– Cuando quieras. Tengo las llaves. Estoy a tu entera disposición. Te agradezco mucho tu ayuda, Marjorie.

Ambas tenían la sensación de que habían pasado la mañana en otra época y acababan de regresar a su siglo. Había sido una experiencia inolvidable.

Se despidieron fuera de Starbucks y Sarah se dirigió a su despacho. Para entonces ya era casi la una. Llamó a Phil desde el teléfono del coche, todavía aturdida y mirando de vez en cuando la fotografía de Lilli que descansaba en el asiento del acompañante. Lo localizó en el móvil. Estaba en un descanso de la declaración y de un humor de perros. Las cosas no estaban yendo bien para su cliente. Había aparecido una prueba contra él que no le había mencionado. Al parecer, antes de mudarse a San Francisco había perdido otros dos juicios por acoso sexual en Texas.

– Lo siento -dijo dulcemente Sarah. Phil sonaba terriblemente tenso y dispuesto a matar a su cliente. Era otra de esas semanas-. Yo he tenido una mañana increíble -prosiguió, todavía emocionada por todo lo que había visto. Independientemente de lo que los herederos decidieran hacer con la casa, Sarah se alegraba de haberla visitado primero.

– ¿De veras? ¿Qué has hecho? ¿Inventar nuevas leyes tributarias? -El tono de Phil era sarcástico y desdeñoso. Sarah le detestaba cuando se ponía así.

– No. He ido a ver la casa de Stanley Perlman con la agente inmobiliaria. En mi vida he visto una casa tan bonita. Parece un museo, pero aún mejor.

– Genial. Luego me lo cuentas -repuso Phil. Parecía agobiado y nervioso-. Te llamaré esta noche, después del gimnasio. -Colgó sin darle tiempo a despedirse o hablarle de la casa, de la fotografía de Lilli, de lo que Marjorie le había contado. Pero a Phil no le iban esas cosas. Lo suyo eran los deportes y los negocios. Las casas antiguas le traían sin cuidado.

Sarah dejó el coche en el garaje del despacho y guardó la foto en el bolso, cuidando de no dañarla ni arrugarla. Diez minutos después, sentada frente a su mesa, la sacó y volvió a mirarla. Sabía que había visto esa foto antes, y confió en que allí adonde fuera Lilli hubiera encontrado lo que buscaba o logrado escapar de lo que estaba huyendo, y que independientemente de lo que le hubiera sucedido a ella, la vida hubiera sido bondadosa con sus hijos. Sarah dejó la fotografía sobre la mesa, preguntándose si debería mostrarla a los herederos. El rostro que la miraba desde la mesa era un rostro inolvidable, lleno de juventud y belleza. Al igual que las advertencias de Stanley a lo largo de los años, el rostro de Lilli le recordó que la vida era corta y preciosa, y el amor y la alegría efímeros.

6

Para el jueves Sarah ya había obtenido respuesta de todos los herederos de Stanley salvo dos. Eran los dos primos mayores de Nueva York que vivían en sendas residencias. Al final decidió telefonearles personalmente. Uno de ellos padecía un Alzheimer severo, de modo que en el asilo le dieron el número de teléfono de su hija. Sarah la llamó y le habló de la lectura del testamento y del legado que Stanley había dejado a su padre. Le explicó que el dinero probablemente sería depositado en un fondo, dependiendo de las leyes de autenticación de Nueva York, y que ella y sus hermanos, si los tenía, lo heredarían cuando el padre falleciera. La mujer rompió a llorar de agradecimiento. Dijo que estaban pasando muchos apuros para poder pagar la residencia. Su padre tenía noventa y dos años y probablemente no duraría mucho más. El dinero que Stanley les dejaba no podría haber llegado en mejor momento. La mujer dijo que nunca había oído hablar de Stanley o de un primo de su padre que viviera en California. Sarah le prometió que le enviaría una copia de las secciones del testamento que le incumbían después de la lectura oficial, confiando en que la hubiera. El hombre que la había telefoneado desde St. Louis había confirmado su asistencia, aunque tampoco él había oído hablar nunca de Stanley. Parecía algo avergonzado, y dado su cargo de director de banco, Sarah supuso que no necesitaba el dinero.

El otro heredero que no había contestado tenía noventa y cinco años y no lo había hecho porque pensó que se trataba de una broma. Recordaba perfectamente a Stanley y explicó, con una sonora carcajada, que de niños se odiaban. Parecía todo un personaje, y dijo que le sorprendía que Stanley hubiera hecho dinero. La última vez que lo había visto era un muchacho alocado que quería marcharse a California. Explicó a Sarah que había dado por sentado que a esas alturas ya estaría muerto. Sarah le prometió que le enviaría una copia del testamento. Sabía que tendría que volver a ponerse en contacto con él para preguntarle qué quería hacer con la casa.

El jueves por la tarde programó la lectura del testamento para la mañana del lunes siguiente en su bufete. Asistirían doce herederos. El dinero tenía el don de despertar en la gente las ganas de viajar, incluso por un tío abuelo al que nadie conocía o recordaba. No había duda de que Stanley había sido la oveja negra de la familia y que su lana se había tornado blanca como la leche de resultas de la fortuna que había dejado a sus parientes. Sarah no podía decirles a cuánto ascendía dicha fortuna, pero les aseguró que era una suma importante. Tendrían que esperar hasta el lunes para escuchar el resto.

La última llamada de ese día fue de Marjorie, la agente inmobiliaria, para preguntarle si le iba bien quedar con los dos arquitectos restauradores al día siguiente. Le explicó que no podían ningún otro día porque el fin de semana tenían que viajar a Venecia para asistir a una conferencia de arquitectos especializados en restauraciones. Para Sarah el momento era perfecto, pues de ese modo tendría más información que compartir con los herederos el día de la lectura del testamento. Quedó en reunirse con Marjorie y los arquitectos a las tres de la tarde del viernes. Haría que fuera su última reunión del día. Luego se marcharía a casa para empezar su fin de semana. Eso le dejaría tiempo para relajarse antes de que Phil apareciera horas más tarde, después del gimnasio. Habían hablado muy poco durante la semana. Los dos habían tenido mucho trabajo. Y él había estado de un humor de perros en cada ocasión. El abogado de la parte contraria los había hecho picadillo a él y a su cliente en las declaraciones. Sarah confió en que el humor le hubiera mejorado para el viernes por la noche, o tendrían un fin de semana desapacible. Sabía cómo se ponía Phil cuando perdía, en cualquier terreno. No era agradable de ver. Y quería, por lo menos, pasar un fin de semana decente con él. Por el momento, no se sentía muy optimista.

Marjorie y los dos arquitectos la estaban esperando frente a la casa cuando Sarah llegó a las tres en punto del viernes. La agente le dijo que no se inquietara, que habían llegado antes de hora, e hizo las presentaciones. El hombre era alto y de aspecto agradable, moreno como Sarah pero con algo de blanco en las sienes. Tenía los ojos de color castaño claro y sonrió mientras los presentaban. Su apretón de manos era firme y actuaba con naturalidad. Llevaba unos pantalones caqui, camisa con corbata y americana. Y aparentaba unos cuarenta y pocos años. No había nada destacable en él. No era excesivamente guapo, y parecía una persona competente, curiosa y tranquila. A Sarah le gustó su sonrisa, la cual parecía iluminarle el rostro y aumentar su atractivo. Tenía un carácter afable, eso se apreciaba al instante, y pudo entender por qué a Marjorie le gustaba trabajar con él. Sarah solo necesitó intercambiar con él unas palabras para intuir que poseía un gran sentido del humor y no se tomaba demasiado en serio. Se llamaba Jeff Parker.

Su socia era todo lo contrario. Mientras que él, advirtió Sarah, era alto como Phil o incluso más, ella era diminuta. El pelo de él era oscuro y apagado, el de ella rojo y brillante, y tenía los ojos verdes y una piel clara salpicada de pecas. Él sonreía. Ella tenía la expresión ceñuda. Parecía una mujer irascible, difícil, enfadada. Él tenía un trato amable, ella no. Iba vestida con una chaqueta de cachemir verde chillón, vaqueros azules y zapatos de tacón. Él tenía un estilo discreto, ella vistoso y moderno, con un toque sensual. Él parecía el clásico estadounidense, con su americana y sus pantalones caqui, y en cuanto ella abrió la boca, Sarah advirtió que era francesa, y que lo parecía. Sabía arreglarse con gracia y estilo. Y había cierta impaciencia en su actitud, como si le fastidiara estar ahí. Se llamaba Marie-Louise Fournier, y aunque hablaba con un fuerte acento, su inglés era impecable. Parecía tener prisa, e hizo que Sarah enseguida se sintiera incómoda. Jeff estaba relajado, interesado en la casa, y parecía que tuviera todo el día para estar allí. Marie-Louise miró varias veces su reloj mientras Sarah abría la puerta, y comentó algo a Jeff en francés. Lo que él le susurró a su vez en inglés pareció tranquilizarla, pero su cara seguía siendo casi de enfado.

Sarah se preguntó si la impaciencia de la mujer era porque sabía que probablemente no iban a asignarles el trabajo. Solo estaban allí en calidad de asesores. Marjorie les había advertido que seguramente la casa se vendería como estaba. Y eso significaba, para Marie-Louise, que esa reunión era una pérdida de tiempo. Jeff, en cambio, se alegraba de haber ido. Estaba fascinado con todo lo que Marjorie le había contado. Las casas antiguas eran su pasión. A Marie-Louise no le gustaba perder el tiempo. Para ella, el tiempo era dinero. Jeff explicó a Sarah que tenían una relación personal y profesional desde hacía catorce años. Se habían conocido en la escuela de Bellas Artes de París y llevaban juntos desde entonces. Le contó, con una sonrisa, que Marie-Louise vivía en San Francisco contra su voluntad y que todos los años se marchaba tres meses a Francia. Dijo que detestaba vivir en Estados Unidos pero que seguía allí por él. Al oír eso los ojos de Marie-Louise echaron chispas, pero no dijo nada. Aparentaba la edad de Sarah y tenía una figura increíble. Parecía una mujer sumamente quisquillosa y desagradable, pero hasta ella se aplacó cuando entraron en la casa y Sarah y Marjorie les mostraron todo lo que habían visto y descubierto en su anterior visita. Jeff se detuvo frente a la magnífica escalera y contempló boquiabierto las tres plantas coronadas por el techo abovedado y la increíble araña de luces. También Marie-Louise parecía impresionada, y dijo algo al respecto a su pareja en voz baja.

Deambularon por la casa durante dos horas, examinándolo todo con detenimiento mientras Jeff hacía anotaciones en una libreta amarilla y Marie-Louise comentarios lacónicos. Sarah detestaba reconocerlo, pero no le caía bien. La socia del equipo le parecía insoportable. A Marjorie tampoco le gustaba demasiado, le confesó en voz baja cuando llegaron a la suite principal, pero le aseguró que ambos eran muy buenos en su trabajo y formaban un gran equipo. Marie-Louise era, sencillamente, una persona difícil, y no parecía muy feliz. Sarah podía ver que no lo era. Pero Jeff lograba compensar todo eso con su trato cálido y relajado y sus extensas explicaciones. Dijo que el artesonado era muy valioso, probablemente de principios del siglo XVIII, y que había sido extraído de algún castillo francés, comentario que provocó la reacción, esta vez en inglés, de Marie-Louise.

– Es increíble la cantidad de tesoros que los estadounidenses se llevaron de nuestro país y que nunca debieron salir. Hoy en día eso sería impensable. -Miró a Sarah como si hubiera sido la responsable directa de ese insulto a la cultura francesa.

Sarah no pudo hacer otra cosa que asentir con la cabeza. El asunto no admitía discusión. Lo mismo podía decirse de los suelos, los cuales no había duda de que eran mucho más antiguos que la casa y probablemente habían sido arrancados de un castillo francés y enviados a Estados Unidos. Jeff dijo que esperaba que a los herederos no se les ocurriera arrancar los suelos y el artesonado para subastarlos en Christie's o Sotheby's. Podrían obtener una fortuna por ellos, pero confiaba en que se quedaran donde estaban, y también Sarah. Le habría parecido un crimen desmantelar la casa a esas alturas, después de haber sobrevivido intacta tanto tiempo.

Al final de la visita se sentaron en los peldaños de la majestuosa escalera y Jeff hizo una evaluación extraoficial. En su opinión, restaurar completamente la casa, con instalación eléctrica nueva y tuberías de cobre, le costaría al nuevo propietario cerca de un millón de dólares. Apurando mucho, pero sin que eso afectara a la calidad, podía hacerse por la mitad, aunque no resultaría fácil. La putrefacción de las ventanas y puertaventanas era normal y no le preocupaba en exceso. De hecho, le sorprendía que no estuvieran peor. Ignoraba qué había debajo de los suelos o detrás de las paredes, pero él y Marie-Louise habían restaurado casas más antiguas que esa en Europa. Había mucho que hacer, pero podía hacerse. Y añadió que adoraba esa clase de retos. Marie-Louise no abrió la boca.