Y colgó el teléfono.
– Eh, soy yo -Rachel dejó escapar un tembloroso suspiro-. Mira, no es nada importante, no te preocupes por devolverme la llamada. Yo sólo… Hablaré contigo más tarde.
Se acurrucó bajo las sábanas e intentó quedarse dormida. Al final lo consiguió, pero no antes de que hubiera comenzado a asomar el sol por el horizonte.
Capítulo 11
Querido Ben:
¿Crees que has pagado suficiente? No dejes de vigilar, de esperar. Estoy seguro de que no lo harás.
Durante dos semanas, Ben estuvo trabajando a toda máquina, escribiendo artículos que no había tenido tiempo de redactar con anterioridad, e intentando no perder la cordura.
Cada día que pasaba viendo a Rachel luchando para recuperar su propia vida, para volver a trabajar, para ser una buena madre y además enfrentarse a su presencia, lo mataba. Durante aquel tiempo, los diferentes cuerpos de policía estaban trabajando también a todas horas, intentando encontrar alguna pista que los condujera hasta Asada.
Ben sostenía entre las manos la última carta de Asada. Podía leer su odio a través del papel y sabía que, agobiado o no, tendría que quedarse en South Village durante algún tiempo.
Escribía sus artículos, jugaba al baloncesto y procuraba perderse a sí mismo en aquel organizado caos en el que consistían sus partidos. Y parecía que funcionaba.
Hasta que un día, durante un partido especialmente catártico, se le ocurrió mirar hacia la calle del frente y vio a Rachel observándolo desde la ventana del estudio.
Con el sudor corriendo por su pecho y el corazón palpitante, tuvo la sensación de que el tiempo se detenía. Después, Rachel se volvió, rompiendo así el hechizo, y Ben volvió al ataque. Pero, tras un mes en aquella situación de provisionalidad, casi deseaba que Asada hiciera algún movimiento que le permitiera atraparlo para poder salir de aquel infierno.
Pero Asada no hacía ningún movimiento.
Melanie lo tenía todo. Un buen trabajo, un buen coche y, si ella así lo decidía, una cita cada noche. Y para rematar, el espejo le aseguraba a diario que tenía el mejor cuerpo de treinta y tres años de los alrededores.
Lástima que su jefe fuera un canalla, que los tipos con los que salía no valieran gran cosa y que durante los últimos años hubiera tenido que pagar sus buenos billetes a un cirujano para conservar su belleza.
Ignorando los límites de velocidad, se dirigía hacia South Village por primera vez en un mes, desde que Rachel había salido del hospital.
Y la verdad era que tampoco habría ido aquel día si no hubiera sido por el mensaje que le había dejado Rachel en el contestador un par de semanas atrás. Eran raras las ocasiones en las que su hermana la necesitaba. Y el hecho de que lo hiciera, llenaba un particular vacío que tenía muy dentro de ella.
Debería haber ido antes, pero el último fin de semana había sido la carrera de yates, y el anterior aquel desfile de moda que no se podía perder y, además, cada vez que llamaba, Emily insistía en decirle que todo iba bien. Pero ya iba siendo hora de que se acercara a ver a su hermana, la única persona en el mundo que realmente la aceptaba, por muchas locuras que hiciera.
Aparcar en South Village siempre había sido un desafío y aquel viernes no fue una excepción. Tuvo que pasar por delante de la casa en tres ocasiones hasta encontrar por fin un hueco que no la obligara a tener que caminar en exceso hasta la casa, algo que habría sido imposible dada la altura de los tacones de sus sandalias. El hecho de que Rachel hubiera decidido vivir en una de las zonas más transitadas de todo el estado era algo que nunca había llegado a comprender.
Una vez fuera del coche, se detuvo para echarse el pelo hacia atrás y retocarse el lápiz de labios mirándose en el espejo retrovisor. Y también practicó la sonrisa que esbozaría ante Rachel, una sonrisa que disimulara el enorme impacto que le producía el aspecto de su hermana.
Esa había sido la parte más dura del hospital. Mel no estaba preparada para ver a su hermana pequeña inmóvil en una cama de hospital. Una mujer que no había estado quieta en toda su vida. Pero peor aún habían sido las escayolas, las vendas y esas terribles heridas y cicatrices.
Y, Dios, su gloriosa melena dorada. Mel no había sido capaz de superarlo hasta que Rachel, advirtiendo su desconsuelo, había bromeado diciendo que el pelo siempre le podría crecer.
Mel había estallado en lágrimas al oírla.
En aquel momento, alzó la barbilla, decidida a ser tan valiente como su propia hermana, que era la mujer más valiente que había conocido en toda su vida. Después, fijó la mirada en el hombre que estaba sentado en las escaleras de aquel antiguo parque de bomberos. De todos los seres de la tierra, era el último que esperaba encontrarse allí. Ben Asher llevaba unos pantalones de baloncesto y nada más, mostrando su cuerpo esbelto, musculoso y deliciosamente sudoroso.
Dios, a Mel le encantaban los hombres sudorosos y atléticos y, antes de que hubiera podido hacer nada para impedirlo, el deseo brotó en su interior. Ben Asher era todo lo que le gustaba de un hombre. La suya no era la belleza de un modelo, sino la de un hombre al que no le importaba mancharse las manos. Ben era un rebelde de corazón, un hombre que sabía lo que quería y lo que debía hacer para conseguirlo.
Mel lo había visto al menos una vez al año desde que Rachel y él habían roto. Era ella la que llevaba a Emily con su padre cada vez que él lo pedía, entre otras cosas para poder darse el gusto de verlo.
Pero en el fondo, en lo más profundo de su ser, sabía que Ben había hecho mucho más daño a Rachel del que él mismo era consciente y, a pesar de la actividad de sus hormonas, su lealtad estaba siempre del lado de su hermana. De modo que sí, disfrutaba mirando a aquel hombre, ¿quién no lo haría? Y quizá, para sentirse mejor al respecto, solía mentirle a Rachel cuando hablaban de él, diciéndole que se había convertido en un mujeriego, que hablaba de ella con notable desdén y cuantas otras barbaridades se le ocurrían para así no tener que sentirse culpable por desear al único hombre por el que su hermana había sido capaz de desprenderse de su fría fachada.
Y, además, Rachel nunca hablaba de él, nunca preguntaba por él, de modo que, ¿qué daño podía hacerle?
Suponía que debería sentirse culpable, sobre todo porque Ben siempre, siempre, preguntaba por Rachel, y jamás lo hacía con desdén. Quizá una mujer mejor que ella habría sido sincera, pero Mel jamás se había jactado de ser buena.
Y, mientras cruzaba la calle y sonreía, su mirada reparó en el hombre que había en la casa contigua a la de Rachel.
Era Garret, el dentista, el buen samaritano. Estaba cortando el césped con unos vaqueros y una camiseta, no era nada especial, desde luego, no podía comparársele a una divinidad griega. Aun así, cuando alzó la mirada y la vio, durante un breve segundo, se quedó completamente quieto.
Mel también se detuvo un instante en medio de la calle, olvidándose de Ben y recuperando el recuerdo de la última Noche Vieja. Había ido a pasarla con Rachel, que se había quedado dormida antes de las diez de la noche. Peligrosamente sola y aburrida, Mel había decidido acercarse a un bar que no quedaba lejos de la casa. Y había terminado encontrándose con Garret.
En un momento de locura, había bailado con él.
Y en un segundo momento de locura incluso mayor, había aceptado ir a su casa, donde había pasado una larga y gloriosa noche. No habían vuelto a hablar desde entonces.
Entre otras cosas, porque ella le había dado largas cada vez que él lo había intentado.
– Mel -la saludó Ben con aquella voz grave y seria cuando llegó al jardín.
Mel le dirigió a Garret una última mirada que hizo que el corazón le diera un vuelco en el pecho.
– Ben -se obligó a tranquilizarse mientras Ben se incorporaba con la gracia de un felino y a sacar de su mente a Garret, aquel hombre que para ella no tenía ninguna importancia-. ¿Qué estás haciendo aquí, guapísimo? ¿Vas a llevarte a Emily a uno de esos viajes exóticos?
– He venido por Rachel.
¿Ah, sí?
– ¿Te ha llamado ella?
Ben se echó a reír al oírla, con aquella risa sensual con la que, imaginó Mel, podría hacer ronronear a una monja. Por el rabillo del ojo, advirtió que Garret estaba regando las flores. Y lo hacía con la misma concentración con la que lo hacía todo. Al recordar que ella misma había sido el objeto de su concentración en una ocasión, el corazón volvió a darle un vuelco en el pecho. ¿Qué demonios le pasaba?
– No, no me llamó ella -Ben sonrió-. ¿Alguna vez te ha llamado tu hermana para pedirte ayuda?
– Eh, no -admitió Mel con una sonrisa-. ¿Entonces cómo…?
– He venido a cuidarla, aunque eso también es un asunto algo delicado porque, según tu hermana, no necesita a nadie. En ese sentido, las cosas no han cambiado mucho.
– De modo que has venido a cuidarla -repitió Mel lentamente-. Pero Emily me dijo que había contratado a una enfermera…
– ¿Y te lo tragaste?
Mel clavó la mirada en sus risueños ojos y sacudió la cabeza.
– Oh, no. No ha podido mentirme.
– Me temo que sí.
– Y tú viniste corriendo. Qué gesto tan dulce… -intentó pensar si alguna vez había estado con un hombre que hubiera sido capaz de dejarlo todo, su trabajo, su vida, para correr a su lado, desde el otro extremo del mundo, nada más y nada menos.
Y no, nunca había estado con un hombre así.
Mantenía la mirada lejos del hombre que estaba en el jardín de al lado, un hombre que jamás le había dicho a nadie que la había deseado, aunque sólo hubiera sido en una ocasión.
– Rachel está mejorando mucho -dijo Ben.
Y si Mel hubiera sido una mujer de fácil sonrojo, se habría ruborizado al darse cuenta de que no había preguntado por la salud de su hermana.
– Supongo que podré comprobarlo por mí misma -dijo, y le dirigió a Ben una de aquellas sonrisas ante las que normalmente se rendían los hombres estúpidos, sólo para ver lo que podía suceder.
Completamente inmune a su sonrisa, Ben le abrió la puerta y, sin que ella le hubiera dado permiso, Mel sintió que se le encogía el corazón. ¿Por qué los hombres con los que se acostaba no le abrían la puerta?
Bueno, la verdad era que Garret lo había hecho. Pero no quería volver a pensar en él.
– ¿Rach? -Ben se acercó a la barra que había en el centro del vestíbulo y llamó a Rachel. Después se volvió hacia su hermana-. La he dejado hace una hora en el vestíbulo, iba a intentar ponerse a trabajar.
– ¿Tanto ha mejorado? -la última vez que había visto a su hermana parecía al borde de la muerte.
– No, pero tu hermana es condenadamente cabezota. Quizá puedas convencerla de que almuerce. Está comiendo como un pajarito.
Mel lo siguió y sacudió la cabeza. Ben ni siquiera se había fijado en sus labios pintados, ni había recorrido con la mirada su cuerpo, ni siquiera el minúsculo vestido blanco que llevaba.
Esperaba que por lo menos Garret la hubiera mirado con atención.
Y no porque estuviera pensando en él…
Subieron la escalera. Y cuando llegaron a la puerta cerrada del estudio, Ben volvió la cabeza y sonrió.
– ¿Estás preparada para que te arranquen la cabeza?
Mel apartó a Garret de sus pensamientos.
– ¿Por qué lo preguntas?
– Bueno, a lo mejor Rachel no intenta morderte cada vez que la miras, pero… -rió suavemente-, parece que Rachel y yo sacamos lo más extremo de cada uno de nosotros.
El hecho de que no hubiera dicho «lo peor de nosotros», la dejó paralizada. ¿Qué estaba ocurriendo allí? Puso los brazos en jarras.
– ¿Estáis haciendo alguna estupidez, como acostaros juntos? Porque espero que en esta ocasión os aseguréis de utilizar los preservativos correctamente.
La puerta se abrió de golpe y apareció Rachel, apoyada en el bastón y fulminándolos con la mirada.
– Hola, cariño -dijo Ben con extremada dulzura-. Ya he vuelto a casa.
Rachel lo miró con los ojos entrecerrados y se volvió hacia Melanie.
– ¿Quieres preguntarme algo directamente a mí?
Oh, Dios. Mel cometió el error de mirar a Ben.
– No lo mires a él -le exigió Rachel-. Mírame a mí, estoy aquí. De pie, y, ya que lo preguntas, sí, me duele terriblemente.
– Eh, hermanita. Tienes un aspecto… magnífico.
Rachel soltó un bufido y regresó al interior del estudio.
– Rach… -Ben entró en la habitación y sorprendió a Melanie posando las manos sobre los hombros de su hermana, uno de los cuales se inclinaba ligeramente, por el esfuerzo de soportar la escayola-. Vamos, pequeña. Vamos al piso de abajo para que comas algo. Em ha traído esas repugnantes galletas tan saludables, ¿recuerdas? Tendrás que comértelas antes de que vuelva a casa si no quieres que se preocupe por ti.
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