Y ella estaba tan desesperada por protegerse a sí misma del dolor, que había terminado hiriendo a la única persona que la había querido de forma incondicional. Y aquella horrible verdad la perseguiría eternamente.
Melanie corría por la casa de Rachel como si la persiguiera el diablo. Los sentimientos la azotaban a cada paso: el remordimiento, el enfado, la humillación, el arrepentimiento… Sin el perdón de Rachel, todo su mundo se derrumbaba.
Le había pedido que se fuera a su casa.
Pues bien, maldita fuera, ella no tenía una casa. Tenía alquilado un apartamento que no podía permitirse el lujo de pagar. A diferencia de Rachel, que debía a su infancia la necesidad de establecerse, Melanie no había hecho nada por sí misma.
Para cuando llegó a la puerta de la calle, tenía un nudo en la garganta y las lágrimas apenas le permitían ver.
Dio un paso hacia su coche, o, por lo menos, aquel fue el mensaje que el cerebro intentó enviarle a su cuerpo, pero de pronto se encontró a sí misma corriendo como una endemoniada por el jardín del vecino de su hermana y llamando a su puerta.
Al cabo de unos minutos, abrió Garret.
– Melanie -dijo, sorprendido.
Melanie miró su rostro, aquellos ojos apasionados y enormes y esa boca que siempre, siempre, decía la verdad, e hizo lo más horroroso del mundo:
Estalló en lágrimas.
Una mano firme se posó en su brazo, así, simplemente, intentando consolarla. Aquello la derrumbó.
– ¿Quieres pasar? Sí o no, cariño, tú eliges.
– No puedo…
– Sí o no.
– ¡Sí!
Melanie no podía recordar la última vez que un hombre le había ofrecido consuelo sin esperar nada a cambio. O si alguna vez había habido alguno que lo hiciera. Pero era precisamente eso lo que quería en aquel momento. Se aferró a la camisa de Garret, enterró su rostro en su cuello e inhaló su esencia mientras sentía el firme latido de su corazón. No tenía la menor idea de cuánto tiempo estuvo así, llorando sobre su hombro.
– ¿Estás mejor? -le preguntó Garret al cabo de unos minutos.
Melanie sorbió y ni una sola vez se preocupó de la pintura que probablemente se había extendido por todo su rostro, ni de lo mucho que necesitaba sonarse la nariz.
– Sí -respondió, maravillada de que fuera cierto.
Garret la condujo a través del cuarto de estar hasta la cocina, allí la hizo sentarse en un taburete y le sirvió un vaso de agua. Después de que Melanie bebiera un largo trago, se sentó a su lado y buscó su mano.
– Cuéntame lo que ha pasado.
A Melanie le bastó sentir sus labios en la palma de la mano para que se le erizara el vello de los brazos.
– Garret… no puedo pensar si me estás besando.
– Eso es nuevo -contestó Garret, y le soltó la mano.
– Sí… no -se corrigió mientras se humedecía nerviosa los labios-. No es nuevo, siento esto por ti desde hace mucho tiempo, pero no era capaz de admitirlo.
Los ojos de Garret se iluminaron con tal emoción que Melanie apenas podía respirar.
– ¿Puedes contarme por qué has venido aquí?
– Porque eres el único con quien quería estar… Tenías razón, Garret.
– ¿De verdad? ¿Y sobre qué?
– Sobre que he estado haciéndole daño a Rachel. Lo hacía porque quería tener parte de su felicidad -se llevó la mano al corazón, como si le doliera-. No sabía que tenía que buscarla dentro de mí.
– ¿Y ya has encontrado esa felicidad?
– No estoy segura -contestó con sinceridad-, he ido a ver a Rachel y he intentado decirle cuánto lo sentía… pero no ha funcionado. Estaba huyendo de aquí, me iba ya a mi casa, pero entonces me he dado cuenta de que en realidad no tengo hogar. Y he terminado aquí -lo miró a los ojos-. Durante todo este tiempo he querido estar contigo. Pero me daba tanto miedo…
Garret le enmarcó el rostro entre las manos.
– ¿Estás hablando de amor?
– Yo… en realidad ni siquiera sé lo que significa esa palabra. Estaba pensando… -bajó la mirada hacia sus dedos.
– ¿Sí?
– Que quizá tú podrías ayudarme con eso.
Garret esbozó una sonrisa que la llenó de esperanza.
– ¿Qué te parece esto para empezar? Te quiero, Melanie Wellers. Y eso significa que pienso en ti día y noche, y que estar contigo me hace sentirme vivo. Quiero que seas feliz. ¿Crees que en un contexto así nuestra relación podría funcionar?
– Oh, sí -comenzó a llorar otra vez-. Y en ese contexto, Garret, puedo decir honestamente, que yo también te quiero.
Capítulo 20
El martes, Ben condujo el coche hasta Los Ángeles. Rachel permanecía en silencio, con la mirada fija en la ventanilla. Emily, en el asiento de atrás, también iba sorprendentemente callada, con unos cascos en la cabeza que bien podrían haber sido una pared de ladrillo entre ellos, porque ni siquiera miraba a sus padres.
– ¿Estás bien? -le preguntó Ben a Rachel mientras alargaba la mano hacia el aire acondicionado.
– Sí, estoy bien -contestó ella sin mirarlo.
Ben miró por el espejo retrovisor para asegurarse de que Emily continuaba meciéndose al ritmo de su música y no podía oírlos.
– Mira, Rachel, las cosas podrían ser diferentes.
– ¿De verdad? ¿Qué cosas?
– Lo nuestro, maldita sea. Sé que hay cosas de mí que…
– ¿Que qué, Ben?
– Que te asustan.
– Tú no me asustas, Ben -contestó Rachel con una frialdad pareja a la de su mirada.
– Vamos, Rachel, sé sincera. No tenemos tiempo para otra cosa.
– Muy bien. La verdad, porque la verdad es importantísima cuando vas a subirte en un avión dentro de un par de horas.
– Es importante, sí.
– Sí, claro -Rachel cerró los ojos-. Tienes razón, lo es. Y sí, me asustas.
Aquella era una triste victoria.
– Yo soy como soy. Siempre he sido así. Tú eres la persona más importante de mi vida, junto a Emily, y haría cualquier cosa por vosotras, excepto volver. Lo he intentado y no lo he conseguido, ni siquiera por vosotras.
A Rachel se le llenaron los ojos de lágrimas.
– Lo sé -ya no era capaz de parecer fría-, lo sé Ben, y dejemos las cosas así. Acabemos de una vez con todo esto.
Acabar de una vez por todas con todo aquello. Se refería a la despedida. Pero antes tenían que llevar a Emily a conocer a su amiga. Y de pronto, Ben comenzó a sentirse inexplicablemente inquieto. No tenía sentido, por supuesto. Habían ido de acampada, habían dejado que Emily regresara a casa en el autobús escolar, habían ido bajando la guardia gradualmente.
Y Asada estaba muerto.
Miró a Emily otra vez, a aquella preciosa hija con la que había pasado tan poco tiempo.
– Dios, no sé en lo que estaba pensando cuando le he dado permiso para hacer esto. Es una locura.
Rachel suspiró.
– Será bueno para ella separarse un poco de nosotros. La he tenido demasiado protegida por culpa de mis miedos y mis inseguridades.
Ben buscó su mano.
– No ha sido culpa tuya, sino de que hayas crecido cambiando constantemente de casa. Es comprensible que necesitaras un verdadero hogar.
– Pero tú no tuviste una infancia más fácil que la mía y eres…
– ¿Qué? ¿Exactamente lo contrario? Supongo que ambos tenemos nuestros respectivos traumas.
– Por eso quiero darle una infancia feliz a Emily -le estrechó la mano-. No quiero seguir escondiéndome detrás de mis miedos. Por lo menos me has enseñado eso.
Ben estaba tan conmovido que no sabía qué decir. Y como Emily se quitó en aquel momento los cascos, tampoco importó demasiado.
– ¿Ya hemos llegado? -preguntó y frunció el ceño cuando sus padres se echaron a reír.
– La eterna pregunta -dijo Rachel, apartando la mano de la de Ben.
Aquella pérdida de contacto borró la sonrisa de Ben. Ya casi había terminado. En un par de horas, habría conseguido lo que tanto deseaba: la libertad.
Pero en aquel momento no era capaz de recordar por qué la deseaba tan terriblemente, ni de qué huía.
Emily había quedado con Alicia a las cinco en punto. Todavía faltaban diez minutos para entonces y Ben rodeó el edificio por segunda vez, incapaz de encontrar un hueco en el que aparcar.
– Déjame salir -le pidió Emily-, os esperaré en una mesa.
– De ningún modo -dijo Ben.
– ¡Papá, necesito ir al baño!
– Yo iré con ella -le dijo Rachel a Ben.
– Mamá…
– O esperas o vas con tu madre.
Después de que hubieran rodeado el edificio una vez más, Emily estaba ya desesperada.
– ¡Tengo que salir!
– Muy bien -terminó cediendo Ben y paró el coche. Agarró la mano de Rachel antes de que esta saliera-. No la pierdas de vista en ningún momento.
No sabía a qué se debía aquel pánico repentino, pero su instinto le había salvado la vida en más de una ocasión.
– Ben…
– Prométemelo.
Y sólo cuando Rachel asintió, le soltó la mano.
– Ahora mismo iré -prometió, diciéndose en silencio que iba a aparcar aunque estuviera prohibido.
Tardó cinco terribles minutos en entrar en el restaurante. La adrenalina y la ansiedad le habían robado la respiración cuando por fin llegó allí.
Naturalmente, el restaurante estaba a rebosar. Durante unos segundos interminables, no fue capaz de ver ni a Rachel ni a Emily. Dejó de latirle el corazón, aunque no tenía la menor idea de qué pensaba que podía suceder en un lugar tan concurrido.
– Ben -de pronto apareció Rachel y posó la mano en su brazo-, estamos esperando a que nos den una mesa.
– ¿Y Emily?
– En el baño.
– ¿Dónde está el baño?
Rachel frunció el ceño.
– Detrás de la barra, pero, ¿Ben? -lo llamó cuando, abriéndose paso entre los clientes, se dirigió hacia la barra.
Una camarera con una bandeja a rebosar lo increpó porque, en su precipitación, estuvo a punto de tirarla. Después, una mujer que debía rondar los cien kilos, le bloqueó involuntariamente el paso y al final, tras una torpe danza, tuvo que pasar por debajo de su brazo para rodearla.
Rachel hizo lo mismo.
– Allí -dijo, señalando el cuarto de baño-. Sólo hay un cubículo, así que ha cerrado la puerta y yo he venido a buscarte.
Algo en absoluto peligroso, ¿Pero entonces por qué todos sus instintos estaban gritando? Intentó abrir la puerta, pero continuaba cerrada.
– ¿Emily?
Rachel no dudó ni un instante del pánico que vio reflejado en sus ojos. Ella también llamó a la puerta.
– ¡Emily! -miró a Ben aterrada-. ¿Por qué no contesta?
Porque no existía ninguna Alicia. Ben lo comprendió con repentina y aterradora claridad. Alicia era Asada, que no estaba muerto en absoluto. Ben no debería haber creído en su muerte. Y, sin embargo, había sido él mismo el que le había entregado a su hija. Empujó la puerta con el hombro. La madera cedió ligeramente y volvió a intentarlo.
– ¡Eh! -le gritó el camarero que estaba detrás de la barra y corrió hacia él-. Salga ahora mismo de aquí -gritó.
Pero justo en aquel momento, la puerta se abrió. Emily estaba en el suelo, atada y amordazada, con un matón arrodillado a su lado, clavándole una aguja en el brazo. Un segundo matón estaba bajando por la ventana hacia el cuerpo adormecido de Emily.
Ben se abalanzó sobre él y ambos terminaron sobre el suelo de cemento. Ben recibió un puñetazo que le hizo caer de espaldas y terminar golpeándose la cabeza. Las estrellas bailaban ante sus ojos, pero interrumpieron su danza cuando recibió un nuevo puñetazo en el estómago. Apoyándose en la rodilla, consiguió levantarse, pero estuvo a punto de morir ahogado cuando doscientos kilos de sólidos músculos aterrizaron sobre él. Y estaba intentando liberarse de aquel peso mortal cuando un grito repentino de Rachel le hizo agonizar de dolor.
Uno de los matones había dejado a Emily y se había vuelto hacia Rachel cuchillo en mano.
Rachel levantó algo y lo roció con él. Un spray de autodefensa, pensó Ben con una repentina oleada de orgullo al ver caer al hombre como un saco de patatas.
Rachel alzó la mirada hacia Ben.
– ¡Ben!
Ben giró justo a tiempo de ver al matón número uno sacando una pistola.
– Voy a matarte ahora mismo -gruñó y, sin dudar ni un instante de sus palabras, saltó sobre él.
No fue suficientemente rápido porque escapó un tiro de su pistola. Durante el terrorífico silencio que lo siguió, Ben tuvo tiempo suficiente para lacerarse con su culpabilidad.
Él era el culpable de que estuvieran allí, pensó mientras caía estrepitosamente al suelo y sentía arder la parte superior de su muslo. Él era el culpable de lo que le había ocurrido a Rachel.
Pero por lo menos había aterrizado encima de aquel tipo. Y por el ruido que había hecho la cabeza del matón al chocar contra el suelo, aquello no auguraba nada bueno para él.
El otro tipo continuaba sentado en el suelo, dando alaridos por el escozor de los ojos.
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