– Preferiría pasar la convalecencia en el hospital.

Emily se acercó a ella.

– Mamá.

Ya se encargaría de la traición de Emily más adelante.

– Lo digo en serio.

– Estupendo -Ben se levantó con un rápido movimiento y bajó la mirada hacia ella desde su gran altura. En aquella ocasión, su expresión era inescrutable-. Yo mismo te llevaré.

– ¿Ahora? -gimió Rachel.

– Sí, ahora. No quieres que esté aquí, así que tú tampoco puedes quedarte. Porque no esperarás que Emily soporte toda esta carga…

– No, por supuesto que no -había dicho que era una carga. Adorable.

– Bueno, entonces… -se colocó tras ella y agarró la silla.

Era capaz de hacerlo, decidió Rachel. Y lo haría. Porque una de las cosas que recordaba claramente de él era que no le gustaban los faroles. ¿No lo había aprendido años atrás, cuando ella había dejado que su miedo a la intimidad la anulara y le había pedido que se alejara para siempre de su vida? Y Ben había hecho exactamente eso: marcharse sin mirar atrás.

Antes de que pudiera volver a tomar aire, la silla se detuvo. Y una vez más, Ben llenó todo su campo de visión.

– ¿Vas a comportarte como una niña? Porque si es así, perfecto. Nos quedaremos aquí tú y yo.

– Habría preferido quedarme con Atila -musitó.

– Probablemente -reconoció él de mal humor-, pero le he hecho a Emily una promesa.

Y aunque era capaz de muchas cosas, algo que jamás haría era faltar a su palabra.

– Es una locura. No podemos estar juntos, sería…

– ¿Como en los viejos tiempos? -se burló Ben.

La miró sin pestañear, haciéndole recordar exactamente lo bien que habían llegado a estar juntos.

– No tienes idea de lo que es esto -musitó Rachel.

– ¿Te refieres a verte obligado a renunciar a todo por las circunstancias? Sí, sé lo que es -rió con dureza-. Yo me crié de esa manera.

– Ben…

– Olvídalo, eso no cambia nada -se colocó enfrente de la silla, apoyando las manos en los apoyabrazos-. Pero soy un hombre justo, de modo que te ofreceré un trato.

El traicionero cuerpo de Rachel deseaba realmente que se acercara más. Lo miró con recelo.

– ¿Qué trato?

– En cuanto seas capaz de echarme de una patada, me iré. ¿Qué tienes que decir a eso?

Ambos sabían que ni siquiera en su mejor momento físico sería capaz de echarlo físicamente si él no quería moverse.

– ¿Trato hecho?

Una vez más, el pasado y el presente se fundieron, dejándola pestañeando con fiereza para apartar las lágrimas de frustración. No lloraría, no iba a llorar delante de aquel hombre irritante e irracional.

– Trato hecho. Pero sólo porque muy pronto estaré mejor.

– Créeme -contestó Ben, incorporándose con un ágil movimiento-, cuento con ello.

Capítulo 4

Ben fingía ser capaz de respirar en aquella enorme casa en la que no era bienvenido, e incluso conseguía sonreír cuando veía aparecer a Emily.

Pero no podía quitarse de la cabeza el hecho de que estaba allí. De que había puesto un pie en South Village y no había explotado por el impacto. De que había visto a Rachel y había sentido… algo. Ella también lo había sentido, pero a la luz de su actitud, no le había gustado más que a él.

Aquel antiguo parque de bomberos restaurado era interesante, si a alguien le gustaban los espacios amplios y abiertos. Las habitaciones tenían los techos altos y había ventanas por todas partes, ofreciendo interesantes vistas de una ciudad que parecía no dormir nunca. Había una barra justo en el centro de la vivienda y una escalera de caracol de hierro forjado. Las alfombras adornaban los suelos de madera y objetos de artesanía procedentes de todos los rincones del mundo decoraban las paredes, de las que también colgaban algunas fotografías.

Ninguna de ellas suya. Ben no pudo evitar notarlo. Pero no le importaba. Había llegado a aquella casa con una barrera mental de diez metros de espesor que le permitiera mantener a Rachel fuera de su cabeza y, sin lugar a dudas, Rachel había hecho lo mismo con él. No se le daba mal levantar muros. Diablos, era una experta en levantar muros.

Los muebles eran nuevos, elegidos con gusto, y muy de Rachel. En otras palabras, caros. Aun así, podía ver a Emily corriendo por las habitaciones y deslizándose por la barra para desplazarse de un piso a otro, disfrutando de un verdadero hogar.

– ¿De verdad te vas a quedar en casa? -le preguntó Emily.

A Ben se le encogieron las entrañas al advertir el tono esperanzado de su voz. Él había pasado la mayor parte de su infancia en South Village, intentando salir de allí, y toda su vida de adulto intentando olvidar aquel lugar.

Y acababa de volver, por un período de tiempo indefinido.

Dejó sus cosas encima de la cama de la que iba a ser su habitación y se volvió hacia ella.

– Sí -al ver su expresión de inseguridad, abrió los brazos y suspiró aliviado cuando Emily corrió a su encuentro.

– Sabía que lo harías -posó la cabeza en su pecho y sonrió-. Y también que nunca has roto una promesa, pero quería oírtelo decir otra vez.

Dios, era tan pequeña. Y tan inteligente, que Ben a veces olvidaba su edad. Un sincero alivio fluyó en su interior al saber que había sido capaz de ofrecerle algo más que sus habituales llamadas telefónicas.

– Me quedaré todo el tiempo que sea necesario -le prometió, pensando en Asada. Había ido a ver al agente Brewer, pero no había habido ninguna novedad.

De modo que se concentraría en el presente, en el aspecto de Rachel y en cómo era capaz de hacer que dejara de latirle el corazón con sólo mirarlo, y en lo increíblemente bien que se sentía abrazando a su hija… Dios, su hija. Se extrañó al sentir un dolor intenso en el pecho. ¿Por qué amar dolía tanto?

– ¿Qué te parece eso?

Una enorme sonrisa iluminó el rostro de Emily y aquel extraño dolor cesó.

Con el rostro sonrojado por la felicidad, Emily se marchó bailando hacia la puerta, todo brazos y piernas. Y, por un instante, Ben perdió el sentido del tiempo e imaginó a Rachel tal como era trece años atrás.

Ella también era todo brazos y piernas, recordó. Y el dolor regresó con más intensidad que la vez anterior. Qué triste época había sido aquella en la que, siendo sólo un niño, había tenido que luchar con todas sus fuerzas para sobrevivir.

Y Rachel había sido su esperanza.

Como lo era Emily en aquel momento.

– Esta noche cocinaré yo -anunció la niña con orgullo-. Y será una cena de celebración: hamburguesas y queso.

– ¿De celebración? -dudaba que a Rachel le apeteciera.

Su otrora cremosa piel parecía casi transparente por el cansancio. Apenas era capaz de mantener la cabeza erguida mientras fijaba aquellos ojos enormes y enfadados en él. Si Ben no hubiera estado tan tenso por el mero hecho de estar allí, le habría roto el corazón.

– No sé si ésta será una buena noche…

– Es una noche perfecta -le aseguró Emily-. Mamá está donde quiere estar y yo os tengo a los dos en el mismo lugar.

Oh, oh. Ben podría no saber mucho sobre los intrincados funcionamientos de la mente femenina, pero reconocía las señales de advertencia cuando atronaban en su cerebro.

Y en aquel momento, estaban sonando las campanas de alarma.

– Sabes que estoy aquí porque has conseguido, sólo Dios sabe cómo, hacerle una jugarreta a tu madre -y porque un hombre loco quería destruirlo-, no porque ella y yo hayamos vuelto a estar juntos.

Emily hizo un puchero.

– ¿Estás enfadado conmigo?

Andando Asada suelto, habría tenido que ir de todas formas.

– No -contestó con sinceridad.

– Mamá está enfadada.

– Ya me lo imagino. Em… dime que sabes que esto es algo temporal.

– Tú espera -giró de nuevo y ejecutó una suerte de movimiento de ballet que hizo que Ben bizqueara intentando seguirla-, te va a gustar tanto estar aquí, que no querrás dejarnos nunca.

– Em…

– Tengo que irme a preparar la cena.

Y sin más, desapareció, dejando a Ben pestañeando tras ella.

Aquella vez iba a hacer las cosas bien, se aseguró Ben mientras se sentaba en la cama. Aunque sintiera que se estaba ahogando, haría las cosas bien. No saldría corriendo para perderse en cualquier selva. Ni en la refriega de alguna guerrilla. Ni en algún desierto perdido. En aquella ocasión, su cámara tendría que esperar.

Se metió la mano en el bolsillo y sacó una copia de la segunda carta que había recibido de Asada.

La policía tenía el original, otro pedazo de papel meticulosamente escrito. En contraste con la blancura del papel, el texto era suficientemente repugnante como para hacerle vomitar.


Querido Ben:

Al igual que tú has arruinado mi vida, yo arruinaré la tuya.

Tú más fiel enemigo, Manuel Asada.


La policía de Sudamérica estaba completamente del lado de Ben. Asada se había fugado y eso no sólo suponía una situación embarazosa, sino también una terrible amenaza. Si no lo encontraban, sólo era cuestión de tiempo el que iniciara un nuevo fraude y matara con el fin de proteger su negocio.

O llegara hasta allí para obtener venganza… Si es que no lo había hecho todavía. Porque Ben tenía la terrible certeza de que Asada era el responsable del accidente de Rachel.

Pero no volvería a ocurrir.

Con el tiempo, tendría que explicar el porqué de la vigilancia policial a la casa en la que Rachel y Emily vivían. Pero, tras haber conocido la dimensión de sus lesiones, estaba más convencido que nunca de que Rachel no debería saber nada hasta que no estuviera más fuerte.

Además, ¿cómo iba a explicarles a su hija y a aquella mujer que lo odiaba que había puesto sus vidas en peligro? ¿Que había por allí fuera un loco que las buscaba? Eso haría a Rachel más dependiente de él, algo que ella odiaría con cada fibra de su ser.

Fuera o no lo correcto, tendría que esperar. Y, mientras tanto, seguiría intentando protegerlas, algo que nunca había sido capaz de hacer, según Rachel.

Ben encontró a Rachel en el mismo lugar en el que la había dejado, sentada en su silla, en medio del espacioso salón, frente a los ventanales. Aquella horrible gorra continuaba en su cabeza. Llevaba la pierna y el brazo derecho escayolados. Ben sabía que tenía varias costillas rotas y que permanecer allí sentada durante tanto tiempo debía ser una tortura. Pero también sabía que debía ser muy doloroso cambiar de posición.

Rachel debería haber tenido un aspecto miserable. Patético al menos.

Y, sin embargo, continuaba tan hermosa como siempre. Quizá más. A pesar de las heridas, su rostro continuaba siendo aristocrático, su piel tersa. Su cuerpo, lo poquito que podía ver de él, seguía siendo ligero, esbelto. Y deseable.

Ben podía recordar vividamente una noche de muchos años atrás. Estaban los dos sentados en un rincón aislado del jardín botánico. La larga melena de Rachel acariciaba su brazo y su cuerpo suave se extendía bajo el suyo sobre la hierba. Sus ojos enormes se fundían con los de Ben, llenos de calor, miedo y esperanza, mientras se entregaba por vez primera a él. Aquella también había sido la primera vez para Ben y, a pesar de que su método anticonceptivo había fallado, el preservativo se les había roto, jamás había vuelto a experimentar nada como lo que había vivido entonces.

– ¿Qué ha pasado con la persona que te atropello? -preguntó Ben, caminando hacia ella.

– No la han encontrado.

Ben tomó aire. Sí, había sido Asada. Y Emily podía ser la siguiente.

El estómago se le revolvió mientras añadía una cosa más a la lista de sus fracasos. No servía para nada, le decían en el hogar de acogida. Y era completamente cierto.

Ajena al infierno particular de Ben, Rachel bajó la mirada hacia sus propias manos y dijo lentamente:

– Preferiría pensar que el conductor se dio a la fuga por miedo después de atropellarme a creer que alguien se equivocó. Esta tortura no sería menor si destruyeran además la vida de otra persona.

Ben no olvidaba que Rachel le había destrozado a él la vida. Cuando había terminado con él, Ben se había sentido tan golpeado y herido como lo estaba ella en aquel momento, aunque en su caso, las heridas fueran invisibles.

¿De verdad no sentía nada cuando lo miraba? ¿Pero por qué tenía que importarle? ¿Acaso sentía él algo cuando la miraba a ella?

Sí, podía admitirlo, sentía algo. Principalmente enfado y humillación. A Rachel le habían enseñado a no expresar sus sentimientos, pero, de alguna manera, Ben había conseguido que se abriera a él. Aquello había sido como ver abrirse una flor. Habían sido dos almas solitarias dispuestas a fundirse en una, pero Rachel lo había tirado todo por la borda con una facilidad que todavía lo estremecía.