– ¿Esta noche toca perritos calientes? -bromeó Sarah mientras dejaba su bolso nuevo, de ante marrón, en una silla. Audrey se volvió y enarcó una ceja.
– Casi -respondió-. ¿Tienes previsto ir a una fiesta después de la cena?
– No. Venir a casa de Mimi es la mejor fiesta de la ciudad.
– Nunca dices eso cuando vienes a mi casa -repuso, dolida, su madre.
Audrey llevaba puesto un bonito traje negro acompañado de un collar de perlas y un broche de oro en la solapa. Su aspecto era elegante pero severo. Desde que se quedó viuda veintidós años atrás, y pese a ser una mujer atractiva, casi nunca vestía prendas de color. Tenía los ojos azules de su madre y de Sarah y llevaba el pelo teñido de rubio y recogido en un moño. Parecía una Grace Kelly madura pero igual de bonita. También poseía un cutis estupendo, sin apenas arrugas, y una buena figura. Era alta como Sarah, a diferencia de Mimi, que era menuda. El padre de Audrey había sido alto.
– Sí te digo que me gusta ir a tu casa, mamá. -Sarah besó a las dos mujeres y Audrey regresó junto al pavo, refunfuñando sobre su tamaño.
Mimi volvió a la sala de estar, junto a George y sus dos amigas. Era curioso que Mimi hubiera invitado a tres personas y que Audrey y Sarah no hubieran tenido a nadie a quien invitar. Audrey había convidado a Mary Ann, su amiga del club de lectura, pero había enfermado en el último minuto. Se habían conocido en alcohólicos anónimos, cuando sus respectivos maridos bebían. A Sarah le gustaba Mary Ann pero la encontraba un poco deprimente. Nunca era una incorporación feliz al grupo y se diría que tiraba de su madre hacia abajo, lo cual no era muy difícil. Audrey, a diferencia de Mimi, casi siempre lo veía todo negro.
– Este año el pavo es demasiado pequeño -dijo mientras Sarah reía y examinaba las ollas que descansaban sobre los fogones. Había puré de patatas, guisantes, zanahorias, boniatos y salsa, y sobre la mesa de la cocina panecillos, salsa de arándanos y ensalada. La cena típica de Acción de Gracias. Sobre la encimera había tres tartas enfriándose, de frutos secos, de calabaza y de manzana.
– Siempre dices lo mismo, mamá.
– No es cierto -rezongó Audrey, poniéndose un delantal-. ¿Dónde te has comprado ese traje?
– En Neiman's. Me lo compré esta semana para Acción de Gracias.
– Me gusta -dijo Audrey, y Sarah sonrió.
– Gracias.
Se acercó a su madre y la abrazó. Entonces Audrey volvió a incomodarla con su siguiente pregunta.
– ¿Dónde está Phil?
– En Tahoe, como todos los años. ¿Recuerdas?
Sarah se volvió para inspeccionar el puré de patatas e impedir que su madre viera la decepción en sus ojos. Unos días le costaba ocultarla más que otros. Las vacaciones siempre eran difíciles sin Phil.
– No entiendo por qué lo aguantas. Imagino que no te ha invitado a pasar el fin de semana con él -se lamentó Audrey. Detestaba a Phil.
– No, no me ha invitado, pero estoy bien. Tengo mucho trabajo que hacer para un cliente y antes de las vacaciones siempre se acumulan los asuntos, así que en cualquier caso no habría tenido tiempo de verlo. -Era mentira y ambas lo sabían, pero esta vez Audrey no insistió. Estaba atareada con el pavo. Temía que estuviera seco.
Media hora después estaban sentados a la mesa del pequeño y elegante comedor de Mimi que Audrey había decorado. Las verduras se hallaban repartidas en cuencos y George había trinchado el pavo. La mesa estaba impecable. Mimi bendijo la comida, como era su costumbre, y los invitados estallaron en una animada charla. Las dos amigas de Mimi tenían previsto hacer un crucero por México, George había vendido su casa de la ciudad para mudarse a un apartamento, Audrey estaba hablando de una casa que le había encargado un cliente de Hillsborough y Mimi planeaba una fiesta para Navidad. Sarah los escuchaba a todos con una sonrisa en los labios. Apenas la dejaban meter baza. Le gustaba verlos tan animados. Su entusiasmo era contagioso.
– ¿Y cómo te van a ti las cosas, Sarah? -le preguntó Mimi en un momento dado-. Estás muy callada. -Siempre le gustaba escuchar a qué se dedicaba su nieta.
– He estado muy ocupada con la sucesión de una enorme herencia. Hay diecinueve herederos repartidos por todo el país y cada uno de ellos ha recibido una suma exorbitante de un tío abuelo. Me han encargado que les venda uno de los inmuebles. Se trata de una casa antigua y muy bonita, y están dispuestos a venderla por cuatro cuartos. Es enorme y hoy día eso tiene poca salida.
– Yo no volvería a vivir en una casa grande por nada del mundo -aseguró enérgicamente Mimi mientras Audrey miraba deliberadamente a su hija.
– Deberías hacer algo con respecto a tu apartamento. -Su mantra-. O como mínimo compra un par de pisos. Sería una buena inversión.
– No quiero los quebraderos de cabeza que dan los inquilinos. Seguro que acabo poniéndoles un pleito -repuso Sarah con sentido práctico, si bien esa semana, con el dinero que le había dejado Stanley, había estado dando vueltas a esa posibilidad. Pero no quería darle a su madre la satisfacción de reconocerlo. Casi había decidido comprar una casita con jardín. Lo prefería a la idea de adquirir dos pisos.
La conversación evolucionó hacia temas diversos. Las tartas de frutos secos, calabaza y manzana con nata montada y helado llegaron y desaparecieron, y luego Sarah ayudó a su madre a quitar la mesa y fregar los platos. Una vez limpia la cocina, Sarah se dirigió al dormitorio de su abuela para utilizar el cuarto de baño porque el de invitados estaba ocupado. Al pasar por delante de la cómoda donde su abuela tenía expuestas tantas fotografías que se tapaban unas a otras, se detuvo para contemplar una en la que aparecía ella con cinco o seis años en la playa, en compañía de su madre. Había otra de Audrey vestida de novia. Y detrás una de Mimi el día de su boda, durante la guerra, con un vestido de raso blanco, estrecho de cintura y ancho de hombros, que le daba un aire recatado y moderno a la vez. De repente, la foto de otra mujer joven con un vestido de noche atrajo su atención. Estaba semioculta detrás de un retrato de Mimi y su marido. Sara la cogió y la observó detenidamente, y en ese momento Mimi entró en la habitación. Sarah se volvió con cara de desconcierto. Era allí donde la había visto antes. Era la misma fotografía que había encontrado en el armario de la suite principal de la casa de la calle Scott. Sabía quién era esa mujer, pero tenía que preguntarlo. De repente necesitaba una confirmación.
– ¿Quién es? -preguntó cuando sus miradas se encontraron.
Mimi se puso seria al coger la foto y contemplarla con nostalgia.
– No es la primera vez que la ves. -Era la única fotografía que Mimi tenía de ella. Las demás habían desaparecido cuando ella se marchó. Mimi había encontrado esa entre los papeles de su padre, tras su muerte-. Es mi madre. Es el único retrato que tengo de ella. Murió cuando yo tenía seis años.
– ¿Realmente murió, Mimi? -preguntó Sarah con dulzura.
Ahora sabía la verdad, y cayó en la cuenta de que su abuela nunca le había hablado de su madre. Audrey le había contado que su abuela había muerto cuando su madre tenía seis años y que por eso no la conoció.
– ¿Por qué me preguntas eso? -inquirió Mimi con tristeza, mirando fijamente a Sarah.
– El otro día vi una fotografía como esta en una casa de la calle Scott que estamos vendiendo en nombre de un cliente, bueno, mejor dicho en nombre de sus herederos. Es la casa que mencioné en la cena. El número veinte-cuarenta de la calle Scott.
– Recuerdo la dirección -dijo Mimi, devolviendo la fotografía a la cómoda y volviéndose para sonreír a Sarah-. Viví en esa casa hasta los siete años. Mi madre se marchó cuando mi hermano tenía cinco y yo seis, en 1930, el año después del crack. Unos meses más tarde nos mudamos a un apartamento en la calle Lake, donde viví hasta que me casé con tu abuelo. Mi padre murió ese mismo año. No había vuelto a levantar cabeza desde el crack y desde que mi madre le abandonara.
Era la misma historia sorprendente que Sarah había oído de labios de Marjorie Merriweather sobre la familia que había mandado construir la casa de la calle Scott. Pero lo que más le sorprendió descubrir era que la madre de Mimi no había muerto sino que la había abandonado. Era la primera vez que su abuela lo contaba. Sarah se preguntó si su madre conocía la historia. O si Mimi también le había mentido a ella.
– No fue hasta hace poco que caí en la cuenta de que no conozco tu apellido de soltera. Nunca hablas de tu infancia -dijo Sarah con ternura, agradecida por la franqueza de su abuela.
Mimi respondió con una tristeza desacostumbrada en ella.
– Me llamaba De Beaumont, y la mía no fue una infancia feliz -confesó-. Mi madre nos abandonó y mi padre se arruinó. La institutriz, a quien yo adoraba, fue despedida. Perdí a mucha gente a la que quería.
Sarah sabía que el hermano de Mimi había muerto durante la guerra y que así fue como su abuela había conocido al hombre con quien se casó. El abuelo de Sarah era íntimo amigo del hermano de Mimi y fue a verla para llevarle algunas pertenencias de su hermano. Se enamoraron y al poco tiempo se casaron. Sarah sabía hasta ahí, pero nunca había escuchado la primera parte de la historia.
– ¿Qué ocurrió después de que tu madre se marchara? -preguntó, conmovida por el hecho de que su abuela finalmente le estuviera contando lo que había sucedido.
No quería invadir su intimidad, pero la historia había adquirido de repente una gran importancia para ella. La casa donde Stanley había vivido durante setenta y seis años y que ella debía vender había sido construida por sus bisabuelos. Había estado en la casa decenas de veces, visitando a Stanley, y jamás había sospechado que tuviera una profunda relación con ella. Inopinadamente, se sentía fascinada y quería conocer hasta el último detalle.
– No lo sé muy bien. De niña nadie me hablaba de mi madre y tampoco tenía permitido hacer preguntas para no entristecer a mi padre. Me temo que nunca se recuperó. En aquellos tiempos el divorcio representaba un escándalo. Más tarde me enteré de que mi madre había dejado a mi padre por otro hombre y que se fue a vivir a Francia con él. Era un marqués francés muy apuesto, según me contaron. Se conocieron en una fiesta diplomática y se enamoraron. Años después de que mi padre falleciera supe que mi madre había muerto de neumonía o tuberculosis durante la guerra. Nunca volví a verla y mi padre se negaba a hablarme de ella. De niña nunca me explicaron por qué se había ido o qué había sucedido.
Y pese a toda esa tragedia, Mimi era una de las personas más alegres que Sarah conocía. Había perdido a toda su familia -a su madre, a su hermano, a su padre- siendo todavía muy joven, y el estilo de vida que había conocido de niña. Y sin embargo era una mujer jovial y sencilla que llevaba alegría a todo el mundo. Ahora comprendía por qué Mimi siempre decía que había nacido el día que se casó. Para ella fue como comenzar una nueva vida. Sin los lujos que había tenido de niña, pero una vida sólida y estable con una hija y con un hombre que la amaba.
– Creo que mi padre nunca levantó cabeza -prosiguió Mimi-, ignoro si por la pérdida de mi madre o de su fortuna. Probablemente por ambas cosas. Debió de ser un golpe terrible y humillante que su esposa le dejara por otro, y para colmo un año después del crack. Tarde o temprano habrían tenido que deshacerse de la casa, y creo que ya habían empezado a empeñar algunas cosas. Después de eso mi padre entró a trabajar en un banco y vivió como un ermitaño el resto de su vida. No recuerdo que acudiera a un solo acto social. Murió quince años más tarde, al poco tiempo de casarme yo. Mi padre había construido esa casa para mi madre. Me acuerdo de ella como si la hubiera visto ayer, o por lo menos eso me parece, y recuerdo las fiestas en el salón de baile. -Mimi lo dijo con expresión soñadora.
A Sarah le resultaba asombroso saber que había estado en ese mismo salón de baile, y en el cuarto de su abuela, hacía tan solo una semana.
– ¿Te gustaría volver a ver la casa, Mimi? -preguntó. Todavía estaba a tiempo de enseñársela. Aún tardaría una semana en salir a la venta, después de la convocatoria de agentes del martes-. Tengo las llaves. Podría llevarte este fin de semana.
Mimi titubeó, luego meneó la cabeza con pesar.
– Sé que puede parecer absurdo, pero creo que me pondría muy triste. No me gusta hacer cosas que me entristecen. -Sarah asintió con la cabeza. Tenía que respetarlo. Se sentía conmovida por la historia que su abuela estaba compartiendo finalmente con ella después de tantos años-. Cuando estaba en Europa con tu abuelo, después de que tu madre naciera, fui a ver el castillo donde mi madre había vivido con el marqués con el que se casó, pero estaba abandonado y entablado. Yo sabía que mi madre estaba muerta, pero quería ver el lugar donde había vivido después de que nos abandonara. Los lugareños me contaron que su marido, el marqués, también falleció durante la guerra, en la Resistencia. No tuvieron hijos. Me preguntaba si sería posible encontrar a alguna persona que la hubiera conocido o supiera algo de ella, pero nadie sabía nada y tu abuelo y yo no hablábamos francés. Solo nos contaron que tanto el marqués como mi madre habían muerto. Curiosamente, mi padre y mi madre murieron en torno a la misma época. Él siempre hablaba como si ella estuviera muerta, y eso era lo que yo le contaba a la gente, porque me resultaba más fácil. Incluida tu madre.
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