– Cómetelas tú.

– Bueno, querida, lo haría si no supieran a aserrín.

Rachel se echó a reír. A reír. Ben también rió, le dirigió a Rachel una sonrisa y le acarició la mejilla.

Rachel se sonrojó.

Y, mientras Mel los observaba atentamente, Ben deslizó las manos por los brazos de su hermana al tiempo que la miraba a los ojos con tanto cariño, con tanta intensidad, que dejó a Mel completamente sin aliento.

– Dios mío -dijo con una risa que a ella misma le resultó demasiado estridente-. Cómo cambian las cosas. La última vez, no podías estar en la misma habitación. Y ahora mira.

Rachel volvió la cabeza y se alejó de Ben, de manera que a éste no le quedó más remedio que dejar caer las manos a ambos lados.

– Estamos conviviendo en la misma casa para tranquilizar a Emily, Mel, así que no llegues a conclusiones equivocadas.

– ¿Conviviendo solamente?

– Ya basta, Mel -le advirtió Ben con más vehemencia de la que ella estaba acostumbrada a soportar.

¡Qué valor!, se dijo Mel indignada. Durante años, había estado prácticamente a su servicio, llevando a Emily hasta los confines de la tierra para que pudiera verla. Evidentemente, saltaba de alegría cada vez que la llamaba porque no tenía ningún inconveniente en verlo un par de veces al año, pero, ¿dónde había quedado su gratitud?

– De acuerdo, entonces -dijo con aparente ligereza. Pero de pronto, sintió que la garganta le ardía-. Aunque no logro imaginarme por qué he arriesgado mi trabajo viniendo a toda velocidad hasta aquí. Ah, espera, sí, ahora me acuerdo, ha sido porque Rachel me llamó llorando.

Ben giró el rostro inmediatamente hacia Rachel.

– ¿Estabas llorando?

Una irracional oleada de celos sorprendió a Mel al ver cómo miraba Ben a su hermana. El pendiente de plata resplandecía, el pelo caía rebelde sobre su frente. Aquel cuerpo atlético no debía de haber visto ni de lejos un gimnasio, pero el uso que había dado a sus músculos los mantenía en forma. Todo en él hablaba de rebeldía, de pasión.

¿No se daría cuenta Rachel? Un hombre como él estaba hecho para una mujer… como ella.

No para Rachel. Ella necesitaba tranquilidad, calma, amabilidad. Necesitaba estabilidad y seguridad.

Pero no conocía el significado de aquellas palabras. Maldita fuera, verlos allí a los dos, mirándose el uno al otro, era como estar viendo a alguien deslizando la uña por una pizarra.

– No estaba llorando -Rachel echó la cabeza hacia atrás y miró hacia el techo-. Estaba… no sé. Me estaba compadeciendo y fin de la historia. En cualquier caso, eso fue hace semanas. ¿Y sabes qué? Me están entrando ganas de comer esas galletas con sabor a aserrín.

Ben sacudió la cabeza.

– Deberías haberme llamado a mí.

– ¿Así que ahora te dedicas a hacer de héroe? -Melanie se echó a reír-. Ese es mi trabajo de los fines de semana, amigo, así que… -juntó las manos e intentó parecer hambrienta-, vayamos a por esas galletas y veamos si podemos hacer algo para arreglarlas. Yo apostaría por algo así como el chocolate o el sirope. Algo que engorde.

Necesitaba algo bien calórico para superar el efecto de las tórridas e intensas miradas que Ben le dirigía a Rachel. Necesitaba toda una bandeja de galletas.

Emily se dejó caer en el asiento del abarrotado autobús escolar. Mientras otros niños paseaban a lo largo del autobús, ella permanecía en su asiento con la mirada perdida, intentando decidir si le importaba o no que nadie se sentara con ella. Y la verdad era que no le importaba lo más mínimo.

Odiaba el colegio. Odiaba a sus profesores, aunque seguramente a ellos les habría sorprendido saberlo. La adoraban porque era una niña callada que jamás causaba problemas.

Pero no la veían. En el colegio nadie la veía. Ella se decía que no importaba, que aquel curso era suficientemente madura como para no importarle el ser diferente. Aunque quizá estuviera equivocada.

– ¿Puedo sentarme aquí?

Emily alzó la mirada. Y continuó alzándola. Era aquel chico alto y delgado que iba a clase de historia. Era muy reservado, y también un cerebrito. Emily quería preguntarle por ello, quería preguntarle si también él se sentía fuera de lugar en aquel colegio en el que lo único que parecía tener importancia era el deporte, pero nunca se atrevería a hacerlo.

– Emily, ¿puedo sentarme aquí?

¡Sabía su nombre!

– Eh…

No podía pronunciar palabra. ¡No podía pronunciar palabra! ¿Qué terrible novedad era esa? Se limitó a encogerse de hombros y a morderse el labio mientras su compañero se sentaba.

– Me llamo Van -se presentó mientras dejaba el ordenador a sus pies-. Vamos juntos a clase de historia.

– Sí.

¿Sí? ¿Eso era lo único que se le ocurría?

Van llevaba un disquete en la mano, lo cual significaba que era capaz de manejar un ordenador. A Emily comenzó a latirle violentamente el corazón. También se puso a sudar, algo que realmente le repugnó. «Por favor, que no lo note». Al intentar secarse el sudor del labio superior sin que él lo notara, lo único que consiguió fue tirarle a Van el disquete al suelo.

– Oh -se agachó a por él-, ¡lo siento mucho!

Van también se inclinó y sus cabezas chocaron.

– ¡Ay! -exclamó Van, frotándose la frente, pero estaba sonriendo.

Emily no. Emily quería morirse. Frotó el disquete contra el pantalón, sintiendo cómo iba poniéndose cada vez más roja mientras las dos chicas que estaban sentadas detrás de ella comenzaban a reírse.

Era oficial. Era un desastre.

– No te preocupes -Van continuaba sonriendo a pesar del golpe-, sólo es una copia.

Justo en ese momento, el autobús dio un frenazo y Emily cayó prácticamente sobre Van. Dios santo, las cosas ya no podían ir peor. Avergonzada, alzó la mirada hacia su rostro, pero Van continuaba sonriendo de oreja a oreja.

Emily se descubrió a sí misma sonriendo también. Y sintiéndose terriblemente impotente.

«Habla con él», se decía, «pregúntale por el disquete. Menciona tu ordenador. ¡Di algo! ¡Cualquier cosa!».

Tardó cinco minutos en averiguar lo que iba a decir. Había decidido preguntarle si alguna vez iba al laboratorio de informática después de las clases, pero en aquel momento se detuvo el autobús y Van se levantó.

Un desastre.

Faltaban otras tres paradas para que pudiera ahogar su tristeza en Parches y en leche con chocolate y galletas. Abrió la cremallera de la mochila y abrió el ordenador lo suficiente como para poder ver la pantalla. Todavía no podía ver el correo, pero podía releer lo que había descargado aquella mañana.

Le había escrito Alicia, lamentándose de lo odiosos que eran sus padres, su colegio y su vida en general.

Emily no tenía nada que objetar al respecto. Miró a su alrededor para asegurarse de que nadie la veía y comenzó a teclear: Alicia, aquí también es todo odioso.

No quería que Alicia se sintiera demasiado marginada. Además, el colegio era odioso, aunque en casa, con sus padres, las cosas se estaban poniendo interesantes. Había estado haciendo un gran trabajo con ellos, aunque todavía no se habían dado cuenta de que se suponía que tenían que estar juntos. Eran ambos increíblemente cabezotas.

Su padre se ponía verdaderamente gruñón cada vez que aparecía Adam. Al verlo, a Emily le entraban ganas de abrazarlo. Pero su madre, su madre no estaba haciendo ningún esfuerzo para llevarse bien con su padre. Y aquello la desesperaba.

Emily sabía que no quedaba bien admitir ese tipo de cosas, pero Dios, cuánto deseaba que sus padres volvieran a estar juntos. Y estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para conseguirlo.

En dos ocasiones, se había cortado el teléfono cuando Adam había llamado para hablar con su madre. Y, mejor aún, había conseguido convencer a su tía para que la llevara a ver la última película de DiCaprio, de modo que sus padres tendrían que quedarse solos.

El autobús se detuvo en su calle. Emocionada, Emily cerró la cremallera y abandonó el autobús sin detenerse siquiera para fulminar con la mirada a un solo niño.

Rachel se apartó del caballete y soltó una bocanada de aire. El papel continuaba en blanco. Patéticamente en blanco. Era irónico, teniendo en cuenta que aquel día se encontraba suficientemente bien como para prescindir de los analgésicos.

Y eso significaba que estaba en un verdadero proceso de recuperación.

Estupendo.

Pero aparentemente, había perdido su capacidad para plasmar una historieta de Gracie que la ayudara a olvidar la tristeza de su propia vida.

Era una pena.

Y no era sólo el trabajo, tenía que admitir. Aquel día había sido muy duro desde esa misma mañana, cuando Emily no había querido levantarse de la cama. Rachel sabía que se había quedado despierta hasta muy tarde con aquel estúpido ordenador, pero al señalarlo lo único que había conseguido había sido iniciar una pelea.

Ben había entrado en aquel momento en el dormitorio y había conseguido que su hija se levantara de la cama con la promesa de pasar por un McDonald’s de camino hacia el colegio. Cuando Rachel había sugerido que debería probar otros métodos mejores que el soborno, la pelea se había convertido en una guerra abierta.

Naturalmente, Emily se había lanzado a la defensa de su padre, chillando por encima de los ladridos de la perra, que también demandaba su atención y Ben permanecía extremadamente callado. Rachel había terminado con dolor de cabeza.

Y estaba comenzando a cansarse de preguntarse cuándo emprendería Ben un nuevo viaje. Lo había visto escribiendo, murmurando, jugando con la cámara. Le había visto leyendo los acontecimientos del día en los periódicos. Lo había oído hablar por teléfono justo el día anterior sobre un futuro trabajo en Liberia. Y lo oía moverse por las noches por su habitación como un animal enjaulado.

Y, cada vez que se despertaba, pensaba que aquel sería el último día.

Pero Ben no se marchaba.

Aunque lo haría pronto, de eso no tenía ninguna duda. Sí, él se iría y ella se alegraría de que se fuera. Sólo era cuestión de tiempo.

Sonó el teléfono, sacándola de su ensimismamiento y haciéndola volver al presente.

– Muñeca -exclamó Gwen Arini, su agente, con aquella voz ronca, resultado de haber fumado durante treinta años-, ¿cómo va el trabajo?

– No va.

– ¿No? Bueno, todavía tienes todo un mes antes de que tengas que empezar a machacarte. Gracias a Dios, tenías mucho trabajo adelantado.

– Gwen… -Rachel cerró los ojos y admitió por fin algo que había estado queriendo admitir durante mucho tiempo-. No sé si quiero seguir estrujándome el cerebro. Estoy pensando en poner fin a Gracie.

– Creo que no te he oído bien, muñeca.

– Me has oído perfectamente.

– Entonces acabo de sufrir un ataque al corazón.

– Me gustaría poder empezar algo nuevo.

– ¿Otra tira?

– No. Estoy pensando en hacer algo completamente diferente. Me gustaría ponerme a escribir y dejar de dibujar.

Se hizo un silencio mortal al otro lado de la línea.

– ¿Te refieres a abandonar la mayor fuente de ingresos de tu vida?

Rachel se esperaba aquel tipo de resistencia.

– Estoy pensando en escribir un libro.

– Todavía estás bajo el influjo de las lesiones, ¿verdad?

– No.

– Vamos, Rachel, la gente no abandona ese tipo de chollos. Si sólo tienes que dibujar una tira a la semana, por el amor de Dios.

En aquel momento, Rachel vio que alguien deslizaba un papel por debajo de la puerta del estudio. Desplazándose lentamente con el bastón, se acercó hasta él.

– Siento que no lo comprendas, Gwen, pero… -desdobló la hoja de papel y leyó la nota.

Ha llegado el momento de que hagamos una tregua. Reúnete conmigo en el jardín a los ocho. Te invito a cenar.

Rachel frunció el ceño. ¿Ben quería una tregua? ¿Y qué quería decir eso exactamente?

– ¿Rachel?

– Gwen, tengo que colgar.

– Espera.

– Lo siento, te llamaré la semana que viene -colgó el teléfono y fijó la mirada de nuevo en el papel, preguntándose qué demonios se proponía aquel hombre.

Ben también estaba leyendo una nota en aquel momento, una nota que alguien había deslizado por debajo de su puerta.

Ha llegado el momento de que hagamos una tregua. Reúnete conmigo en el jardín a las ocho. Te invito a cenar.

Capítulo 12

A las ocho en punto de aquella noche, Rachel abrió las puertas de cristal del jardín trasero. Había sido una tarde muy interesante. Gwen había llamado en dos ocasiones intentando disimular su pánico ante la posibilidad de perder a Gracie. Su servidor informático se había caído durante algunas horas, poniendo a Emily al borde de un ataque de nervios ante la imposibilidad de utilizar el correo electrónico. Adam la había llamado para invitarla a cenar. Mel se estaba comportando pésimamente y sólo Dios sabía por qué. La cachorra corría peligro de terminar asesinada si se le ocurría morder una cosa más. Y el médico le había dicho que tendría que seguir llevando la escayola.