Ese mismo recuerdo estaba haciendo sonreír a Ben en aquel momento.

– Supongo que ya es hora de que utilice la puerta en vez de arriesgar mi vida trepando por el enrejado, ¿te acuerdas?

Rachel se estremeció. Era condenadamente difícil no sentir nada, negarse a tomar la ruta de los recuerdos cuando Ben estaba diciéndole «¿recuerdas?» con aquella voz tan sensual cada dos minutos.

– Vuelve a decirme por qué has tenido que hacer esto, Ben. Por qué vas a quedarte.

Ben se volvió.

– ¿De verdad tienes tan mala opinión de mí que creías que no lo haría?

– Creo que estás loco si esperas que me trague que quieres estar aquí, en South Village, atado a una casa, a un único lugar, cuando todo en ti anhela moverse.

Ben se dirigió hacia la puerta.

– Bueno, en ese caso, llámame loco.

– ¿Pero por qué? No puedes querer estar aquí.

– Esto no tiene nada que ver con lo que quiera o lo que deje de querer -la miró por encima del hombro-. Tú lo que tienes que hacer es mejorar. Ponte buena y me iré de aquí antes de que te hayas dado cuenta. Después, volverás a tu vida segura y estéril y te olvidarás de que he venido a molestarte.

La puerta se cerró tras él y antes de que pudiera ponerse a pensar en lo ocurrido, el sueño se llevó su maltratado cuerpo, liberándola de pensar, del dolor y las preguntas.

Pero no de soñar.

Dos meses antes de la graduación, National Geographic se puso en contacto con Ben. Querían que se internara en Venezuela con uno de sus fotógrafos durante el verano. Si aquel primer trabajo funcionaba, le asignarían una misión para el otoño en Sudáfrica.

– Ven conmigo -le dijo a Rachel.

Estaban sentados en el jardín botánico, en su lugar habitual de encuentro, a medio camino de sus respectivas casas.

Rachel alzó la mirada con la carta entre las manos y se quedó mirándolo fijamente. Nunca había visto a Ben tan animado y ella sabía por qué.

Durante toda su vida, Ben había estado esperando el momento de dejar la ciudad y por fin tenía la oportunidad de hacerlo.

Pero ella había estado esperando durante toda su vida la oportunidad de quedarse en un solo lugar. Y además adoraba South Village, adoraba las alegres gentes de sus calles, las vistas, los olores, todo… Aquella ciudad era su vida, era su corazón. La adoraba y no quería marcharse, ni siquiera por Ben. Si se marchaba, su vida a su lado sería idéntica a la que había llevado hasta aquel momento: viajar, viajar y viajar, cuando lo único que ella quería era un hogar.

– ¿Rach?

– Yo quiero quedarme.

– No, tenemos que irnos. En esta ciudad no hay nada para mí y lo sabes. Es mi futuro -añadió con voz ronca, diciéndole lo mucho que aquello significaba para él, pero sin explicarle por qué.

Oh, Dios, dejar que se marchara sería como dejar que se desgarrara una parte de ella, la mejor parte.

– No puedo -sentía el corazón en la garganta porque lo sabía: Ben estaba destinado a marcharse.

Y ella estaba destinada a quedarse.

– Vendrás conmigo -dijo confiadamente Ben.

No volvieron a hablar porque poco después Rachel cayó enferma de gripe y después de verla vomitando todas las tardes a las cuatro en punto durante toda una semana, Ben decidió llevarla a una clínica.

– ¿Necesita antibióticos? -le preguntó al médico, estrechando con fuerza la mano de Rachel mientras esperaba una respuesta.

– No, lo que estás incubando no es contagioso -le respondió el médico a Rachel-, es un bebé.

Capítulo 6

El teléfono despertó a Melanie en lo que tuvo la sensación de ser el borde del amanecer. Abrió los ojos, se estiró perezosamente en la cama y entró en contacto con un cuerpo cálido, duro e innegablemente masculino.

Oh, sí, qué forma más agradable de despertarse.

Jason, no… Justin, recordó con un suspiro de alivio, había tenido el detalle de ofrecerse para llevarla a casa desde el bar al que había ido después del trabajo porque necesitaba tomarse una copa.

El teléfono continuó sonando y estaba comenzando a alterarle los nervios.

– Aparta eso, cariño -dijo, palmeando el trasero desnudo de su amante mientras alargaba el brazo para descolgar el teléfono inalámbrico de la mesilla.

Y entonces vio el despertador. ¡Mierda! Volvía a llegar tarde al trabajo.

«¿Puedes verme en este momento, papá?» Miró hacia el cielo con una sonrisa irónica. O quizá debería estar mirando hacia el infierno, porque era mucho más probable que su padre hubiera terminado allí. «Llego tarde a trabajar, papá, y estoy orgullosa de ello. Así que ya puedes comenzar a retorcerte en tu tumba».

Esperando que no fuera su jefe, descolgó el teléfono.

– ¿Tía Mel?

Una sonrisa cruzó su rostro, aunque sólo en parte era de alivio.

– Hola Emily, cariño.

– ¿Estás ocupada?

Mel miró hacia el hombre extremadamente hermoso y extremadamente desnudo que tenía a su lado.

– Un poco, ¿qué ha pasado? ¿Cómo está tu madre?

– Eso es lo que quería decirte, está bien. Está muy bien. Tan bien que ya no hace falta que vengas este fin de semana.

– ¿Estás segura?

– Claro que sí. Mamá dice que hagas lo que tengas que hacer, que estaremos perfectamente.

– Habéis conseguido una enfermera, ¿verdad?

– Sí, las cosas van muy bien, de verdad. Entonces… bueno, nos veremos el fin de semana que viene. O el siguiente.

– El próximo fin de semana, claro… -Melanie se interrumpió y entrecerró los ojos. Siendo la reina de los mentirosos, manipuladores y estafadores, podía reconocer a uno entre un millón-. No me has respondido, Em. ¿Habéis contratado una enfermera?

– Eh, sí, y está haciendo un trabajo magnífico.

Aparentemente cansado de esperar, Justin deslizó las dos manos por las piernas de Mel y comenzó a jugar con lo que encontró entre ellas.

Melanie cerró los ojos. ¿De verdad quería interrogar a su sobrina cuando tenía a aquel hombre maravilloso deseando rendir culto a su cuerpo?

En aquel momento, aquel hombre maravilloso deslizó un dedo en su interior.

– De acuerdo, te llamaré dentro de unos días para ver cómo va todo -consiguió decir-. Adiós, cariño…

A los diecisiete años, Ben se había tomado el embarazo de Rachel como si fuera el final del mundo. Había estrechado su mano y había descubierto que Rachel tenía los dedos helados.

– Todo va a salir bien.

Con una risa atragantada, Rachel había liberado su mano.

– ¿De verdad? ¿Y cómo es posible, Ben? Voy a tener un bebé, por el amor de Dios.

Sí, un bebé. El estómago le daba vueltas, pero podía ser por culpa del hambre, puesto que no había comido nada desde la hora del almuerzo.

Miró a Rachel y el corazón se le encogió en el pecho. Dios, la amaba. Ridículamente. ¿Quién habría pensado que aquel joven que no servía para nada pudiera llegar a sentir algo tan intenso que no era capaz de respirar ni de hacer nada si Rachel no formaba parte de su mundo?

E iban a tener un hijo. Por culpa de un accidente, iban a crear una vida, una vida perfecta… Y, de pronto, su pánico se transformó en algo mucho más ligero, mucho más cercano… al júbilo.

– Cásate conmigo.

– Ben…

– Mira, te quiero y eso nunca cambiará. A la larga habríamos terminado casándonos, así que lo único que vamos a hacer es adelantar un poco los planes.

– Pero… ¿dónde viviremos?

– Bueno, empezaremos viviendo en Sudamérica, pero…

– Ben…

– Tendremos que ir a África en otoño, y después…

– Ben…

La estaba perdiendo, podía oírlo en su voz, así que continuó hablando tan rápido como pudo.

– Y después tendremos que ir a Irlanda, porque…

Rachel le agarró las manos y se las llevó al corazón. Sus enormes ojos brillaban y hablaba tan bajo que Ben tuvo que inclinarse para oírla.

– Ben, escúchame. Me amas, y para mí eso es casi un milagro, créeme, pero no puedo. No puedo convertirme en la señora Asher.

– Entonces no te cambies el apellido -contestó, malinterpretándola deliberadamente-. A mí eso no me importa, Rach. Yo sólo te quiero a ti.

– No puedo. No puedo darte lo que quieres. Somos demasiado diferentes.

– Las diferencias no importan. Mira, Rachel, yo voy a irme y tú vas a venir conmigo. Nos queremos y…

– ¡No! Dios mío, ¿es que no lo entiendes? Yo… no te quiero, ¿de acuerdo? No te quiero.

Ben no podía moverse, no podía respirar.

– Lo siento -Rachel tomó aire y se levantó. Sus ojos volvían a ser inescrutables, como si estuviera escondiéndose de él. Algo que se le daba muy bien-. Y no quiero volver a verte. Adiós, Ben.

– Rach…

– Vete, por favor -había susurrado con la voz rota-. Vete.

Era una petición que le resultaba dolorosamente familiar. Rachel no lo amaba y quería que se marchara. Estupendo. Él no iba a suplicarle.

– Adiós, Rachel -le dijo, pero ella ya se había marchado, desvaneciéndose en la noche.

Ben se despertó jadeante del infierno particular de sus recuerdos. Estaba en la cama, empapado en sudor y jadeando como si hubiera corrido una maratón.

No, no estaba en el infierno, pero se le parecía mucho. Las paredes parecían cerrarse sobre él, estrangularlo.

¿Cuánto tiempo tardaría en salir de la ciudad? ¿Del país? Asia parecía estar suficientemente lejos. Seguramente podría llegar a Asia. Tras soltar un juramento, se frotó la cara, justo en el momento en el que alguien saltaba a su lado en el colchón.

Emily se sentó en su cadera con una alegre sonrisa.

– Buenos días, papá.

Y bastó eso para que su corazón suspirara. Incorporándose de aquella montaña de almohadas, dejó escapar un trémulo suspiro. Asada. Rachel.

Emily.

Definitivamente, estaba en el infierno.

– Buenos días, cariño.

– ¿No has dormido bien?

– Sí, he dormido estupendamente.

Pero la verdad era que no. La última llamada que había recibido en el móvil la noche anterior era de uno de sus editores. Habían recibido una carta en la revista en un extraño sobre de color verde olivo: todavía tendrás que pagármelas, decía.

Evidentemente, era de Asada, pero el hecho de que procediera de América del Sur le daba alguna esperanza. Asada todavía no sabía dónde estaba.

– Pareces cansado, papá. Quizá deberías dormir más.

– Em, deja de gritar, me estás destrozando el cerebro.

– Lo siento -se quedó callada, un milagro temporal, estaba seguro-. Mamá todavía está durmiendo. ¿Quieres salir a disfrutar de una buena dosis de colesterol antes de que tenga que irme a la cárcel?

– El colegio no es una cárcel, Em.

– Este colegio sí.

– Bueno, ¿y en qué consiste esa dosis de colesterol?

– Huevos revueltos, una montaña de beicon y el mejor estofado que hayas probado en toda tu vida. Es en el Joe’s, justo al doblar la esquina. Mamá odia ese lugar, pero ella no sabe disfrutar de la vida.

Ben desvió la mirada hacia el reloj y consiguió contener un gemido cuando vio que las tres agujas estaban señalando el número cinco.

– Pero todavía no son ni las seis -y, teniendo en cuenta los cambios horarios, sólo Dios sabía qué hora era para su cuerpo.

– Claro, por eso está durmiendo mamá. Vamos, así no se enterará -saltó de la cama y le tiró del brazo-. Podemos pedir un batido de chocolate doble. Son enormes.

Ben rara vez comía antes de las doce y había pasado tanto tiempo desde la última vez que había estado en los Estados Unidos que suponía que no podía culpar a su estómago por hacerle decir esperanzado:

– Dame cinco minutos para ducharme.

– Ya te ducharás más tarde -lo sacó prácticamente de la cama y le tiró los vaqueros y la camiseta que Ben se había quitado el día anterior.

– Date prisa. Estoy hambrienta.

– De acuerdo, me olvidaré de la ducha, pero aun así, necesito un par de minutos.

– Papá…

– ¡Dos minutos! -repitió, colocando una mano en el rostro de su hija y empujando suavemente hasta sacarla de la habitación.

El suspiro de Emily le llegó a través de la puerta.

– Te esperaré en el porche. Dos minutos. Ciento veinte segundos. No dos minutos de mamá, que son veinte.

– Em, no. En el porche no -no quería que estuviera fuera sin vigilancia-. Espérame dentro.

– Sí, sí. Dos minutos, ¿de acuerdo?

– Y dentro.

– Trato hecho.

Ben utilizó la mitad de aquellos dos minutos para revisar sus mensajes, esperando tener alguno del agente Brewer. Después de la última carta de Asada, había prometido redoblar sus esfuerzos, pero no había ninguna noticia nueva aquella mañana.

Se lavó los dientes y se pasó la mano por el pelo. Una rápida mirada al espejo le aseguró que no estaba en condiciones de aparecer en público. Tenía el pelo demasiado largo y necesitaba un buen afeitado. Estaba más delgado de lo que recordaba y había nuevas arrugas alrededor de sus ojos. Una dosis de colesterol, sí, suponía que podía utilizar aquellas semanas para engordar un poco.