– ¿No lo sabes? -susurró Emily-, estás preciosa -sus ojos brillaban como dos estrellas-. Eres tan guapa mamá.

Rachel consiguió sonreír a pesar del nudo que tenía en la garganta.

– Eso significa que también tú eres preciosa.

– Sí -pero entonces fue Emily la que tuvo desviar la mirada-. Aunque sé que a quien de verdad me parezco es…

Se interrumpió, sin hacer ningún esfuerzo por terminar la frase, y Rachel suspiró. «No seas cobarde», se recordó a sí misma.

– A tu padre.

Se miraron la una a la otra en un incómodo silencio, mientras Rachel sentía que se le caía el corazón a los pies.

No, no era una cobarde y no lo había sido durante mucho tiempo, pero sacar el tema de Ben Asher delante de Emily normalmente resultaba problemático.

Ben era la única persona sobre la que Emily y Rachel nunca estaban de acuerdo.

¿Cómo iban a estarlo? Su hija lo veía como un héroe, un hombre que anteponía las necesidades de los demás a las suyas. Un hombre que buscaba la justicia para aquellas personas que no podían conseguirla por sí mismas.

Y Ben era eso, admitió Rachel para sí. Pero también más, mucho más.

Rachel había vuelto a cambiar de colegio, aquel año en mitad del último curso. En su primer día de clase, un chico entró tarde paseando despreocupadamente en la clase de literatura inglesa. Con una lenta y perezosa sonrisa, fue recorriendo uno de los pasillos formados por las mesas.

– ¿Sabes que viene de Tracks? -le susurró una compañera que estaba justo detrás de Rachel a otra-. Vive en un hogar de acogida, con otros ocho niños.

– Aun así, está muy bien -susurró la otra en respuesta.

– Pero es asquerosamente pobre.

– Es una pena.

Rachel no pudo evitar fijarse en que nadie le hacía ningún caso, aunque a él no parecía importarle lo más mínimo. Iba vestido con unos vaqueros con un agujero en la rodilla y una camiseta negra con el dobladillo deshilachado y una manga rasgada y llevaba una vieja Canon al hombro. Tenía el flequillo muy largo.

Fijó la mirada en Rachel.

Ella no estaba acostumbrada a ser el blanco de una mirada. Era invisible. Algo habitual cuando siempre se era la niña buena. Pero Ben la miró con aquellos ojos chispeantes y se sentó en la única silla vacía que quedaba en la clase.

Justo al lado de ella.

– Hola -la saludó con una sonrisa devastadora-. ¿Tienes un bolígrafo de sobra?

Un poco sobrecogida por su presencia, Rachel le tendió su propio bolígrafo. Los chicos no la miraban muy a menudo, principalmente porque ella evitaba cualquier contacto visual y nunca se había molestado en hacer amigos. ¿Para qué iba a hacerlos, si pronto tendría que volver a marcharse?

– ¿Y papel?

Rachel le había dado unas cuantas hojas, y también una goma.

Para el final de la primera hora, Ben ya la había convencido de que compartiera con él sus apuntes y lo ayudara a estudiar el siguiente examen. Rachel había intentado explicarle que no era ella la chica que debía buscar si lo que pretendía era ser popular, pero él se había echado a reír.

– ¿Popular? Eso no es lo mío -sus ojos vagaban por el rostro de Rachel, viendo más de lo que nadie había visto nunca-. Pero me gustaría conocerte.

Y lo había hecho. La había conocido como nadie más lo había hecho jamás.

– ¿Mamá? -Em miró preocupada a Rachel-. Vuelve, me estás asustando.

Exacto. Volver al presente era mucho mejor que quedarse en el pasado.

Estaban hablando de Ben. Ben, un hombre que le había enseñado más sobre la pasión, los sentimientos y la vida que nadie. Y aunque habían pasado trece años desde que se habían separado, continuaba resentida. Resentida con él.

– Mira, olvídalo, ¿vale? Olvídate ahora de papá -Emily se mordisqueó la uña y buscó otro tema de conversación-. Entonces… ¿qué has almorzado hoy? ¿Han vuelto a darte esa gelatina de color repugnante?

Rachel tomó aire, con el corazón rebosante de dolor.

– Emily, cariño, tú eres como él. Eres igual que él en tantas cosas… Y como tu padre es mortalmente guapo, tú también lo eres.

Emily parecía aturdida por el rumbo que estaba tomando la conversación.

– Entonces -Rachel se aclaró la garganta y cambió de tema-, ¿Mel y tú habéis contratado a una enfermera? ¿Y estás conforme con eso?

Emily bajó la mirada hacia la mano de Rachel, que había estrechado reconfortantemente entre la suya.

– Me gustaría que no te preocuparas tanto por mí.

– Es lógico que una madre se preocupe. ¿Y crees que me va a gustar?

– Oh, Dios. ¿No puedes esperar hasta que la veas? -Emily alzó su mano libre-. Ahora tengo que irme. Tengo muchos deberes que hacer.

– Buena técnica para aludir el tema. ¿Quién es, Em? ¿Atila?

– Muy graciosa, mamá. Deberías escribir una tira cómica.

– Emily Anne, ¿qué te propones?

Emily la miró con expresión de absoluta inocencia.

– ¿Qué te hace pensar que me propongo algo?

– La intuición -contestó Rachel secamente.

– Eh, lo único que me propongo es que estés cuanto antes donde quieres estar: en casa.

Capítulo 3

A pesar de la necesidad desesperada de regresar a South Village inmediatamente, Ben tardó casi una semana en hacerlo. Invirtió dos días en salir de la selva. Y otros dos esperando encontrar plaza en un avión que lo llevara a un aeropuerto internacional. Y después, cerca de dos días más entre viajes y escalas.

Cuando por fin aterrizó en Los Ángeles, estuvo a punto de ahogarse en la niebla. No eran ni las doce y ya estaban a treinta grados. El calor era sofocante y el aire tan espeso que respirar era una opción poco aconsejable.

Por supuesto, Ben había soportado mucho más calor y mucho más húmedo durante muchos meses. Pero, de alguna manera, la primavera en el sur de California le parecía el peor infierno que podía recordar.

De acuerdo, era algo más que el clima. Era el hecho de que había vuelto a sus adversos inicios después de todos aquellos años, a un lugar en el que procuraba no pensar y evitaba visitar. Lo había dejado a los diecisiete años, siendo un adolescente demasiado pobre como para que nadie le prestara atención, y arrastrando consigo un corazón roto. Y había hecho todo lo posible por permanecer lejos de allí.

Durante la mayor parte del tiempo, lo había conseguido. Para ello, había tenido que convencer a la hermana de Rachel, Mel, para que le llevara a su hija a donde quiera que él estuviera. Por ampliar su educación, había dicho para defender el hecho de que tuvieran que arrastrar a la niña por todos los rincones del planeta. Los rincones más sórdidos en ocasiones.

Afortunadamente, Ben no había tenido que volver a South Village en mucho tiempo. Y sin embargo, allí estaba de nuevo, cortesía de su propio miedo a un loco que podía o no saber de la existencia de Emily y de Rachel.

Ben se había puesto en contacto con la policía de los Estados Unidos, que lo había remitido al FBI. Los agentes del FBI se habían mostrado educados con él y le habían dicho que dudaban que Asada fuera suficientemente estúpido como para aparecer por el sudeste de California. Al fin y al cabo, no habían pasado ni dos semanas desde que había aparecido su fotografía en un programa de televisión sobre los delincuentes más buscados. A menos que Asada tuviera algún interés en morir, en aquel momento estaría perfectamente escondido. Aun así, le habían prometido patrullar de vez en cuando por la zona en la que vivían Rachel y Emily, además de investigar el accidente de la primera, por si acaso no hubiera sido un accidente.

Una posibilidad que hacía que se le helara la sangre en las venas.

Ben tenía una reunión esa misma noche con uno de los agentes del FBI con los que había hablado, el agente Brewer, y esperaba que le proporcionara nuevas informaciones. Algo así como que habían detenido a Asada.

Mientras subía por las escaleras del aeropuerto, observó con ojo crítico su propio reflejo en los espejos que se alineaban en las paredes. Un lúgubre desconocido le devolvió la mirada.

No le había hablado a Emily de Asada. Y de ninguna manera pensaba ser él el que le dijera la verdad sobre el frío, cruel y peligroso mundo en el que vivía.

Y Rachel… Bueno, de momento esperaría. Por lo que ella sabía, él había ido allí para ayudarla. Aunque el hecho de que Rachel hubiera estado dispuesta a aceptar su ayuda era algo que escapaba a su capacidad de comprensión. Suponía que la desesperación debía haber jugado un gran papel en aquella decisión, pero no era capaz de imaginar a la única mujer que había sido capaz de igualar la intensidad de su júbilo y las profundidades de su tristeza estando tan desesperada.

Por supuesto, Ben ya no era capaz de adivinar hasta el último de sus pensamientos, como en otro tiempo había ocurrido. En aquel mismo instante estaba lesionada, herida… y él no podía poner más carga sobre sus hombros hablándole de Asada.

No, Asada era su propia cruz.

Salió de la terminal y el calor agotó sus energías. O quizá fuera el hecho de estar allí.

Su propia culpa.

Con un suspiro, Ben se colgó la bolsa de viaje en el hombro y se dirigió hacia los coches de alquiler, resignado a asumir su destino.

Para Rachel, South Village era su dulce hogar. Su vida. En unos pocos kilómetros cuadrados, uno podía comer en un restaurante propiedad de cualquier celebridad, ver lo último de la temporada teatral, tomarse una copa, comprar un regalo en una librería o una tienda original o, simplemente, pasear por las calles tomando cafés con hielo y disfrutando de sus vistas.

Pero no eran esos los motivos por los que Rachel adoraba aquella ciudad. En ella podía estar rodeada de gente. Podía perderse en medio de la multitud. Sencillamente, podía limitarse a ser.

Allí había podido permitirse el lujo de poder conocer un lugar al dedillo por primera vez en su vida.

Ella vivía en North Union Street, justo en el corazón de la ciudad. A la izquierda tenía el One North Union, un viejo hotel que había sido remodelado para albergar en su interior una serie de galerías de arte. A la derecha continuaba la que había sido la oficina del sheriff en los tiempos del antiguo Oeste y que en aquel momento era la casa de su vecino. En el otro lado estaba el mercado Tanner, prácticamente oculto tras un patio de ladrillo rebosante de flores y fuentes.

Para Rachel, lo mejor de aquella manzana de edificios era su casa. Gracias al éxito de Gracie, había podido comprarse cinco años atrás el viejo parque de bomberos. Era un edificio de ladrillo de tres pisos que ya había sido remodelado para ser utilizado como vivienda, pero que Rachel y Emily habían personalizado todavía más, convirtiéndolo en un verdadero hogar. Cada pared, cada suelo, cada mueble, había sido elegido con amor.

Aquella era la primera casa verdadera de Rachel. En ella había vivido más tiempo que en ningún otro lugar y, si por ella fuera, sería la última.

En aquel momento, Rachel estaba sentada en una silla de ruedas que se había prometido no necesitar para el final del día. Miró a su alrededor. Había pasado casi una semana desde que le habían prometido sacarla del hospital, y, por fin, después de varias sesiones de rehabilitación y una larga discusión con el médico, estaba en casa.

Y, sorprendentemente, comenzaba a notar cómo iban mejorando sus huesos. Por el mero hecho de estar en casa, pensó, sentada en medio de un enorme y espacioso cuarto de estar que en otro tiempo había albergado a los bomberos. Un mes y medio atrás, había estado en ese mismo lugar, mirando hacia la calle, viendo a la gente pasar, hablar y reír. Viendo a la gente vivir. Adoraba estar allí, en medio de aquel caos tan organizado. Allí estaba en su lugar. Segura. Solas ella y Emily.

En aquel momento, recién llegada del hospital, estaba esperando a su enfermera y diciéndose que se desharía de ella en cuanto fuera posible.

– Hola, mamá -Emily se acercó por detrás y le colocó un chal sobre los hombros.

Rachel ni siquiera se había dado cuenta de que tenía frío, pero advirtió entonces que le temblaban los brazos y las piernas. Su cerebro todavía fallaba algunas veces y la horrorizaba su falta de control. La mano le temblaba cuando la posaba sobre el muslo y sus hombros se desplomaban, intensificando su dolor… Y eso que no llevaba sentada ni cinco minutos.

Para una mujer acostumbrada a correr un par de kilómetros antes de desayunar, dedicar el resto del día a trabajar y jugar al frontón por las tardes con su hija, la falta de energía era desmoralizadora.

Estaba tan desanimada que apenas podía soportarlo. Quería saltar, quería correr por su casa y ver cada una de aquellas habitaciones que había conseguido hacer suyas. Quería subir al estudio y acariciar los lápices de colores y el papel en blanco. Quería dibujar, pintar, gritar… Quería hacer cualquier cosa que no fuera permanecer allí sentada, absolutamente impotente. La impotencia la hacía sentirse de nuevo como una niña.