– No, no lo estoy.
– Estupendo. En ese caso, venga a St. Louis. Fred necesita conocer a una buena mujer.
– Envíelo a San Francisco, y llámeme si alguna vez vuelve por aquí -dijo afectuosamente Sarah.
– Lo haré. -Tom le dio un abrazo paternal. Se habían hecho amigos en una sola mañana y casi tenían la sensación de pertenecer a la misma familia. Y en parte así era, a través de Stanley. Estaban unidos por la generosidad y la benevolencia con que los había bendecido a todos-. Cuídese.
– Usted también -dijo Sarah, acompañándolo hasta el taxi y sonriendo bajo el pálido sol de noviembre-. Me encantaría presentarle a mi madre -añadió con picardía, y el hombre rió.
Estaba bromeando, aunque no era una mala idea. Pero sabía que su madre sería una lata para cualquier hombre. Además, Tom parecía demasiado normal. No padecía ningún trastorno. Si Audrey entablaba una relación con él, no tendría motivos para ir a alcohólicos anónimos, y ¿qué haría entonces? Sin un alcohólico en su vida se moriría de aburrimiento.
– De acuerdo. Traeré a Fred conmigo y cenaremos con su madre.
Sarah se despidió agitando una mano mientras el taxi se alejaba antes de regresar a la casa para ultimar los detalles con Marjorie. Se alegraba de haber entrado en la habitación de Stanley con Tom. Había roto el hechizo. Dentro de ese cuarto no había nada de lo que esconderse o por lo que llorar. Ahora no era más que una habitación vacía, el cascarón donde Stanley había vivido y del que se había despojado. Stanley se había marchado pero viviría para siempre en su corazón. Le costaba asimilar el hecho de que sus circunstancias hubieran cambiado de forma tan súbita, tan radical. Era mucho menos de lo que tenían que asimilar los demás herederos, pero para ella constituía, así y todo, un regalo enorme. Decidió no contárselo a nadie por el momento, ni siquiera a su madre o a Phil. Necesitaba acostumbrarse a la idea.
Ella y Marjorie hablaron de la contratación del servicio de limpieza y de la convocatoria de los agentes. Luego firmó el documento que confirmaba el precio de venta en nombre de los herederos, los cuales habían suscrito un poder notarial en el despacho para que Sarah pudiera vender la casa y negociar por ellos. Los herederos ausentes habían recibido un documento idéntico por fax para que lo firmaran. Sarah y Marjorie sabían que el asunto llevaría su tiempo, y a menos que apareciera un comprador con mucha imaginación y amante de la historia, no iba a ser una venta fácil. Una casa de esas dimensiones, en el estado en que estaba, iba a asustar a la mayoría de la gente.
– Que tengas un buen día de Acción de Gracias si no nos vemos antes -le deseó Marjorie-. Te llamaré para contarte cómo va la convocatoria.
– Gracias, tú también. -Sarah sonrió y subió al coche. Todavía faltaban diez días para las vacaciones de Acción de Gracias. Phil, como siempre, iba a pasarlas con sus hijos. Para ella iban a ser unos días tranquilos. Pero antes de eso aún les quedaba un fin de semana juntos.
Phil la llamó al móvil cuando se dirigía al despacho y le preguntó cómo había ido la reunión con los herederos de Stanley.
– ¿Se quedaron alucinados? -preguntó con interés.
Sarah se sorprendió de que se hubiera acordado y hubiera llamado para interesarse. Phil, por lo general, siempre se olvidaba de los casos que llevaba Sarah.
– Y que lo digas. -Nunca le había contado de cuánto dinero se trataba, pero Phil había deducido que era mucho.
– Qué tíos tan afortunados. A eso lo llamo yo una buena manera de hacer fortuna.
Sarah no le dijo que a ella también le había tocado una parte del pastel. Por el momento no quería contárselo a nadie. Pero sonrió y se preguntó qué diría Phil si le revelara que también ella era una tía afortunada. Diantre, más que afortunada. De repente se había convertido en una chica rica. Se sintió como toda una heredera mientras se dirigía en coche al centro. Y a renglón seguido él la dejó petrificada, como hacía a veces.
– Tengo malas noticias, nena -dijo mientras Sarah sentía un peso enorme en el corazón. Malas noticias, con él, significaba menos tiempo juntos. Y no se equivocaba-. El jueves he de ir a Nueva York. Me quedaré hasta el martes o el miércoles tomando declaraciones para un nuevo cliente. No te veré hasta después de las vacaciones de Acción de Gracias. En cuanto regrese de Nueva York recogeré a mis hijos y nos iremos directamente a Tahoe. Ya sabes cómo son esas cosas.
– Sí, lo sé -dijo Sarah, esforzándose por mostrarse comprensiva. Demonios, acababa de heredar casi un millón de dólares. ¿De qué se quejaba? Pero la decepcionaba no verlo. Iban a estar casi tres semanas sin verse, contando desde el último domingo. Era mucho tiempo para ellos-. Es una lástima.
– En cualquier caso, tú pasarás el día de Acción de Gracias con tu madre y tu abuela. -Lo dijo como si intentara convencerla de que estaría demasiado ocupada para verlo, lo cual no era cierto. Sarah pasaría en casa de su abuela unas horas, como siempre, y luego tendría tres solitarios días de fiesta sin él. Y él, naturalmente, no se lo compensaría dejándose ver más la semana siguiente a Acción de Gracias. Le haría esperar hasta el fin de semana. Cómo iba a perderse una noche en el gimnasio, o la oportunidad de jugar a squash con sus amigos.
– Tengo una idea -dijo, tratando de sonar animada, como si fuera una idea que nunca le hubiera propuesto antes. En realidad se la proponía cada año y nunca funcionaba-. ¿Por qué no me reúno contigo en Tahoe el viernes? Tus hijos ya son lo bastante mayores para que no les escandalice mi presencia. Podría ser divertido. Si quieres, podríamos pedir habitaciones separadas para no disgustarles. -Lo dijo con más alegría de la que sentía, tratando de sonar convincente.
– Sabes que no funcionaría, nena -replicó Phil con voz firme-. Necesito pasar tiempo a solas con mis hijos. Además, mi vida amorosa no es asunto de ellos. Ya sabes que no me gusta mezclar ambas cosas. Y no quiero que su madre reciba un informe de primera mano sobre mi vida. Nos veremos a mi regreso.
Así de sencillo. Sarah nunca se salía con la suya, pero lo intentaba cada año. Phil mantenía una clara división entre Iglesia y Estado. Entre ella y sus hijos. La había colocado en un casillero desde el primer día y no la había movido de allí desde entonces. «Idiota de fin de semana.» No le gustaba esa realidad. Acababa de heredar casi un millón de dólares que le abría mil puertas nuevas, salvo la que tanto deseaba con él. Por muy rica que se hubiera hecho de repente, nada había cambiado en su vida amorosa. Phil seguía siendo el hombre inaccesible de siempre, excepto bajo sus condiciones. Era emocional y físicamente inaccesible para ella, excepto cuando él elegía lo contrario. Y en época de vacaciones no elegía lo contrario. Por lo que a él se refería, las vacaciones eran de él y de sus hijos, y confiaba en que ella se las apañara sola. Ese era el trato. Phil había establecido las condiciones desde el principio y nunca las había cambiado.
– Lamento mucho que nos perdamos este fin de semana -dijo en un tono de disculpa pero con prisa.
– Yo también -dijo ella, apesadumbrada-. Pero lo entiendo. Nos veremos dentro de tres semanas, aproximadamente.
Como de costumbre, había sido rápida en sus cálculos. Siempre era capaz de calcular en cuestión de segundos cuántos días llevaban sin verse y los que faltaban para volver a estar juntos. Esta vez serían dos semanas y cinco días. Le pareció una eternidad. Si pudieran verse el fin de semana de Acción de Gracias no le parecería tan horrible. Mala suerte.
– Te llamaré más tarde. Tengo a alguien esperando fuera de mi despacho -dijo Phil.
– Claro. No te preocupes.
Sarah colgó y llegó al bufete diciéndose que no debía permitir que eso le estropeara el día. Le habían ocurrido cosas maravillosas. Stanley le había dejado una fortuna. ¿Qué importaba que Phil tuviera que ir a Nueva York y no pudiera pasar el fin de semana de Acción de Gracias con él, o incluso que no fuera a verle en tres semanas? ¿Qué demonios pasaba con sus prioridades?, se preguntó. ¿Había heredado setecientos cincuenta mil dólares y estaba triste porque no podía ver a su novio? Mas no eran sus prioridades lo que le preocupaba. La verdadera cuestión era: ¿qué pasaba con las prioridades de Phil?
8
Acción de Gracias siempre había sido una fiesta importante para Sarah y su familia, un día especial en el que también incluían a amigos especiales. Cada año la abuela de Sarah invitaba a alguna «alma extraviada», gente de su agrado que ese día no tenía dónde ir. El hecho de invitar amigos, por pocos que fueran, contribuía a dar un aire festivo a ese día y a que las tres mujeres se sintieran menos solas. Y la gente a la que invitaban se mostraba siempre profundamente agradecida. En los últimos años la fiesta de Acción de Gracias había sido especialmente animada gracias a la presencia de los pretendientes de turno de su abuela, que en la última década habían sido muchos.
Mimi, así la llamaban todos, era una mujer irresistible, menuda, bonita, divertida, cálida y dulce. Era la abuela ideal de todo el mundo y la mujer ideal de casi todos los hombres. Alegre y vivaz, a sus ochenta y dos años mostraba una actitud optimista ante la vida y nunca se detenía a pensar demasiado en las cosas desagradables. Tenía una visión muy positiva y siempre se interesaba por la gente nueva. Irradiaba luz y felicidad y todo el mundo disfrutaba de su compañía. Sarah sonrió para sí mientras pensaba en ella, camino de su casa, el día de Acción de Gracias.
Phil la había llamado la noche antes mientras cruzaba la ciudad para recoger a sus hijos. Había llegado de Nueva York el día anterior pero no había tenido tiempo de verla. Sarah ya no estaba enfadada ni triste, solo entumecida. Le deseó un feliz día de Acción de Gracias y colgó. Hablar con Phil la deprimía. Le hacía pensar en todo lo que no compartían y que nunca compartirían.
Cuando arribó a casa de su abuela, las dos amigas de Mimi, ambas viudas y mayores que ella, ya estaban allí. A su lado parecían dos viejecitas. Mimi tenía el pelo blanco como la nieve, los ojos grandes y azules, una piel impecable, sin apenas arrugas, y una figura todavía estilizada. Cada día se ponía un programa de gimnasia que daban por la tele y hacía los ejercicios que le indicaban. Todos los días caminaba por lo menos una hora. De vez en cuando todavía jugaba a tenis y le encantaba ir a bailar con sus amigos.
Llevaba puesto un bonito vestido de seda turquesa, con zapatos altos de ante negro, y unos pendientes también turquesas con el anillo a juego. En vida del abuelo de Sarah, a Mimi y a él no les había sobrado el dinero pero habían vivido holgadamente, y Mimi siempre había vestido con elegancia. Durante más de cincuenta años hicieron una estupenda pareja. Mimi raras veces hablaba de su infancia, por no decir nunca. Le gustaba decir que ella había nacido el día que se casó con Leland, que su vida había comenzado en ese momento. Sarah sabía que su abuela había crecido en San Francisco, pero poco más. Ignoraba incluso a qué colegio había ido o cuál era su apellido de soltera. Mimi, sencillamente, no hablaba de esas cosas. Nunca pensaba demasiado en el pasado, prefería vivir en el presente y el futuro, por eso caía tan bien a la gente. Siempre estaba contenta. Era una mujer plenamente feliz.
Su pretendiente favorito estaba en la sala de estar cuando Sarah entró. En otros tiempos corredor de bolsa, era unos años mayor que su abuela y cada día jugaba dieciocho hoyos. Se llevaba bien con sus hijos y le gustaba bailar tanto como a Mimi. Estaba frente a la barra de la pequeña y ordenada sala y se ofreció a prepararle una copa.
– Te lo agradezco, George, pero no. -Sarah sonrió-. Creo que será mejor que me presente en la cocina.
Sabía que su madre estaría recibiendo allí a la corte, vigilando el pavo y quejándose del tamaño, como todos los años. Siempre era o demasiado grande o demasiado pequeño, demasiado viejo o demasiado joven, y una vez asado estaría demasiado jugoso o demasiado seco, y desde luego mucho menos sabroso que el del año anterior. Mimi, en cambio, siempre lo encontraba perfecto, he ahí la diferencia entre ambas mujeres. Mimi siempre estaba satisfecha con lo que la vida le ofrecía y sabía divertirse. Su hija siempre se quejaba de su suerte y estaba permanentemente enfadada, disgustada o preocupada. Cuando Sarah entró en la cocina, encontró a las dos mujeres observando el horno. Sarah lucía un traje de terciopelo marrón que se había comprado, a juego con unos zapatos de ante, para celebrar el regalo de Stanley, y estaba muy elegante. Mimi se lo alabó en cuanto la vio entrar. Se sentía muy orgullosa de su única nieta y alardeaba de ella con todo el mundo. Audrey también, aunque se negara a reconocerlo.
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