltarme ya.

– Sí -Rachel habría jurado que tensó su abrazo antes de soltarla lentamente para sentarla en la silla del cuarto de baño-. ¿Estás bien?

No, no estaba bien.

– Sí, estoy bien -contestó entre dientes, porque su cuerpo había reaccionado sin su permiso.

Sus pezones eran dos tensos botones y sus piernas parecían de gelatina, por no mencionar lo que estaba ocurriendo entre ellas. Un estremecimiento recorrió su cuerpo cuando sintió el aliento de Ben en el cuello. De su garganta escapó un gemido de inconfundible deseo.

Lejos de dejarse impactar, Ben mordisqueó el lugar exacto sobre el que Rachel había sentido su aliento y continuó mordisqueándole el cuello y el hombro hasta hacerle sentir que se le estaban licuando los huesos.

– ¿Debería cerrar los ojos otra vez, Rachel?

– ¡Sí!

Pero Ben no lo hizo. De hecho, mantenía los ojos completamente abiertos mientras los deslizaba por todo su cuerpo. Alzó la mano desde la cadera de Rachel hasta su cintura y subió después un poco más, deslizando el pulgar una y otra vez por el lateral de su seno.

– He visto antes todo esto.

– Hace mucho tiempo -Rachel se sentía como un merengue derritiéndose bajo una llama-. Cierra los ojos.

– Eres más atractiva ahora que entonces. Y recuerdo que eras increíblemente atractiva.

Rachel cruzó el brazo escayolado sobre su pecho e intentó no pensar en las partes de su cuerpo que Ben podía continuar viendo claramente.

– ¿Y… se supone que eso me tiene que hacer sentir mejor?

– Bueno… -dejó escapar una risa-, a mí mirarte me hace sentirme mejor.

– Cierra los ojos si no quieres averiguar lo dura que puede resultar una escayola sobre tu cabeza.

Ben inclinó la cabeza y la estudió sin dejar de acariciar la parte de sus senos que asomaba por detrás de la escayola.

– Supongo que vas a ignorar el hecho de que cada vez que estamos a menos de un metro de distancia prácticamente entramos en combustión.

Haciendo un gran esfuerzo, Rachel alzó el brazo escayolado a modo de advertencia. Ben fijó la mirada en los senos que había dejado al descubierto.

– Eres masoquista, cariño -la acusó Ben, pero cerró los ojos-, muy bien.

El vapor continuaba ascendiendo desde la bañera, creando un ambiente de especial intimidad. Ben permanecía frente a ella, conteniendo la respiración, con el pelo cayendo sobre su frente, los ojos cerrados y una sonrisa sensual en los labios.

Y Rachel sabía que bastaría una palabra suya, una caricia, para que saltara sin red dispuesto a reiniciar una relación con ella, o al menos, una relación sexual.

Pero ella jamás saltaba sin mirar y mucho menos cuando andaba por medio un hombre que tenía un pie ya en la puerta.

La inquietud la estaba matando. La luz del amanecer se filtraba por la habitación de Rachel mientras ella luchaba con todas sus fuerzas para levantarse de la cama. Alargó la mano hacia la silla de ruedas, y entonces vaciló.

El dolor parecía ir disminuyendo poco a poco y decidió que aquel día intentaría prescindir de aquella triste y odiosa silla de ruedas. Quería caminar, maldita fuera, y decidida a hacer precisamente eso, tomó el bastón que le había dejado el fisioterapeuta el día anterior.

Con mucho cuidado y conteniendo la respiración, se levantó. Temblaba de pies a cabeza, pero era capaz de sostenerse en pie. En medio de aquel silencioso amanecer, fue avanzando lentamente hacia la puerta del dormitorio. Al abrirla, advirtió que el pasillo todavía estaba a oscuras. La única luz procedía del cuarto de baño. Arrastrándose por el pasillo, Rachel llegó hasta ella y miró en el interior. Sobre el mostrador había un cepillo de dientes de color azul.

No era el de Emily. Era el de Ben.

Y era curioso que bastara un pedazo de plástico para provocar sentimientos tan contradictorios. La noche anterior, al saber que le estaba costando dormir, Ben había aparecido en su dormitorio con una baraja de cartas y había estado enseñándole un juego que había aprendido en Nigeria o en algún otro remoto país.

Aquel hombre era especial. Había conseguido hacerla reír. Reír.

Rachel se dirigió a su estudio por primera vez desde el accidente. Normalmente, le bastaba entrar allí para que comenzaran a fluir los jugos de la creatividad, o abrir las ventanas para que asomara a sus labios una sonrisa de puro júbilo al ver las bulliciosas calles de South Village.

Esperó a que parte de aquella alegría llegara. Aunque sólo fuera un poco.

Nada. Lo único que sentía era una dolorosa tensión en el pecho muy cercana al pánico. Y agotamiento por el esfuerzo que había tenido que hacer para llegar hasta allí.

Su caballete estaba preparado, con una hoja de papel en blanco. Había una nota en su libreta: profesores versus administración. Sabía que había escrito ella misma aquellas palabras antes del accidente, y también que significaban que quería tratar aquel tema en su próxima tira. Pero, aunque su vida hubiera dependido de ello, no podía recordarse habiéndolas escrito y, mucho menos, lo que con ellas pretendía decir.

Pero no importaba. Al fin y al cabo, sólo se trataba de una tira cómica.

La impotencia y la inutilidad se habían convertido en viejas amigas desde aquel día, y volvieron a aparecer. De pronto, Rachel deseaba hacer algo diferente, algo nuevo… algo importante. Pensó en el trabajo de Ben y en todas las personas a las que había ayudado. La frustración la ahogaba.

Se tambaleó. Los músculos le temblaron violentamente por el esfuerzo que estaba haciendo para mantenerse en pie y la obligaron a sentarse en su adorada silla. Se colocó varios cojines a ambos lados, negándose a ceder a la frustración. Todavía no tenía muy claro cómo iba a poder regresar a su dormitorio sin pedir ayuda, pero pretendía hacerlo.

De momento, se quedaría donde estaba.

Miró alrededor de aquella habitación que en otro tiempo había sido su favorita y luchó contra las lágrimas, preguntándose cómo era posible que su vida se hubiera convertido en una prisión. Ya nada era igual. Ni su trabajo, ni Emily, que ya no parecía necesitarla, ni la casa, ni nada de aquello con lo que había contado como algo permanente en su vida.

Y mucho menos con la presencia de Ben. Una presencia que en el fondo debería agradecer porque sabía lo mucho que le costaba permanecer allí encerrado. Pero, precisamente por Ben, su relación con Emily había cambiado. Rachel había observado cómo su hija se había vuelto hacia Ben en busca de consuelo y amor. Y la pérdida de su anterior cercanía dejaba a Rachel en un terreno en el que no se sentía segura. Enterró el rostro entre las manos.

– Rachel.

Rachel alzó la cabeza bruscamente para mirar al único hombre que había conseguido hacer añicos toda su capacidad de control.

– Maldita sea, ya te fuiste en otra ocasión. ¿Por qué no puedes marcharte ahora?

– ¿Vas a empezar otra vez? -se apartó de la puerta y fue hacia ella-. ¿Cómo has llegado hasta aquí?

– Andando.

– ¿De verdad? -parecía sorprendido-. Deberías haberme llamado para que te ayudara. ¿Estás trabajando?

– Sí -señaló con amargura hacia su caballete.

– Rachel…

Ben se interrumpió cuando sonó el teléfono. Como lo tenía justo a su derecha, descolgó el auricular sin pedirle permiso a Rachel.

– ¿Diga? -su rostro se tensó-. Yo pensaba que iba a llamarme al móvil. Sí, ¿saben algo de él? -miró a Rachel mientras escuchaba.

– ¿Quién es? -preguntó Rachel, aunque sólo consiguió ser completamente ignorada-. Ben…

Ben le puso la mano en la boca para silenciarla. Rachel lo fulminó con la mirada.

– Ahora mismo voy -dijo Ben, colgando el teléfono con engañosa tranquilidad mientras el miedo lo devoraba-. Tengo que marcharme.

– ¿Quién era?

– Dile a Em que volveré para la hora del desayuno.

– Ben…

Ya estaba en la puerta, pero soltó un juramento y regresó. Tomó el rostro de Rachel con una delicadeza increíble y le hizo alzarlo hacia él.

– No me pasará nada -le dijo, haciendo una promesa que Rachel no alcanzaba a entender.

– Ben…

– Sss -la besó en los labios-. Volveré.

Sí, claro, ¿pero cómo iba a decirle que era precisamente eso lo que temía?

Rachel se llevó la mano a los labios y lo observó marcharse, preguntándose por qué habría dejado que la besara.

Arrastrada por la curiosidad, Rachel levantó el auricular del teléfono y comprobó el identificador de llamadas. Inidentificable. Rachel alzó la mirada y miró hacia la puerta por la que Ben acababa de desvanecerse. Oyó que se cerraba la puerta de la calle. Y entonces pulsó el botón que le permitía devolver la llamada.

– Agente Brewer -contestaron al otro lado de la línea.

Rachel se quedó mirando el teléfono de hito en hito.

– ¿Diga?

Tras tartamudear una disculpa, Rachel colgó el teléfono y se preguntó qué demonios estaba pasando.

Capítulo 9

Ben fue informado durante la reunión con Brewer de que habían conseguido detener a uno de los cómplices de Asada.

– ¿Y qué ha dicho sobre él? -preguntó Ben.

– Todavía no ha soltado nada. Pero el hecho de que lo hayan detenido en Sudamérica nos indica que Asada todavía está allí. Estoy seguro de que pronto lo encontrarán.

Pero Ben quería algo más que una promesa. Él quería… que todo aquello terminara. No estaba acostumbrado a pasar tanto miedo, y, como rara vez se encontraba personalmente involucrado en ese tipo de situaciones, no sabía cómo enfrentarse a ellas.

Pero aquélla no era una situación cualquiera. Era su vida. La vida de Emily. La vida de Rachel.

– Pronto podría ser demasiado tarde.

El agente Brewer, un hombre que llevaba veinte años de servicio y vivía completamente entregado a su trabajo, asintió.

– Soy consciente de su miedo, pero estamos haciendo todo lo que podemos.

– Si Asada está en Sudamérica, con todos los contactos que tiene puede pasarse toda la vida escondido.

– Es preferible a que esté en los Estados Unidos, detrás de usted.

– Podría tener hombres aquí. Hombres dispuestos a obedecerlo a ciegas.

– Hemos estado revisando las cintas de vídeo del aeropuerto de Los Ángeles grabadas alrededor de la fecha en la que Rachel tuvo el accidente -presionó un mando a distancia y comenzaron a surgir imágenes en un televisor, mostrando a dos hombres saliendo de la terminal de Los Ángeles-. Estamos intentando seguir el rastro de estos dos hombres. Y queríamos que viera su aspecto.

El terror se instaló en el vientre de Ben como una roca. El terror y el sentimiento de culpabilidad. Él era el culpable de todo lo que le había ocurrido a Rachel. Del hospital, el dolor, de sus limitaciones… El peso de la culpa lo devoraba.

Cuando salió de la oficina de Brewer, South Village ya se había abierto a otro próspero día. Habiendo vivido durante tanto tiempo lejos de allí, resultaba duro reconciliar toda aquella evidente riqueza con el mundo que Ben conocía, un mundo en el que el sufrimiento y el hambre eran el pan de cada día.

Inmerso en un atasco, aprovechó para planear parte de su futuro trabajo. Podía escribir algunos artículos que había estado coleccionando para los días de lluvia. Sí, podía dedicarse a ello durante el día. De hecho, tendría que hacerlo si quería conservar la cordura.

– ¿Que vas a establecerte en una casa? -le preguntó el editor de la revista con fingido horror-. ¿Quieres decir que tienes una auténtica dirección?

– Resulta difícil de creer, ¿eh?

– Bueno, eso tendré que verlo. Nos mantendremos en contacto.

Ben se despidió y giró hacia la calle de Rachel. Felizmente ajena al mundo de su padre, Emily estaba sentada en el último escalón de la casa con Parches en el regazo y el portátil en precario equilibrio sobre sus rodillas. Tenía la cabeza inclinada, mientras sus dedos volaban sobre el teclado.

A Ben se le encogió el corazón. ¿Cómo era posible que aquella preciosa y dulce criatura no tuviera otro amigo que su ordenador? La necesidad de esconderla, de protegerla del terrible lobo que era la vida era tan sobrecogedora que, por un instante, Ben sólo fue capaz de mirarla sintiendo un dolor tan intenso que no sabía qué hacer consigo mismo.