Como esa niña que había tenido dinero y toda clase de privilegios materiales. Que lo había tenido todo, salvo la estabilidad y la seguridad que tanto significaban para ella. Su padre había pasado toda su vida de adulto preocupado por sus empresas y ganando dinero. Pero en su vida no había habido risas, y tampoco amor.

Melanie, la mayor de las dos hermanas, normalmente acaparaba toda la atención de sus padres, dada su natural inclinación a buscarse problemas. Aun así, disfrutaba de aquella vida nómada y hacía amistades con facilidad, especialmente entre el sector masculino.

Rachel no. A medida que iban pasando los años, se había prometido a sí misma que algún día tendría su propio hogar y nunca se movería de allí. Cuando estaba en el último año del instituto, su padre se había mudado a South Village y, cuando Rachel se había graduado, sus padres habían decidido que ya era hora de volver a mudarse.

Pero ella, cautivada por aquella ciudad, se había quedado. Había utilizado los contactos de su familia para conseguir trabajo como dibujante en uno de los diarios de la ciudad y por las noches estudiaba arte. El resto era historia.

Su dulce hogar.

– ¿Mamá? -Emily se arrodilló delante de ella-. Es normal que estés cansada. ¿No te lo han dicho los médicos? El trayecto hasta casa ha supuesto un gran esfuerzo para ti.

– Sí -Rachel sentía la urgente necesidad de tirar algo o de echarse a llorar.

Pero aunque su hija había cambiado mucho, no quería hacer nada que pudiera afectarla.

– ¿Quieres tumbarte un rato?

– Me gustaría no tener que volver a tumbarme jamás en mi vida.

Emily soltó una carcajada.

– No te preocupes, dentro de nada estarás gritándome para que salga a jugar fuera de casa y deje de hacer deberes.

Rachel suspiró. Era lo único que podía hacer.

– Estoy orgullosa de tus notas, Emily, pero eres demasiado joven para estudiar tanto.

– Me gusta estudiar.

– Pero…

Rachel frunció el ceño como si la idea acabara de escapársele de la cabeza. Frustrada, cerró los ojos e intentó concentrarse, pero no sirvió de nada. No podía recordar lo que había estado a punto de decir.

– De verdad lo odio. ¿Cómo voy a gritarte si ni siquiera soy capaz de retener un pensamiento en mi cabeza?

– Será cuestión de practicar -le aseguró Emily.

En ese momento sonó el timbre de la puerta y la sonrisa de Emily se desvaneció. Su saludable rostro pareció apagarse mientras fijaba la mirada en la puerta.

– Es la enfermera -dijo Rachel mirando la puerta con una expresión que imaginaba idéntica a la de su hija.

– Llega muy pronto -Emily se mordisqueó una ya suficientemente roída uña.

Desde luego, el grito tendría que esperar, porque Emily parecía mucho más nerviosa que ella.

– Oh, cariño, estaré bien -tendría que estarlo-. Además, es algo temporal, ¿recuerdas?

– Sí, eh… yo que tú procuraría no olvidarlo.

Rachel necesitaba abrazar en aquel momento a su hija. Así que se movió para hacer justo eso, pero el dolor que laceraba su cuerpo le recordó que no podía hacer nada al calor del momento. Mientras se reclinaba de nuevo en la silla, tomó aire y lo soltó lentamente.

– ¿Mamá?

– Estoy bien -relativamente, por supuesto-. Acabemos cuanto antes con esto. Estoy segura de que Mel y tú habéis hecho un gran trabajo a la hora de seleccionar a la enfermera.

– Eh… probablemente éste sea un buen momento para comentar que la tía Mel no ha tenido nada que ver con esto -Emily continuó mordiéndose la uña y mirando hacia la puerta con una curiosa mezcla de miedo y alegría-. Ella no lo sabe, nadie tiene ni idea…

El timbre volvió a sonar, seguido en aquella ocasión de tres golpes a la puerta.

Una enfermera impaciente. Magnífico.

Emily alzó la barbilla y se dirigió hacia la puerta. Pero a medio camino se detuvo. Rápida como una bala, corrió de nuevo hacia Rachel, le dio un beso en la mejilla y le dirigió una temblorosa sonrisa.

– Lo siento, ¿de acuerdo? -se dirigió a grandes zancadas hacia la puerta y la abrió.

En la puerta, con el hombro apoyado en el umbral y la cabeza inclinada mientras esperaba con una tensión apenas contenida, estaba un hombre al que Rachel pensaba no volver a ver en su vida.

Ben Asher alzó la cabeza y buscó sus ojos.

– Hola, Rachel.

Había ido. Había vuelto. Y, por increíble que pareciera, en lo único que Rachel podía pensar era en su falta de pelo. Alzó su débil y tembloroso brazo y buscó la gorra que le servía para esconder su calvicie.

– Tú.

– Sí, yo -Ben se enderezó y, sin que nadie lo invitara, entró en la casa y dejó caer la bolsa en el suelo. Después, avanzó hasta Emily para darle un enorme abrazo.

– Hola, cariño.

– Hola, papá -le devolvió el abrazo, se separó de él y sonrió.

Más grande que la propia vida, Ben permanecía en el vestíbulo, con las manos en las caderas y mirando con franca curiosidad aquella espaciosa habitación con las paredes de ladrillo, los suelos de madera y una barra en el centro.

– Mamá -Emily se humedeció los labios mientras miraba alternativamente a sus padres-. Yo le pedí a papá que viniera.

Ben miró a su hija arqueando una ceja y Rachel no pudo menos de preguntarse si Emily se lo habría pedido o se lo habría suplicado.

¿Pero realmente importaba? Ben no había ido hasta allí por ella, había ido por Emily. Y el hecho de que, durante un fugaz y humillante segundo hubiera sido capaz de pensar otra cosa, era algo que estaba más allá de su capacidad de comprensión. Cerró los ojos, pero la imagen de Ben continuaba indeleblemente grabada en su cerebro. Era tan igual, pero al mismo tiempo tan distinto a como lo recordaba que, sencillamente, se había quedado sin respiración.

Ben siempre tenía un efecto idéntico en ella cuando Rachel tenía diecisiete años y él era todo su mundo. Dios, ¿de verdad había sido tan joven? Hasta entonces pensaba que el dolor no podía ser peor, pero le bastaba mirar a Ben para sentir que no era más que un barril de pólvora a punto de explotar.

– No quiero que estés aquí -dijo con calma.

Ni siquiera unos minutos. Quería que se fuera para poder concentrarse en la enfermera que todavía tenía que llegar.

Ben curvó los labios en una sonrisa, acordándose de Emily.

– Comprendo lo que sientes, créeme -sin apartar la mirada de Rachel, alargó el brazo, para abrazar de nuevo a su hija.

– ¿Cómo llevas todo esto, Emily?

La voz. Su rostro, aquel semblante de facciones duras, bronceado, enmarcado por aquel pelo castaño aclarado por el sol, un pelo en el que a Rachel le encantaba hundir los dedos. Continuaba llevándolo ligeramente largo, con aquel desaliño que indicaba que utilizaba con más frecuencia los dedos que el peine para domesticarlo. Llevaba la ropa limpia, sin ninguna característica distintiva, permitiéndole continuar siendo un camaleón capaz de adaptarse a cualquier circunstancia. Aun así, emanaba de él un aura de fuerza y confianza y Rachel sólo era capaz de mirarlo fijamente.

¿Habían pasado trece años desde la última vez que lo había visto? ¿Y por qué de pronto se sentía como si lo hubiera visto el día anterior?

Sus movimientos, mientras abrazaba a su hija y se adentraba en la habitación, eran fluidos y ágiles como no lo eran los suyos. Los músculos se dibujaban bajo la camiseta y los vaqueros gastados, recordándole a Rachel su propia debilidad. Pero sus ojos, que continuaban sosteniendo su mirada, reflejaban la misma incomodidad.

Por fin, Ben rompió aquel contacto visual para mirar a Emily.

– Dime que se lo preguntaste a tu madre antes de llamarme.

– ¿Preguntarme qué? -a Rachel comenzó a latirle violentamente el corazón en el pecho.

Ben sacudió la cabeza mirando a Emily, el amor y la irritación empañaban su mirada.

– Cobarde -la regañó suavemente.

Emily se encogió de hombros y le dirigió la más triste y patética de las miradas.

Con un suave sonido en el que se mezclaban el enfado y el amor, Ben soltó a Emily, se acercó a Rachel a grandes zancadas y se puso en cuclillas ante la silla de ruedas con tanta facilidad que Rachel lo habría pateado.

Si hubiera podido levantar la pierna enyesada.

Ben llevaba barba de un día, pero eso no ocultaba la belleza de sus pómulos ni la fuerza de su ancha mandíbula. Tenía una boca de labios llenos y, Rachel tenía que admitirlo, continuaba siendo sexy como el infierno. Lo que no comprendía era cómo, después de tanto tiempo, podía estar fijándose en aquellos detalles.

– Tienes un aspecto infernal -le dijo a Rachel.

– Exacto, he estado en el infierno.

Asintiendo lentamente, Ben alargó el brazo y acarició sus dedos pálidos con sus manos callosas y oscurecidas por el sol. Rachel sintió una sacudida en todo el cuerpo. Y, si su casi imperceptible respingo significaba algo, también la había sentido Ben.

– Siento que estés herida -le dijo.

Era sincero; formaba parte de su naturaleza. Ocultar sus sentimientos no formaba parte de su código genético. Lo que hacía que su compasión fuera más de lo que Rachel podía soportar.

– No me compadezcas.

El asombro cruzó el rostro de Ben.

– No me atrevería.

Al estar prisionera, los sentidos de Rachel parecían haberse aguzado. Especialmente el del olfato. El aroma de Ben llegó hasta ella, cálido, limpio, masculino y tan dolorosamente familiar que su pituitaria se enardeció, como si quisiera atraparlo. Ben siempre había sido una inquietante combinación de sensualidad, pasión, fuego y entusiasmo por la vida.

Y no había cambiado nada.

Pero ella sí. Era más dura. Impenetrable.

– ¿Tienes muchos dolores? -le preguntó Ben, tan perspicaz como siempre.

Diablos, sí, porque le bastaba mirarlo para que afloraran los recuerdos más dolorosos. Para que recordara todos sus fracasos.

– No quiero que estés a… aquí -tartamudeó en la última palabra. Que su cerebro le fallara otra vez era el último insulto. Y todo era culpa de Ben, se dijo, mientras lo fulminaba con la mirada.

Ben apretó los labios mientras la miraba, frotándose la barbilla. El suave sonido de aquel roce parecía encontrar eco en el vientre de Rachel. Dios, lo recordaba exactamente así, mirándola, viendo a través de ella, adivinando su interior. Rachel siempre había estado convencida de que Ben era capaz de ver mucho más de lo que ella quería que viera.

Lo cual estaba directamente relacionado con el motivo por el que le había pedido que se marchara.

– Esta vez no puedo irme, Rachel -su voz tenía un tono de disculpa y reflejaba una frustración idéntica a la suya-. Le prometí a Emily que me quedaría.

Rachel desvió la mirada hacia su hija, que permanecía detrás de su padre, retorciéndose las manos y mordiéndose el labio.

– Por eso te he dicho antes que lo sentía, mamá -aclaró Emily rápidamente-. Y lo sé, lo sé. Sé que probablemente estaré castigada durante un mes.

– De por vida.

– Sí, bueno -Emily rió nerviosa-, me lo merezco.

– No, no se lo merece -Ben sacudió la cabeza mirando a Rachel-. Estaba asustada y preocupada por ti. Y quería que estuviera aquí.

– Para hacer contigo uno de esos viajes mientras yo me recupero. Estupendo. Magnífico. Muchas gracias.

– No tienes que darme las gracias por ocuparme de mi hija. Ella lo es todo para mí.

– Yo pensaba que lo era tu cámara.

Aquella respuesta provocó un sorprendido silencio.

– ¿De verdad es eso lo que piensas?

El presente y el pasado se fundían, y, por un momento, Rachel no fue capaz de decir dónde estaba ni cuándo. Ben siempre iba con su cámara al cuello. Y tenía un talento especial para capturar el alma y el corazón de cualquier cosa. A los diecisiete años ya estaba decidido a utilizar su talento para abrirse camino, sabía que no tenía muchas posibilidades, pero no estaba dispuesto a renunciar a ninguna.

Ben nunca renunciaba.

A diferencia de Ben, Rachel libraba sus propias batallas de manera diferente, en su fuero interno, pero no quería herirlo.

– Lo siento, sé que quieres a Emily.

– Por supuesto que la quiero. Y ella nos necesita a los dos.

– De todas formas, ahora no puedes llevártela porque las vacaciones de verano no empiezan hasta dentro de un mes.

Emily no pareció aliviada, eso fue lo primero en lo que se fijó Rachel. Y lo segundo fue la mirada directa y preocupada de Ben.

– No. No -exclamó al comprender por fin la verdad.

– Me lo temía, no sabías nada -dijo Ben llanamente, a pesar de que sus ojos expresaban la agitación de sus sentimientos-. Pero voy a quedarme, por lo menos hasta que puedas valerte por ti misma.


– ¿Eres tú el que me va ayudar hasta que me recupere?

– Sí.

Estando tan cansada, continuar comportándose de manera civilizada era difícil. Pero con aquellos dolores y sabiéndose traicionada por su propia hija, la tarea era, sencillamente, imposible.