»Quiero hacerte un regalo. Y quiero que mis familiares sepan por qué lo hago. Porque te quiero y porque te lo mereces. Nadie se lo merece tanto como tú. Nadie se merece una buena vida tanto como tú, incluso una gran vida. Yo quiero que la tengas, y si mis familiares te lo ponen difícil, volveré de la tumba y les daré una patada en el trasero. Quiero que disfrutes del regalo que te dejo y que hagas algo maravilloso con él. No te limites a invertirlo. Empléalo para llevar una vida mejor. En pleno uso de mis facultades, y con el cuerpo completamente deteriorado, maldita sea, por la presente te dejo a ti, Sarah Marie Anderson, la suma de setecientos cincuenta mil dólares. Pensé que un millón podría asustarte a ti y cabrear a mis familiares, y medio millón me parecía insuficiente, de modo que he buscado una cantidad intermedia. Ante todo, querida Sarah, te deseo una vida feliz y maravillosa, y has de saber que estaré velando por ti, con amor y agradecimiento, siempre. Y para todos vosotros ahí van mis mejores deseos y mi cariño, junto con el dinero que os he dejado. Que tengáis una vida digna y feliz, repleta de gente a la que queráis.
»Stanley Jacob Perlman.
Había firmado con la letra que Sarah había visto en tantos documentos. Era su último adiós a ella y a sus familiares. Sarah tenía las mejillas bañadas en lágrimas. Dejó la carta sobre la mesa y miró a los parientes de Stanley. En ningún momento había esperado recibir nada de él y tampoco estaba segura de que debiera hacerlo ahora. Pero también sabía que el codicilo, al haberse realizado a través de uno de sus socios, era legal. Stanley lo había hecho todo siguiendo la ley.
– No tenía ni idea de lo que había en esta carta -dijo con la voz ronca y emocionada-. ¿Alguno de ustedes tiene algo que objetar? -Sarah estaba dispuesta a renunciar al legado. Esas personas eran los parientes de Stanley, mientras que ella solo era su abogada, aunque la hubiera querido de verdad, a diferencia de ellos.
– Naturalmente que no -exclamaron las mujeres al unísono.
– Demonios, no -añadió Jake, el vaquero-. Ya ha oído lo que ha dicho, que si lo hacemos volverá para darnos una patada en el trasero. No me apetece tener un fantasma rondando por mi casa. Diez millones de dólares son más que suficientes para mí y para mis hijos. Puede que hasta me compre una esposa joven y sexy.
Los demás rieron y asintieron con la cabeza. Tom Harrison se dispuso a hablar mientras le daba palmaditas en la mano. Una de las mujeres le tendió un pañuelo de papel para que se sonara. Sarah estaba tan emocionada que prácticamente lloraba a lágrima viva. La mejor parte era la de que la quería. Aunque le había conocido con casi cien años, Stanley había sido el padre que nunca tuvo, el hombre que más había respetado en su vida, por no decir el único. En la vida de Sarah no habían abundado los hombres buenos.
– Se diría que usted se merece este legado mucho más que nosotros, Sarah. Es evidente que usted fue una gran fuente de consuelo y alegría para él y que nos ahorró mucho dinero -dijo Tom Harrison mientras los demás sonreían y asentían con la cabeza-. Mi más sincero pésame por su pérdida -añadió, haciendo que Sarah rompiera a llorar de nuevo.
– Le echo mucho de menos -dijo, y todos podían ver que así era. Algunos sintieron el deseo de abrazarla, pero se contuvieron. Ella era la abogada, apenas la conocían, pero tenían las emociones a flor de piel. Stanley había ejercido un profundo efecto en ellos y sacudido sus mundos hasta lo más hondo.
– A juzgar por lo que Stanley cuenta en la carta, usted hizo que sus últimos días fueran mucho más felices -dijo con dulzura una de las mujeres.
– Desde luego que sí, y ahora es millonaria -añadió Jake, y Sarah rió.
– No sé qué voy a hacer con el dinero.
Ganaba un buen sueldo, participaba de los beneficios del bufete y no tenía grandes gastos. En realidad, no había nada que deseara. Haría algunas inversiones sólidas, pese a las súplicas de Stanley de que se lo gastara. No tenía intención de dejar su trabajo y empezar a comprar abrigos de visón y viajar en crucero, aunque seguro que a él le habría gustado eso. Sarah no era dada a permitirse grandes lujos, ni siquiera ahora que podía. Ahorraba una gran parte de lo que ganaba.
– Nosotros tampoco -coincidieron varias voces.
– Todos tendremos que meditar sobre lo que vamos a hacer con el dinero. Es evidente que Stanley quería que tuviéramos una buena vida -dijo un hombre sentado entre Jake, el vaquero de Texas, y el policía de Nueva Jersey. Sarah todavía no se sabía todos los nombres-. Y eso la incluye a usted, Sarah -añadió-. Ya ha oído lo que ha dicho Stanley. No lo guarde. Gástelo. Cumpla sus sueños.
Sarah ignoraba cuáles eran sus sueños. Nunca se había detenido a hacerse esa pregunta.
– Soy más ahorradora que gastadora -reconoció, antes de levantarse y sonreír a los presentes.
Hubo apretones de mano y abrazos por toda la sala. Algunos herederos abrazaron a Sarah. Cuando se fueron en sus rostros todavía se reflejaba el pasmo. Había sido una mañana cargada de emociones. La recepcionista pidió taxis al aeropuerto para todos. La secretaria de Sarah entregó a cada heredero un sobre amarillo con una copia del testamento y los documentos sobre las inversiones. En cuanto a la casa, la orden era venderla como estaba. Los herederos pidieron a Sarah que la pusiera a la venta de inmediato. Tom Harrison había accedido a visitarla únicamente por cortesía, y Sarah era consciente de que tampoco él estaba interesado. Nadie lo estaba. Era un caserón enorme en otra ciudad que ninguno de ellos quería ni necesitaba. Y tampoco necesitaban el dinero que pudiera reportarles. La casa de la calle Scott no tenía valor para ellos. Únicamente lo tenía para Sarah, porque era una casa muy bonita y porque su querido amigo Stanley, ahora su benefactor, había vivido en el ático. Pero tampoco ella, con su nueva fortuna, estaba interesada en esa casa, ni podía decidir qué debía hacerse con ella. La decisión de venderla había sido de los herederos.
Dejó a Tom Harrison en la sala de juntas y telefoneó a Marjorie desde su despacho. Le comunicó la decisión sobre la casa y le preguntó si le importaría reunirse con ella en media hora para mostrársela a uno de los herederos. Dejó claro, con todo, que era una visita de cortesía. Todos habían firmado un documento de cesión para que Sarah vendiera la casa en su estado actual por el precio que ella y Marjorie creyeran oportuno. Habían dejado el asunto en sus manos.
– ¿Vamos a poder lavarle un poco la cara? -preguntó Marjorie, esperanzada.
– Me temo que no. Me pidieron que contratara un equipo de limpieza para retirar trastos, como las cortinas y las tablas de las ventanas, y la vendamos como está.
Sarah todavía estaba tratando de asimilar el legado que Stanley le había dejado y recuperarse de las cariñosas palabras de su carta, palabras que le habían llegado directamente al corazón. La voz le temblaba, estaba ausente. Ahora, después de sus afectuosas palabras y su sorprendente legado, lo añoraba más que nunca.
– Eso afectará negativamente al precio -dijo Marjorie con pesar-. Detesto la idea de malvender esa casa. Se merece algo mejor. El que la compre se estará llevando una ganga.
– Lo sé. A mí tampoco me hace ninguna gracia. Pero no quieren quebraderos de cabeza. Esa casa no significa nada para el los, y después de dividirla en diecinueve partes, lo que reciban, comparado con el resto, no será mucho.
– Es una verdadera pena. En fin, nos veremos allí dentro de media hora. A las dos he de enseñar otra casa cerca de allí. No nos llevará mucho tiempo, teniendo en cuenta que se trata de una visita de cortesía.
– Hasta luego -dijo Sarah, y regresó a la sala de juntas.
Tom Harrison estaba hablando por el móvil con su oficina. Enseguida colgó.
– Ha sido una mañana increíble -dijo, tratando todavía de asimilar lo ocurrido. Se hallaba, como los demás, en estado de choque. Desde el principio había supuesto que se trataba de un patrimonio modesto, y había acudido por respeto a ese familiar que le había dejado un legado. Era lo mínimo que podía hacer.
– Para mí también -reconoció Sarah, todavía aturdida por la carta de Stanley y lo que representaba para ella. Setecientos cincuenta mil dólares. Era alucinante. Asombroso. Sensacional. Sumado a lo que había ahorrado en sus años de socia en el bufete, ahora tenía más de un millón de dólares. Se sentía una mujer rica. Así y todo, estaba decidida a no permitir que eso cambiara su vida y sus hábitos, pese a las advertencias de Stanley-. ¿Le apetece comer algo antes de ver la casa? -preguntó educadamente.
– No creo que me entre nada. Necesito tiempo para asimilar lo que acaba de ocurrir. Pero he de reconocer que siento curiosidad por esa casa.
Fueron en el coche de Sarah. Marjorie les estaba esperando en la puerta. Y a Tom Harrison la casa le impresionó tanto como les había impresionado a ellas. Pese a eso, se alegró de que hubieran decidido venderla. En su opinión, era un edificio histórico extraordinario y venerable, pero muy poco práctico en el mundo de hoy.
– Ya nadie vive así. Tengo una casa de trescientos sesenta metros cuadrados en las afueras de St. Louis y no logro dar con nadie que esté dispuesto a limpiarla. Una casa como esta sería un auténtica pesadilla, y si no puede venderse como hotel, probablemente tardaremos mucho tiempo en quitárnosla de encima.
El ayuntamiento no permitía abrir hoteles en esa zona.
– Tal vez -reconoció Marjorie, pese a saber que el mercado inmobiliario estaba lleno de sorpresas.
A veces, una casa que pensaba que nunca se vendería se la quitaban de las manos a los cinco minutos de ponerla a la venta, mientras que lo contrario ocurría con que otras que habría jurado que iban a venderse al instante y por el precio fijado. En el mercado inmobiliario los gustos e incluso los valores eran impredecibles. Era algo muy personal y quijotesco.
Marjorie propuso, muy a su pesar, ponerla a la venta por dos millones de dólares debido a su estado. Sarah sabía que a los herederos no les importaría que se vendiera por menos con tal de deshacerse de ella, y Tom estuvo de acuerdo.
– La anunciaremos por dos millones y veremos qué pasa -dijo Marjorie-. Siempre podemos considerar otras ofertas. Contrataré un servicio de limpieza y convocaré a los agentes. Dudo que pueda tenerlo todo atado antes de Acción de Gracias -que era la semana siguiente- pero le prometo que la casa estará puesta a la venta una semana después. Convocaré a los agentes el martes posterior a Acción de Gracias y el miércoles ya podrá salir oficialmente al mercado. Es probable que alguien la compre confiando en ganarle la batalla al ayuntamiento. Esta casa podría transformarse en un precioso hotelito si los vecinos estuvieran dispuestos a tolerarlo, aunque lo dudo.
Las dos sabían que semejante batalla podía durar años y que la persona que la emprendiera tendría muy pocas probabilidades de ganar. Los habitantes de San Francisco se resistían vehementemente a la apertura de comercios en sus barrios residenciales, lo cual era comprensible.
Tom pidió ver la parte de la casa donde Stanley había vivido y Sarah, con el corazón apesadumbrado, lo condujo hasta la escalera de servicio. Era la primera vez que veía la habitación desde la muerte de Stanley. La cama de hospital seguía allí, pero él no. Parecía un cascarón vacío. Sarah se volvió con lágrimas en los ojos y regresó al pasillo mientras Tom Harrison le daba palmadlas en el hombro. Era un hombre amable y tenía pinta de ser un buen padre. Le había contado, mientras aguardaban a que comenzara la reunión, que la hija necesitada de atención especial era ciega y sufría una lesión cerebral debido a que nació prematuramente y estuvo privada de oxígeno. Ahora tenía treinta años, seguía viviendo con su padre y recibía los cuidados de una enfermera. A Tom le resultó muy difícil hacerse cargo de ella cuando su esposa, que le dedicaba casi todo su tiempo, falleció. Pero no quería ingresarla en una institución. Como muchas cosas en la vida, era un serio reto y él parecía aceptarlo.
– No puedo creer que Stanley viviera en una de las habitaciones del servicio toda su vida -comentó Tom mientras bajaban, meneando tristemente la cabeza-. Debió de ser un hombre sorprendente. -Y bastante excéntrico.
– Lo era -dijo Sarah, pensando de nuevo en la increíble herencia que Stanley le había dejado. Como les ocurría a los demás herederos, todavía no se lo acababa de creer. Tom aún parecía estupefacto. Diez millones de dólares…
– Me alegro de que Stanley la recordara en su testamento -dijo Tom generosamente cuando alcanzaron el vestíbulo. El taxi que Sarah le había pedido para trasladarlo al aeropuerto esperaba fuera-. Llámeme si alguna vez viaja a St. Louis. Tengo un hijo de aproximadamente su edad. Acaba de divorciarse y tiene tres hijos adorables. -Sarah se echó a reír y Tom la miró avergonzado-. Deduzco, por lo que Stanley cuenta en la carta, que no está casada.
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