Mimi parecía apesadumbrada por el hecho de haber mentido y el corazón de Sarah rebosó de ternura por ella. Qué tragedia para Mimi. Le agradecía profundamente que hubiera decidido contarle la verdad. Para ella era un regalo.
– Debió de ser terrible -dijo con tristeza, y abrazó a Mimi con fuerza.
No podía ni imaginar lo que habrían sido esos años para su abuela. La desaparición de su madre, la depresión de su padre y la pérdida de su único hermano en la guerra. Había caído muerto en Iwo Jima, y Mimi siempre decía que ese golpe fue lo que mató a su padre un año después. Mimi perdió a la familia que le quedaba en apenas un año. Y ahora, la casa que había construido su padre aparecía en la vida de Sarah arrastrando consigo toda su historia y sus secretos.
– ¿Qué ocurre aquí? -preguntó secamente Audrey cuando entró en el dormitorio y vio a Sarah abrazada a Mimi. Siempre había estado algo celosa del trato cálido y relajado que compartían su madre y su hija. La relación que ella tenía con Sarah era mucho más tensa.
– Nada, solo hablábamos -dijo Mimi con una sonrisa.
– ¿De qué?
– De mis padres.
Audrey la miró atónita.
– Tú nunca hablas de tus padres, mamá. ¿A qué viene hacerlo ahora? -Hacía años que había dejado de preguntarle a su madre por su infancia.
– Se me ha encomendado vender la casa que construyeron sus padres -explicó Sarah-. Es una casa preciosa, aunque está algo deteriorada. Nunca la han reformado.
Mimi salió de la habitación en busca de George. Habían hablado suficiente.
– ¿No la habrás disgustado? -preguntó Audrey a su hija-. Ya sabes que no le gusta hablar de ese tema. -Había oído rumores de que su abuela abandonó a su madre cuando era una niña, pero Mimi nunca se lo confirmó. Como administradora del patrimonio de Stanley, Sarah sabía ahora muchas más cosas que su madre.
– Tal vez -respondió Sarah con franqueza-, pero no era mi intención. Esta semana encontré una fotografía de su madre en la casa. No sabía quién era, pero enseguida tuve la sensación de que ya había visto esa foto en algún lugar. Acabo de verla sobre su cómoda. -Levantó la fotografía de Lilli y se la enseñó. No quería desvelar las confidencias de su abuela hasta que ella se lo autorizara o decidiera hacerlo personalmente.
– Qué extraño. -Audrey contempló la foto con aire pensativo y luego la devolvió a la cómoda-. Espero que Mimi no se haya disgustado demasiado.
Pero cuando regresaron a la sala parecía tranquila y estaba charlando animadamente con George. El hombre bromeaba con las tres mujeres, pero su mirada estaba clavada en Mimi. Era evidente que tenía debilidad por ella. Y ella también parecía tenerla por él.
Audrey se quedó unos minutos más y luego dijo que había quedado con una amiga. No invitó a su hija a unirse a ellas, pero Sarah tampoco lo habría querido. Tenía mucho en qué pensar y deseaba estar sola para digerir lo que su abuela le había contado. Cuando, una hora después, entró en su apartamento y vio los platos sin fregar en la encimera de la cocina, la cama sin hacer y la ropa sucia tirada en el suelo del cuarto de baño, comprendió lo que su madre quería decir cuando hablaba de su apartamento. Su casa era, ciertamente, un caos. Sucia, oscura y deprimente. Sin cortinas, con las persianas venecianas rotas, viejas manchas de vino en la alfombra y un sillón que arrastraba desde la universidad y que hacía años que debió tirar.
– Mierda -espetó al tiempo que se hundía en el sillón y miraba a su alrededor.
Pensó en Phil, en Tahoe con sus hijos, y se sintió sola. De repente todo en su vida le parecía deprimente. Su apartamento era feo, mantenía una relación de fin de semana con un hombre desatento que ni siquiera estaba dispuesto a pasar las vacaciones con ella después de cuatro años juntos. Lo único que la llenaba en su vida era el trabajo. En su cabeza resonaron las advertencias de Stanley y súbitamente pudo imaginarse diez o veinte años más adelante en un apartamento como ese o incluso peor, con un novio peor aún que Phil o sin novio en absoluto. Seguía con él porque le era cómodo y no quería perder lo poco que tenía. Pero ¿qué tenía en realidad? Una profesión sólida como abogada especializada en impuestos, un cargo de socia en un bufete de abogados, una madre que la pinchaba continuamente, una abuela encantadora que la adoraba y un novio que utilizaba cualquier pretexto imaginable para no pasar la vacaciones con ella. Tuvo la impresión de que su vida personal no podía ir peor. De hecho, apenas tenía vida personal.
Quizá un apartamento más agradable fuera un buen comienzo, pensó, hundida en su viejo sillón. Pero ¿y luego? ¿Qué haría después? ¿Con quién pasaría su tiempo libre si decidía que lo que tenía con Phil no le bastaba y rompía con él? Le aterraba pensar en ello. De repente sintió la necesidad de hacer una limpieza general y deshacerse de todo, puede que Phil incluido. Contempló las dos plantas muertas de la sala de estar y se preguntó cómo era posible que no hubiera reparado en ellas en dos años. ¿Acaso eso era cuanto creía que se merecía? Un montón de muebles viejos de sus días en Harvard, unas plantas muertas y un hombre que no la quería por mucho que él dijera que sí. Si de verdad la quería, ¿por qué no estaba en Tahoe con él? Pensó en lo valiente que había sido su abuela, en lo duro que debió de ser para ella perder a su madre, a su hermano y a su padre y, sin embargo, seguir adelante como un rayo de sol, irradiando alegría a la gente que la rodeaba. Luego pensó en Stanley, en la habitación del ático de la calle Scott, y de repente tomó una decisión. Llamaría a Marjorie Merriweather por la mañana y buscaría otro apartamento. Tenía el dinero y aunque eso no lo resolvería todo, era un comienzo. Tenía que cambiar algo en su vida o, de lo contrario, se quedaría para siempre estancada en ese apartamento, pasando sus vacaciones en soledad, rodeada de plantas muertas y con una cama por hacer.
Phil no se molestó en telefonearla por la noche para desearle un feliz día de Acción de Gracias. Hasta ese punto le traía sin cuidado. Y no le gustaba que Sarah le llamara cuando estaba con sus hijos porque lo consideraba una intromisión. Sarah sabía que cuando Phil se dignara finalmente a llamarla ya habría elaborado alguna excusa enrevesada pero plausible de por qué no lo había hecho antes. Y si aceptaba sus excusas solo conseguiría empeorar la situación. Había llegado el momento de arremangarse los pantalones y hacer algo con su vida. Decidió ocuparse primero del tema del apartamento. Gracias a Stanley iba a ser la parte fácil. Aunque una vez solucionado eso, quizá el resto también lo fuera. Reflexionó sobre ello tumbada en el sofá. Ella se merecía mucho más. Y si Mimi podía llevar una vida feliz pese a su trágico pasado, ella también podía conseguirlo, por difícil que fuera.
9
Sarah telefoneó a Marjorie el viernes después de Acción de Gracias a las nueve de la mañana. No estaba en la oficina pero la localizó en el móvil. La agente dio por sentado que la llamaba para hablar de la casa de la calle Scott. El servicio de recogida había arrojado todas las tablas y las cortinas a un contenedor y un equipo de limpieza se había pasado una semana restregando, frotando y puliendo hasta dejar la casa impecable. La convocatoria de agentes estaba prevista para el martes y por el momento la respuesta había sido buena. Marjorie esperaba que acudieran casi todos los agentes inmobiliarios de la ciudad.
– En realidad no te llamaba por eso -dijo Sarah cuando Marjorie hubo terminado su informe sobre la mansión de la calle Scott y añadido que a los agentes incluso les gustaba el precio acordado. Teniendo en cuenta el estado de la casa, su enorme superficie y sus incomparables detalles, el precio les parecía justo-. Te llamaba por un apartamento. Para mí. Creo que me gustaría encontrar un apartamento realmente agradable en Pacific Heigthts. Mi madre lleva años insistiéndome en ello. ¿Crees que podríamos encontrar algo? -preguntó esperanzada.
– Naturalmente -dijo Marjorie, encantada-. En Pacific Heights estamos hablando de medio millón de dólares. Los pisos son más caros, sobre el millón si están en buen estado, y las casas rondan los dos millones. Podríamos buscar en otras zonas, pero serán casas que necesiten mucha remodelación. En la actualidad las casas semiderruidas cuestan cerca del millón de dólares incluso en barrios donde no te gustaría vivir. Las propiedades no son baratas en San Francisco, Sarah.
– Caray. Estando así los precios, quizá deberíamos pedir más por la casa de la calle Scott.
Sin embargo, ambas sabían que esa casa era un caso especial y necesitaba mucho trabajo.
– No te preocupes, te encontraremos algo agradable -la tranquilizó Marjorie-. En estos momentos tengo algunas cosas. Consultaré su situación y me aseguraré de que no están reservadas. ¿Cuándo quieres empezar a buscar?
– ¿Tienes hoy algún momento libre? Mi bufete ha cerrado hasta el lunes y no tengo nada que hacer.
– Te llamaré dentro de una hora -le prometió Marjorie.
Entretanto, Sarah puso una lavadora y tiró las plantas muertas. No podía creer que llevaran ahí tanto tiempo y que no hubiera reparado antes en ellas. Eso decía mucho sobre su actitud, y se reprendió por ello. Cuando Marjorie volvió a telefonearla, le dijo que tenía cuatro apartamentos para enseñarle, dos muy bonitos, uno normalito y otro interesante, aunque quizá demasiado pequeño, pero valía la pena echarle un vistazo. Este último estaba en Russian Hill y aunque el barrio no la entusiasmaba, Sarah decidió verlo de todos modos. Los otros tres estaban en Pacific Heights, a unas manzanas de su casa. Quedaron en verse a las doce. Pese a saber que tardaría un tiempo en encontrar lo que quería, Sarah estaba muy ilusionada. Quizá su madre pudiera ayudarla a decorarlo. Las artes domésticas no eran su punto fuerte.
Sarah ya había calculado que si pagaba un diez por ciento de entrada por un apartamento nuevo, todavía le quedaría mucho dinero de Stanley para invertir. El diez por ciento de medio millón de dólares, si compraba por esa cantidad, eran solo cincuenta mil dólares. Eso significaba que aún le quedarían setecientos mil para invertir. Si le entrara la locura y decidiera comprar una casa de dos millones de dólares, tendría que pagar doscientos mil de entrada y, por tanto, todavía le quedaría medio millón. Y en el bufete ganaba dinero suficiente para pagar una hipoteca. En cualquier caso, no quería una casa. No necesitaba tanto espacio. Un apartamento parecía una solución mucho mejor.
A las once y media salió deprisa y corriendo de su edificio, pasó un momento por Starbucks y a las doce en punto se encontraba con Marjorie en la primera dirección, el apartamento de Russian Hill. A Sarah no le gustó. Marjorie tenía razón. Era un garaje convertido en vivienda y no lo consideró adecuado para ella. Y los tres apartamentos de Pacific Heights le parecieron pequeños y fríos. Si iba a gastarse medio millón de dólares, quería algo con personalidad. Marjorie le dijo que no se desanimara, que antes de que finalizara el año saldrían muchos apartamentos a la venta y más aún después de Navidad. La gente no quería vender su vivienda durante las fiestas, explicó. Todo eso era un mundo nuevo para Sarah. Estaba descubriendo los horizontes de los que Stanley hablaba en su carta. Estaba haciendo justamente lo que él le había pedido a ella y a los demás que hicieran. Stanley le había abierto una puerta importante.
Camino de sus respectivos coches, Sarah y Marjorie hablaron nuevamente de la posibilidad de comprar una casa. Sarah seguía pensando que era demasiado para ella. Tener tanto espacio y nadie con quien compartirlo podría deprimirla. Marjorie sonrió.
– No estarás sola toda la vida, Sarah. Aún eres muy joven.
Al lado de ella, lo era. Marjorie la veía como una chiquilla. Sarah, no obstante, negó con la cabeza.
– Ya tengo treinta y ocho años. Quiero algo donde me sienta a gusto sola. -Después de todo, esa era la realidad de su vida.
– Encontraremos exactamente lo que quieres -le prometió Marjorie-. Las casas y los apartamentos son como los idilios. Cuando ves el lugar adecuado para ti, lo sientes y todo sale rodado. No tienes que suplicar, ni insistir, ni forzar las cosas.
Sarah asintió con la cabeza mientras pensaba en Phil. Ella llevaba cuatro años suplicando e insistiendo y estaba empezando a dolerle. Hacía dos días que no sabía nada de él. Era evidente que Phil no tenía ninguna necesidad de insistir, o de pensar en ella.
Finalmente la llamó por la noche, después de que Sarah hubiese ido a ver una película sola. La película había sido una porquería y las palomitas estaban rancias. Cuando sonó el teléfono, se hallaba tumbada en la cama, todavía vestida, compadeciéndose de sí misma.
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