Emily estaba tumbada y completamente quieta. Ben fue gateando hasta ella, arrastrando la pierna herida. Estrechó a Rachel entre sus brazos, se apoyó contra la pared y cerró los ojos. Las sirenas sonaban en la distancia. Y, más allá de su propio dolor, podía oír el llanto de Rachel y sentir sus lágrimas empapando su camiseta.
Asada se enteró de la noticia por radio y fijó la mirada en la oscuridad. Eso era lo único que le quedaba, la oscuridad. Estaba completamente solo. Los únicos hombres leales que le quedaban habían sido encarcelados en California por intento de secuestro.
Era extraña la sensación del fracaso. Desolación, tristeza. No debería haber llegado hasta allí, pero lo había hecho y ya sólo le quedaba una cosa por hacer.
Con una calma que no había sentido en mucho, mucho tiempo, sacó su último tambor de gasolina. Debilitado por las circunstancias, tuvo algunos problemas para arrastrarlo a través del perímetro de la bodega en la que había estado viviendo, pero a medida que iba derramando la gasolina, el tambor iba haciéndose más ligero.
Cuando completó el círculo, sacó un mechero y prendió la gasolina, preparado ya para morir.
No había un lugar más inhóspito en el mundo que un hospital a las tres de la madrugada. Y para Rachel, que había pasado tantas noches en un hospital, la sensación era incluso peor. El olor a antiséptico y el dolor. El color blanco por doquier. Los susurros, los llantos.
Y el sabor del miedo y la falta de esperanza.
Gracias a Dios, lo último no se le podía aplicar a aquella noche. Sentada al lado de la cama de Emily, tenía la certeza de que ésta se iba a poner bien. Ya se había pasado el efecto del tranquilizante que le habían inyectado y en aquel momento dormía plácidamente por su propia voluntad. Al día siguiente le darían el alta médica.
Ben, sin embargo, no había tenido tanta suerte. Había salido del quirófano con una placa de acero para sostenerle el hueso y había necesitado transfusiones de sangre para sobrevivir.
Y tardaría algún tiempo en salir del hospital.
Alzó la mirada hacia el pálido rostro de Emily y la desvió después hacia la silla de ruedas que había al otro lado de la cama.
Las enfermeras le habían dicho que no. Los médicos le habían dicho que no. Pero Ben se había limitado a apretar los dientes, se había levantado de la cama y había pedido unas muletas.
Preocupados por su estado de ánimo, al final los médicos habían cedido, pero cuando lo habían visto a punto de matarse con las muletas, las habían sustituido por una silla de ruedas.
Aquel hombre era un cabezota, un idiota y un estúpido.
Y también el hombre más sorprendente y apasionado que había conocido nunca. En aquel momento sólo llevaba encima una bata de hospital. Postrado en la silla, con la cabeza torcida y las piernas estiradas, parecía… ¿cómo le había dicho él el primer día?, parecía vivo, sí. Incluso con el pelo revuelto y las oscuras ojeras que el dolor y el agotamiento habían dejado debajo de sus ojos. Ojos que abrió de pronto para mirar a Emily.
– Está bien -le susurró Rachel.
– Sí, pero no gracias a mí.
– Ben…
Rachel lo observaba mientras iba cerrando los párpados lentamente, vencido por el cansancio y los efectos de la anestesia.
La profundidad de la tristeza y la culpabilidad que reflejaba su mirada la dejó anonadada. Y tambien la de sus propios sentimientos. Había vuelto a enamorarse de él. O quizá nunca había dejado de quererlo.
No, ya no le quedaba ninguna duda. Después de todos aquellos años, todavía lo amaba.
Capítulo 21
Cuatro clavos, una placa y una operación después, Ben recibió el alta médica. Al salir del hospital, pestañeó cegado por la luz del sol y estuvo a punto de tropezar con las muletas que tan decidido había estado a no necesitar, pero de las que iba a depender durante mucho tiempo.
Por lo menos estaba vivo, algo que no podía decir de su enemigo. Después de haber pasado tanto tiempo en tensión, todavía le costaba creer que todo hubiera terminado.
– Por aquí -Rachel le abrió la puerta del asiento de pasajeros y le sonrió-. Lo más difícil es agacharte, yo te sujetaré.
Al sentir las manos de Rachel en la cintura, Ben contuvo la respiración y la miró. Se había llevado una sorpresa cuando la había visto aparecer en el momento en el que estaba firmando los papeles del alta, aunque, en realidad no tendría por qué haberlo sorprendido. Rachel había ido a verlo todos los días con Emily. Sintió un nudo en la garganta al recordarlo. Su hija, su preciosa hija todavía conservaba una herida en la barbilla.
En su primera visita, Emily se había echado a llorar al ver su pierna herida. Ben la había contemplado aterrorizado, temiendo que estuviera sufriendo un terrible trauma emocional, que no fuera a ser nunca la niña que él había conocido, pero casi inmediatamente, Emily había alzado su rostro empapado en lágrimas para decir:
– Con la pierna así, ya nunca podrás acampar.
Ben se había echado a reír. Aquella había sido su primera risa.
Rachel le había confirmado después que su hija se había recuperado perfectamente. Un milagro. Un milagro que habían conseguido entre los dos.
Pero el milagro de Ben le estaba rodeando en aquel momento la cintura con los brazos y estaba intentando meterlo en su coche. Un lugar en el que no podía meterse porque sabía perfectamente a dónde pretendía llevarlo Rachel.
A casa. A su casa. El corazón dejó de latirle al pensar en ello. Necesitaba montarse en un avión inmediatamente, antes de cometer alguna estupidez, como la de decidir que no quería volver a irse de allí.
– Vamos, Ben, pasa.
– ¿Por qué?
– ¿Cómo que por qué? Porque conduzco yo.
– Lo que quiero decir es que no sé por qué estás haciendo esto.
Estaban en el aparcamiento del hospital, en medio de una bulliciosa calle. Y el cielo brillaba de tal manera que Ben apenas podía soportarlo. Rachel permanecía a su lado, la brisa rozaba su pelo y añadía color a sus mejillas. Estaba radiante. Tan radiante que también se le hacía insoportable mirarla a ella.
– ¿Que por qué estoy haciendo esto? Porque voy a llevarte a casa para que te recuperes.
– A tu casa.
– Sí, claro. Ben, sucede que tú no tienes casa.
– Rachel, no.
Rachel se lo quedó mirando fijamente. Tardó varios segundos en hablar y, cuando lo hizo, tenía la voz ronca por la emoción.
– No estás en condiciones de ponerte a viajar. Todavía no.
Rachel pensaba que tenía prisa por marcharse. Y, aunque su pierna protestaba, Ben se apoyó sobre las muletas y le tomó la mano.
– Rachel, me duele.
– Dios mío, deberías habérmelo dicho -sacó del bolsillo la receta que le había dado el médico-, tengo que…
– No. Me duele aquí -se llevó la mano al corazón-. Me duele por Emily, por lo que podría haber pasado, por lo que he dejado que sucediera, porque es imposible que podáis perdonarme y porque…
– Ben…
– Diablos, yo mismo soy incapaz de perdonarme -dejó escapar un trémulo suspiro-. Mira, lo mejor que podemos hacer es continuar nuestras vidas.
– ¿Así, sencillamente? ¿Olvidar que has estado aquí y cómo hemos llegado a conectar casi a pesar de nosotros mismos? ¿Deberíamos olvidarlo todo?
– Sí.
– Muy bien -respondió Rachel con voz tensa-. Pero ahora, métete en el coche. Ni siquiera un superhéroe como tú puede montarse en un avión esta noche. Necesitas descansar, aunque sólo sea una noche, y eso es lo que te estoy ofreciendo -sacudió la cabeza-. Y no te preocupes, no voy a atarte a mí, ni físicamente ni de ninguna otra manera. Simplemente quiero que vengas a mi casa, utilices esa maldita cama y te vayas.
Otra vez. No lo había dicho, pero no hacía falta que lo hiciera. En aquella ocasión, Ben había conseguido estropearlo todo, que era precisamente su intención. Él pretendía marcharse cuanto antes para evitar precisamente eso. Para evitar todas las complicaciones sentimentales que supondría el tener que despedirse otra vez.
– ¿Vas a entrar? ¿O vas a hacer la tontería de irte en un taxi hasta el aeropuerto? Porque apuesto hasta mi último dólar a que llevas el pasaporte y todo lo que necesitas en la mochila, ¿tengo razón?
– ¿No la tienes siempre? -intentó bromear, pero Rachel lo miró arqueando una ceja-. Tienes razón, lo llevo todo encima.
Rachel desvió la mirada.
– Entonces no hay nada más que decir.
Ben la acarició, deslizó los dedos por su pelo, por el lóbulo de su oreja, deseando que aquella fuera la última caricia, el último recuerdo. Sabía que no podría regresar pronto porque no sería capaz de soportarlo. Y el hecho de estar pensando ya en la vuelta le hizo darse cuenta de lo débil que realmente estaba.
– Yo…
– ¿Le mando recuerdos a Emily?
– Sí -se aclaró la garganta-, Rach…
– Vete -susurró Rachel, se cubrió el rostro durante un instante antes de dejar caer las manos y rodear el coche-. Deja de alargar este momento y vete de una vez.
Se metió en el coche, lo puso en marcha y se marchó, dejándolo tambaleándose como un borracho con aquellas muletas a las que no estaba acostumbrado y preguntándose cómo podían haber llegado a desarrollar esa capacidad para destrozarse una y otra vez.
Ben se fue en el primer avión que salía de Los Ángeles con destino a África, decidido a perderse en las miserias de otros y a olvidar.
Pero mientras se frotaba su dolorida pierna, lo único que podía ver eran las luces de South Village y la desilusión y el dolor en el rostro de Emily.
Y el verdadero amor en los ojos de Rachel, quisiera ella admitirlo o no.
Gracias a la historia de Asada y a la resurrección de Gracie, nada de lo ocurrido afectó realmente a Rachel durante las primeras tres semanas.
Pero en cuanto llegó la calma, fue consciente de que Ben realmente se había marchado. Era como si se hubiera acostumbrado a él y desde que Ben se había ido, se sentía… diferente.
Era curioso que fuera capaz de trabajar con el corazón destrozado, pero así era. O quizá podía trabajar precisamente porque tenía el corazón roto. En cualquier caso, se dispuso a terminar un dibujo en el que aparecía Gracie montada en una piragua, surcando las difíciles aguas de la vida con una mano atada a la espalda y un remo diminuto, representando todas las dificultades de la vida cotidiana.
Al oír una camioneta debajo de su casa, perdió la concentración. El camión de la basura volvía a llegar tarde otra vez. Y, a juzgar por toda la basura que se estaba dejando el basurero mientras arrastraba el cubo hacia el camión, parecía tener prisa.
– ¡Eh! -Rachel se asomó a la ventana para asegurarse de que la oyera-. ¡Eso también tiene que llevárselo! -gritó.
El basurero alzó la mirada sorprendido. Sonrojado al saberse descubierto, se dispuso a recoger la basura que se había caído.
– ¡Mamá! -Emily entró corriendo en el estudio-, ¿qué pasa?
– Absolutamente nada.
– Pero estabas gritando.
– Sí, ¿y sabes una cosa? -se volvió hacia su hija-, me siento maravillosamente… Oh, Dios mío -la melena de su hija había desaparecido-, ¿qué demonios has hecho?
Emily sonrió de oreja a oreja y tiró de uno de los mechones extremadamente cortos que todavía quedaban en su cabeza.
– ¿Te gusta?
– ¿Te has cortado la melena?
– Sí -cuadró los hombros y alzó la barbilla-, siempre he querido llevarlo corto, pero tú no me dejabas.
– ¡Y tampoco te habría dejado ahora! -cambió de tono al ver la expresión desolada de su hija-. Comprendo que es tu pelo y que estás comenzando a despegar las alas, a convertirte en una adolescente y todo eso, pero…
– Mamáaaa -comenzó a decir Emily.
– ¡Deberías haber preguntado! -estaba gritando otra vez y no le importaba.
– ¡Quería parecerme a ti! -gritó Emily en respuesta.
– ¿De verdad? -a Rachel se le llenaron los ojos de lágrimas.
– De verdad -contestó Emily llorosa-. Pero tú lo odias. Y estás gritando. ¿Por qué gritas, mamá? Tú nunca gritas.
– Oh, cariño, no lo odio, te lo prometo -Rachel envolvió a su hija en un enorme abrazo-. Supongo que me gustaría que siguieras siendo mi niñita, que continuaras necesitándome para todo.
– Y te necesito, siempre te necesitaré.
Rachel enterró el rostro en el cortísimo pelo de su hija.
– Me alegro de oírtelo decir. Últimamente me he sentido… un poco insegura.
– ¿Sin papá?
La mera mención de Ben era para ella como un cuchillo clavado en el pecho.
– Sí.
– ¿Por eso gritas?
– Grito porque… me hace sentirme bien -sonrió-. Y no voy a reprimirme más, Emily. No voy a continuar fingiendo que mis sentimientos no existen.
– ¿Y eso significa que a partir de ahora vas a gritarme mucho?
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