El vaquero se estaba enjugando las lágrimas, y después de sonarse la nariz dijo que compraría el rancho o se establecería por su cuenta. Sus hijos estudiaban en la universidad estatal y dijo que pensaba enviarlos a todos a Harvard, salvo al que estaba en la cárcel. Explicó que cuando volviera a casa le conseguiría un buen abogado. Lo habían pillado robando caballos y llevaba toda su vida metido en la droga. Puede que ahora tuviera una oportunidad de salir del pozo. Todos la tenían. Gracias a Stanley. Era el regalo póstumo que les hacía a todos ellos, incluso a los que no habían acudido. Todos le importaban por igual. Sarah estaba al borde de las lágrimas. No podía romper a llorar, habría sido poco profesional, pero compartir ese momento con ellos estaba siendo una experiencia inolvidable. Era el acontecimiento más feliz e importante que había vivido en sus doce años de abogacía. Y se lo debía a Stanley.

– Todos ustedes tienen ahora mucho en qué pensar -dijo, tratando de poner orden en la sala-. Hay bienes que poseerán de forma individual y otros de forma conjunta. Los he anotado todos y me gustaría que hoy habláramos de lo que quieren hacer con ellos. Sería más fácil para ustedes vender los bienes comunes, siempre que resulte aconsejable, y dividir los beneficios, todo de acuerdo con lo que nuestros asesores financieros les recomienden. En algunos casos probablemente ahora no sea el mejor momento de vender, y si ustedes están de acuerdo esperaremos y les aconsejaremos cuándo hacerlo.

Sarah sabía que estaba hablando de un proceso de meses y en algunos casos de incluso años. No obstante, explicó que las partes individuales de sus legados ascendían a siete u ocho millones de dólares. El resto les sería entregado más adelante, cuando se vendieran los bienes comunes. Stanley había intentado hacerlo todo de la forma más transparente posible sin perjudicar sus inversiones. No quería provocar peleas entre sus diecinueve parientes, los conociera o no. Y había hecho un gran trabajo, con la ayuda de Sarah, a la hora de dividir su patrimonio para que resultara fácil venderlo.

– También está el tema de la casa donde vivía su tío abuelo. La semana pasada fui a verla con una agente inmobiliaria para obtener una valoración realista. Es un lugar sorprendente y creo que deberían visitarlo. Fue construida en los años veinte y, por desgracia, nadie la ha reformado, restaurado o modernizado desde entonces. Es casi un museo. Su tío abuelo ocupaba una pequeña zona de la casa, concretamente el ático. Nunca vivió en la zona principal, que ha permanecido intacta desde que la comprara en 1930. El viernes invité a unos arquitectos especializados en esta clase de restauraciones para que me dieran una idea de lo que podría costar renovarla y repararla. Existe una amplia gama de posibilidades en lo que al proyecto se refiere. Podrían gastarse desde quinientos mil dólares para lavarle la cara y hacerla habitable hasta cinco millones para restaurarla de verdad y convertirla en una casa de interés turístico. Lo mismo ocurre con el precio de venta. La agente inmobiliaria dijo que podrían darles por ella entre uno y veinte millones, dependiendo de quién la compre y de los valores actuales del mercado inmobiliario. En su estado actual no les darán mucho, porque arreglarla supone un proyecto enorme y, por otro lado, no mucha gente desea vivir en una casa tan grande. Tiene unos dos mil setecientos metros cuadrados. Hoy día nadie estaría dispuesto a contratar el personal necesario para llevar una casa de semejantes dimensiones. De hecho, hasta tendría problemas para encontrarlo. Mi consejo es que la vendan. Lávenle la cara, retiren las tablas de las ventanas, pulan los suelos y denle una mano de pintura a las paredes, pero pónganla a la venta básicamente como está, sin emprender el costoso proyecto de hacer una nueva instalación eléctrica y de agua. Podría costar una fortuna. A menos, claro está, que alguno de ustedes quiera comprar a los demás su parte, mudarse a San Francisco y vivir en la casa. Había pensado que podríamos ir a verla esta tarde. Eso podría ayudarles a tomar una decisión. Es una casa muy bonita y ya solo por eso la visita merece la pena.

Los herederos empezaron a menear la cabeza antes de que Sarah hubiera terminado. Nadie tenía intención de mudarse a San Francisco, y todos coincidieron en que un proyecto de restauración de esa envergadura era lo último que deseaban. Las voces alrededor de la mesa estaban diciendo «Venda… deshágase de ella… désela a una inmobiliaria…». Ni siquiera estaban interesados en la mano de pintura y el lavado de cara. Eso entristeció a Sarah. Era como despedir a una antigua belleza. Su época había pasado y ya nadie quería saber nada de ella. Naturalmente, tendría que consultarlo con los demás herederos, pero si no habían venido siquiera para la reunión, probablemente pensarían igual.

– ¿Les gustaría verla esta tarde?

Solo Tom Harrison disponía de tiempo, si bien también opinaba que debían vender. Dijo que podía ir a verla camino del aeropuerto. Los demás volaban a primera hora de la tarde, y todos, de forma unánime, pidieron a Sarah que pusiera la casa en venta tal y como estaba. El legado de Stanley era tan generoso y estaban tan contentos que la venta de la casa y lo que pudieran obtener por ella apenas cambiaría las cosas. Aunque llegaran a darles dos millones, eso representaba únicamente cien mil dólares más para cada uno. O menos, una vez deducidos los impuestos. Para ellos, esa cantidad era ahora una minucia. Una hora antes habría sido una fortuna. Ya no significaba nada. Era increíble cómo la vida podía cambiar en un instante. Sarah observó a los herederos con una sonrisa. Todos tenían aspecto de ser personas honradas, y se dijo que a Stanley le habrían caído bien. Parecían individuos sanos, agradables, con quienes le habría gustado estar emparentado. Ellos, sin duda, estaban felices de su parentesco con Stanley.

Volvió a pedir silencio, aunque cada vez le era más difícil. Los herederos estaban impacientes por abandonar la sala y llamar a sus cónyuges, hermanos e hijos. Era una gran noticia y querían compartirla. Sarah les aseguró que el dinero empezaría a llegarles en un plazo de seis meses, o incluso antes si conseguían autenticarlo. El patrimonio gozaba de total transparencia.

– Aún nos queda un asunto pendiente. Al parecer Stanley, su tío abuelo, pidió que les leyera una carta. Hoy mismo me he enterado de que se la entregó a uno de mis socios hace seis meses. Según me han explicado, contiene un codicilo sobre el testamento que yo todavía no he visto. Mi socia me entregó la carta esta mañana y me dijo que Stanley quería que la leyera después de la lectura del testamento. Está lacrada y desconozco por completo su contenido, pero me han asegurado que no altera de modo alguno el testamento. Con su permiso, voy a leerla y luego haré una copia para cada uno. Cumpliendo la voluntad de Stanley, la carta ha permanecido sellada desde que mi colega la recibió.

Sarah supuso que era un mensaje amable o un pequeño añadido para los herederos que Stanley sabía que nunca llegaría a conocer. Era el lado dulce y ásperamente sentimental de Stanley que Sarah había conocido y adorado. Abrió el sobre con un abrecartas que había llevado a la reunión para ese fin. Los herederos trataban cortésmente de prestar atención, si bien en la sala reinaba una electricidad y una excitación casi palpables por todo lo que habían escuchado ya. Les costaba estarse quietos, y era comprensible. También Sarah estaba feliz por ellos. El simple hecho de anunciarles semejante regalo la había emocionado. No era más que la mensajera, pero hasta eso había sido para ella motivo de dicha. Le habría gustado quedarse con algún recuerdo sentimental, pero no lo había. Stanley solo tenía libros y la ropa que habían donado a Goodwill. No poseía un solo objeto o recuerdo que mereciera la pena conservar. Su vasta fortuna y su casa eran sus únicas posesiones, sus únicas pertenencias. Tan solo dinero. Y diecinueve desconocidos a quienes dejárselo. Eso decía mucho de su vida y de quién había sido. Pero para Sarah Stanley había sido importante, tanto como él lo era ahora para ellos. En sus últimos años de vida ella fue, de hecho, la única persona a la que Stanley había querido. Y ella también le había querido a él.

Sarah volvió a aclararse la garganta y empezó a leer la carta. Le sorprendió comprobar que las manos le temblaban. La conmovía profundamente ver la letra trémula de Stanley sobre el papel, y como él había prometido, al final había una frase que ratificaba el testamento actual, con dos de sus enfermeras como testigos. Todo estaba en orden. Sarah, con todo, sabía que esas iban a ser las últimas palabras de su amigo Stanley que iba a leer en su vida, aunque fueran oficiales y no estuvieran dirigidas a ella. Era como su último suspiro desde la tumba, el último adiós para todos ellos. Nunca volvería a ver la letra de Stanley ni a oír su voz. Los ojos se le llenaron de lágrimas mientras trataba de impedir que le temblara la voz. En ciertos aspectos, Stanley había significado más para ella, como amigo y como cliente, que para cualquiera de sus herederos.

– A mis queridos parientes y a mi amiga y abogada Sarah Anderson, la mejor abogada en su especialidad y una mujer maravillosa -comenzó mientras las lágrimas le nublaban la vista. Respiró hondo y prosiguió-. Ojalá os hubiera conocido. Ojalá hubiera tenido hijos y envejecido con ellos y con sus hijos, y con vosotros. Me he pasado la vida entera amasando el dinero que os he dejado. Dadle un buen uso, haced cosas que sean importantes para vosotros. Dejad que os cambie la vida para bien. No permitáis que se convierta en vuestra vida, como me ocurrió a mí. No es más que dinero. Disfrutad de él. Mejorad vuestras vidas con él. Compartidlo con vuestros hijos. Y si no tenéis hijos, tenedlos pronto. Serán el mejor regalo que recibáis en la vida. Este es el regalo que yo os hago. Quizá os haya llegado el momento de disfrutar de una nueva vida, nuevas oportunidades, nuevos mundos que queríais descubrir y que ahora podéis conocer, antes de que sea demasiado tarde. El regalo que quiero dejaros es un regalo de opciones y oportunidades, de una vida mejor para vosotros y para las personas que son importantes para vosotros, no solo dinero. Al final, el valor del dinero está en la alegría que pueda traeros, en lo que hagáis con él, en el cambio que represente para la gente que amáis. Yo no amé a nadie en casi toda mi vida. Me limité a trabajar y ganar dinero. La única persona a la que quise en mis últimos años fue Sarah. Ojalá hubiera sido mi hija o mi nieta. Ella es todo lo que yo habría deseado en una hija.

»No os compadezcáis de mí. Tuve una buena vida. Fui feliz. Hice lo que quería hacer. Fue emocionante hacer una fortuna, crear algo de la nada. Llegué a California con dieciséis años y cien dólares en el bolsillo. En todos estos años esos dólares crecieron mucho, ¿no os parece? Eso demuestra todo lo que se puede conseguir con cien dólares. De modo que no malgastéis este dinero. Haced algo importante con él. Algo que realmente deseéis. Mejorad vuestra vida, dejad trabajos que detestéis o que os ahoguen. Permitíos crecer y sentiros libres con el regalo que os hago. Yo solo deseo vuestra felicidad, allí donde esté. Para mí, la felicidad fue crear una fortuna. Mirando atrás, lamento no haberme tomado el tiempo para crear una familia. Vosotros sois mi familia, aunque no me conozcáis y yo no os conozca. No he dejado mi dinero a la Asociación Protectora de Animales porque nunca me gustaron los perros y los gatos. No lo he dejado a organizaciones benéficas porque ya reciben suficiente dinero de otra gente. Os lo he dejado a vosotros. Gastadlo. Disfrutad de él. No lo malgastéis ni lo ahorréis. Sed mejores, más felices y más libres ahora que lo tenéis. Permitid que haga realidad vuestros sueños. Ese es el regalo que os hago. Cumplid vuestros sueños.

»También quiero dirigirme a mi querida Sarah, mi joven amiga y abogada. Ella ha sido como una nieta para mí, la única familia que he tenido, puesto que mis padres murieron cuando yo era un niño. Estoy muy orgulloso de ella, aunque trabaja demasiado. ¡Deja de trabajar tanto, Sarah! Espero que aprendas la lección de mí. Hemos hablado mucho de este tema. Quiero que salgas y disfrutes de la vida. Te lo has ganado. Ya has trabajado más de lo que mucha gente trabaja en toda su vida, con excepción, quizá, de mí. Pero no quiero que seas como yo. Quiero que seas mejor. Quiero que seas tú misma, que des lo mejor de ti. No le he dicho esto a nadie en cincuenta años, pero deseo que sepas que te quiero como a una hija, como a una nieta. Tú eres la familia que nunca tuve. Y agradezco hasta el último momento que has pasado conmigo, siempre trabajando duro, ayudándome a ahorrar dinero en impuestos para que pudiera dejárselo a mis familiares. Gracias a ti disponen de más dinero y confío en que ahora tengan mejor vida como resultado de tu trabajo y el mío.