– Es como estar en otro planeta -comentó Rachel admirada, mientras se adentraban en la zona de acampada.
El lugar estaba prácticamente desierto. Sólo había otro grupo, que se había adentrado unos kilómetros más por la carretera, permitiéndoles sentirse como si estuvieran completamente solos.
– Todavía no estamos en temporada alta -Ben sacó el equipo que habían alquilado: una tienda, una cocina y una linterna. Él llevaba unos vaqueros que no podían ser más viejos y una camisa de franela abierta sobre una camiseta que parecía tener los mismos años que los vaqueros. Era la viva imagen de un amante de la vida al aire libre-. La primavera todavía puede traer un tiempo muy inestable -comentó mirando hacia el cielo.
Rachel desvió la mirada de su cuerpo y miró hacia el cielo. ¿Qué era eso? ¿Nubes de tormenta?
– Y hemos venido hasta aquí porque… ¿Por qué?
Emily sonrió y comenzó a bailar. Rachel se emocionaba al verla tan contenta.
– ¡Esto va a ser divertidísimo! ¿Podemos asar ahora algo al fuego o esperamos a dar antes un paseo, papá? También podríamos hacer unas fotografías, ¿qué te parece?
– ¿Y qué tal si montamos la tienda? -Ben le tiró de la coleta, sonriendo al verla tan feliz.
Rachel tuvo que tragar saliva, intentando dominar los sentimientos agridulces que le causaba verlos juntos.
El último sol de la tarde se reflejaba sobre la tierra, arrancando de aquellas formaciones rocosas todos los colores imaginables, desde el rojo al violeta, pasando por todas las posibles gamas de amarillo. Rachel no podía dejar de mirarlo todo ni dominar la urgencia de plasmarlo en el papel.
Montaron el campamento. Mejor dicho, Ben montó el campamento mientras Rachel, un poco dolorida por el repentino frío de la última hora de la tarde, se obligaba a sentarse en una silla y a esperar.
El viento que de pronto se había levantado azotaba la camisa de Ben y hacía volar su pelo en todas direcciones.
Ben rió por algo que Emily dijo y volvió a reír cuando los palos de la tienda que Emily estaba colocando se cayeron al suelo. A Rachel la frustraba no poder levantarse a ayudarlos y tener que limitarse a observar sus avances. Su hija, hija también de Ben, se recordó, estaba en la gloria.
¿Alguna vez había reído su propio padre con ella de esa manera? ¿Alguna vez le había sonreído con tanto amor en la mirada? Tenía que admitir que Ben había terminado convirtiéndose en un padre maravilloso y que Emily se merecía todos y cada uno de los segundos que pasaba a su lado.
Consiguieron montar la tienda. Según la etiqueta, en ella cabían cuatro personas, pero al verla tan pequeña, Rachel se preguntó por el tamaño que supuestamente deberían tener esas personas. Allí dentro iban a estar como sardinas en lata.
Por lo menos iba a estar Emily con ellos. Porque estar tan cerca de Ben con la única separación de un saco de dormir le resultaba… excesivamente tentador.
– Mamá, vamos a ir a dar un paseo hasta ese pico -anunció Emily señalando una formación rocosa-. ¿Quieres venir con nosotros?
– Eh… -en cuanto dejó de pensar en Ben y en el saco de dormir y miró hacia la montaña que querían coronar, todas y cada una de sus heridas, tanto las que habían sanado como las otras, parecieron hacerse de pronto conscientes del frío-, creo que no.
La sonrisa de Emily desapareció.
– ¿Te encuentras bien?
– Estoy bien, Emily, sólo un poco dolorida.
– Yo creía que estabas casi recuperada.
Y eso era culpa suya, se dijo Rachel. Su propio orgullo le había hecho esconder los problemas que tenía desde el accidente.
– Casi.
Ben comenzó a preparar una hoguera. Después apareció al lado de Rachel con su libreta de dibujo y los lápices y se los dejó en el regazo.
– Para ayudarte a pasar el rato.
Rachel bajó la mirada hacia sus cosas y a ella misma la sorprendió verlas nublarse a través de sus lágrimas.
– Hazlo sólo para divertirte -le recomendó Ben, confundiendo su emoción con la tristeza-, no lo veas como un trabajo, piensa en ello como si…
Rachel le tomó las manos y se las apretó con cariño.
– Es perfecto, gracias.
Ben la miró a los ojos y se inclinó para darle un beso.
– No nos pierdas de vista, te saludaremos desde allí.
– Ben… -Rachel le agarró la mano cuando comenzó a alejarse.
Ben le acarició la cara.
– Aquí estás a salvo, Rachel.
– Lo sé -se sentía a salvo. Siempre se sentía segura cuando Ben estaba cerca-. Ten cuidado con nuestra hija.
Ben miró por encima del hombro a la niña en cuestión y se volvió de nuevo hacia Rachel con un brillo en la mirada que dejó a ésta sin respiración.
– Es la primera vez que dices «nuestra hija». Siempre ha sido tu hija, o mi hija, pero nunca nuestra -le acarició la mano-. Y yo nunca te he dado las gracias por ella…
– Ben…
– Así que gracias -dijo, y volvió a besarla otra vez, sólo una vez y con una suavidad extrema.
Cuando Rachel volvió a abrir los ojos, Ben y Emily ya estaban prácticamente fuera de su vista. Pero, durante largo rato, continuó sintiendo a Ben. Saboreándolo.
Para intentar olvidarlo, Emily abrió la libreta y comenzó a dibujar. Treinta minutos más tarde, miraba admirada su propia obra. Había dibujado a Gracie al mando de un bote de remos con el lápiz en el aire señalando el camino mientras llevaba a Emily y a Parches.
En medio de ninguna parte, había sido capaz de volver a dibujar a Gracie. Sin angustia, sin ansiedad, sólo por el puro placer del trabajo.
Rachel se reclinó en la silla y miró hacia el cielo azul.
No se oía nada, salvo el silbido del viento a través del cañón y el canto de algunos pájaros. Y un grito distante… ¿mamá? Alguien la estaba llamando.
¡Emily!
Olvidándose del dolor, Rachel saltó de la silla, dejando caer los lápices y la libreta al suelo y escrutó el horizonte con el corazón en la garganta. Lo sabía, Emily había terminado haciéndose daño o…
Allí. En la cumbre de la colina más cercana, justo donde Ben había prometido que se detendrían para saludarla, estaban su hija y el hombre que había cambiado su vida para siempre con sólo una sonrisa tantos años atrás. Incluso desde aquella distancia, Rachel podía sentir que Ben le estaba brindando otra de aquellas sonrisas en aquel momento y lo saludó desde la distancia, sonriendo a pesar de sí misma. El alivio borró el miedo que sólo un segundo antes había paralizado su corazón.
– ¡Te quiero, mamá! -gritó Emily y, casi inmediatamente, desaparecieron de su vista.
– Yo también os quiero -susurró Rachel.
Cayó la noche a una velocidad impactante. Rachel permanecía de pie con los brazos cruzados frente a aquella negrura mientras Ben resucitaba el fuego que ella casi había dejado apagar. De rodillas, removió las brasas con un palo hasta que las llamas volvieron a cobrar vida. Ben miró a Rachel y ésta elevó los ojos al cielo.
Al verla, Ben se echó a reír, provocando un cosquilleo en el estómago de Rachel.
Habían conocido ya a sus vecinos de acampada, un grupo de cuatro veinteañeros que estaban haciendo un viaje por todo el país antes de comenzar la «vida real». Las dos parejas se habían mostrado un poco reservadas hasta que Ben se había presentado y, a partir de entonces, todo el mundo había comenzado a sentirse como en casa.
Más tarde, cuando Emily había expresado su preocupación por la falta de casa y familia de sus nuevos amigos, Ben le había respondido que sospechaba que eran felices con la vida que habían elegido y que siempre podrían cambiar las cosas si querían.
Rachel le había observado con un nudo en la garganta. Él era igual que ellos, podía ser feliz sin un hogar, sin pertenencias, sin familia.
Pero antes de que hubiera podido sumirse en su tristeza, Emily había sacado una baraja y los había desafiado a echar una partida.
Estuvieron jugando al lado del fuego, rodeados por aquel espacio abierto y un manto de estrellas, con sólo sus propias risas como compañía.
Era perfecto. Rachel miró a Ben. Sabía que debería estar triste, arrepentida, resentida incluso por aquella intrusión en la dinámica de la familia, pero se sentía, sobre todo, agradecida.
Ben alzó la mirada y la descubrió mirándolo. Era tan alto, tan esbelto… tan atractivo. Cuando la miraba, Rachel tenía que cerrar los ojos.
Y se iba a marchar. El martes. No podía esperar para irse.
– Preparemos los sacos -dijo Ben bruscamente, dejando las cartas a un lado, como si de pronto sus pensamientos se hubieran vuelto tan turbulentos como los suyos.
– Papá…
– Se acerca una tormenta -señaló hacia una masa de oscuros nubarrones que se acercaba por el norte-. Será mejor que nos pongamos a salvo antes de que llegue.
Cinco minutos después, Rachel estaba arrodillada en medio de una minúscula tienda, con la mirada fija en los tres sacos de dormir.
– Yo quiero dormir en la puerta -dijo Emily.
– En la puerta dormiré yo, cariño -respondió Ben.
Rachel esperó la inevitable discusión, porque Emily siempre quería salirse con la suya, pero ante la firmeza del tono de Ben, se limitó a agarrar su saco de dormir y a decir:
– Bueno, entonces me quedaré debajo de esa ventana.
– Estupendo -dijo Ben.
¿Estupendo? ¿Cómo que estupendo? Si Emily dormía en la ventana, eso significaba que Rachel se quedaría en medio.
– Túmbate, mamá -Emily señaló el saco de dormir de Rachel-. Esta noche yo te arroparé a ti.
De rodillas sobre su saco, Ben se quitó la camisa de franela, quedándose en camiseta, y se metió en el saco. Miró a Rachel arqueando la ceja en silencio.
Rachel se metió en el saco y se tapó hasta la barbilla. Se movió ligeramente, esperando encontrar la dureza de las piedras.
– Eh, está muy suave.
– Papá ha puesto una esterilla en el suelo -Emily sonrió de oreja a oreja-. No quería que te quejaras -le dio un beso a Rachel en la mejilla y se volvió hacia su padre con obvio deleite-. Yo podría dormir en el coche…
– No -contestó Ben con aquella nueva autoridad paternal.
Y Rachel volvió a sorprenderse cuando su hija apagó la linterna y se metió en el saco sin protestar.
En medio de la oscuridad, Rachel podía sentir a Ben mirándola. Podía sentir el calor de su cuerpo.
– ¿Estás bien? -susurró Ben.
– Sí, estoy bien.
– ¿Tienes suficiente calor?
– Estoy bien -repitió Rachel y oyó en la oscuridad la sensual risa de Ben.
– ¿Entonces por qué estás conteniendo la respiración?
Sí, estaba conteniendo la respiración. La soltó lentamente. Afuera, comenzaba a acercarse una tormenta. El viento aullaba y batía ruidosamente las paredes de la tienda. Ben deslizó el brazo por la cintura de Rachel y la estrechó contra su pecho.
– Estás terriblemente callada, ¿estás segura de que estás bien? -le susurró al oído.
– Estoy… -los dedos de Ben comenzaron a juguetear por sus costillas, impidiéndole pensar correctamente.
– ¿Bien? ¿Estás bien?
Dios, por lo menos estaba intentando estarlo.
– Duérmete, Ben.
– Lo haré si te duermes tú.
– Ben…
– Sueña conmigo.
De: Emily Wellers.
Para: Alicia Jones.
Tema: ¡hemos vuelto!
¡La acampada ha sido genial! Llegó una tormenta en medio de la noche y nos tiró la tienda. Y cuando conseguimos salir, comenzó a nevar. ¡A nevar! Dios mío, ¿puedes creerlo? Mi padre ayudó a mi madre a meterse en el coche y entonces la tienda salió rodando en medio del desierto como si fuera una pelota. ¡Deberías haber visto la cara de mi madre!
¡Ah! Y lo mejor del fin de semana: he recibido un e-mail de Van, ese chico de la clase de historia del que te hablé. ¡Dice que quiere que estemos en contacto durante el verano!
En cualquier caso, recibí tu carta. Me encantaría que quedáramos esta semana. Mi madre me dejará ir en autobús a Los Ángeles, ya te avisaré qué día.
Emily.
De: Alicia Jones.
Para: Emily Wellers.
Querida Emily, parece que tu acampada fue muy divertida. Quizá la próxima vez tus padres te dejen llevar a una amiga, ¡como yo, por ejemplo!
Lo de Van está genial, pero no te olvides de mí, ¿de acuerdo?
Pídele a tu madre que te deje venir en autobús, estoy deseando verte.
Alicia.
Capítulo 18
Melanie tomó la autopista, disfrutando al sentir el viento y el sol en la cara, cortesía de los ciento cuarenta kilómetros por hora que alcanzaba aquel lujoso coche que ya no se podría permitir, puesto que había perdido su trabajo esa misma mañana.
Pero una mujer tenía que hacer lo que debía. Y lo que debía hacer era ignorar que no tenía trabajo, ni un marido rico, y que estaba a punto de cumplir treinta y cuatro años.
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