– Nunca pasará más tiempo contigo -declaró, sin rodeos, Jeff. Su amistad se iba estrechando a medida que ponían las cartas emocionales sobre la mesa-. ¿Por qué iba a hacerlo? Tiene lo que quiere. Una mujer de fin de semana que está siempre a su disposición y le da pocos dolores de cabeza porque tú, probablemente, no quieres conflictos. Le cuidan dos días a la semana y el resto del tiempo disfruta de su libertad. Caray, para él es el arreglo perfecto. Para un tío que ya ha estado casado, que ya tiene hijos y que no quiere más de lo que tiene contigo, no hay duda de que eres un chollo.

Sarah sonrió y no discrepó.

– El caso es que no acabo de reunir el coraje necesario para dejarlo. Mi madre opina como tú. Lo considera un aprovechado. Pero sé lo que es pasar los fines de semana sola y si te soy sincera, los odio. Siempre los he odiado. No estoy preparada para volver a eso. Todavía no.

– No encontrarás una relación mejor a menos que estés dispuesta a pasar por eso.

– Tienes razón, pero es condenadamente difícil.

– Dímelo a mí. Es por eso por lo que Marie-Louise y yo seguimos juntos. Por eso y por la casa que compramos, el negocio que compartimos y el apartamento que tenemos en París, que yo pago y ella utiliza. Pero cada vez que nos separamos miramos a nuestro alrededor y se apodera de nosotros el pánico, de modo que volvemos. Después de catorce años al menos sabemos lo que podemos esperar. Ella no es una psicópata y yo no soy un perturbado. No nos sacamos los ojos ni somos infieles. O por lo menos eso espero. -Jeff esbozó una sonrisa compungida, dado que Marie-Louise se hallaba a nueve mil kilómetros de allí-. Pero sospecho que uno de estos días se marchará a París para no volver y tendremos que dividir el negocio, lo cual será perjudicial para ambos. Nos ganamos muy bien la vida trabajando juntos. Marie-Louise es una buena mujer, lo que pasa es que somos muy diferentes. Quizá eso sea bueno. Pero siempre está diciendo que no quiere envejecer en este país y yo no puedo imaginarme viviendo en París. Para empezar, todavía no hablo correctamente el francés. Me defiendo, pero sería difícil trabajar allí con mi nivel. Y si no estamos casados no puedo obtener el permiso de trabajo. Marie-Louise dice que jamás se casará y sé que no bromea. Y no quiere ni oír hablar de tener hijos.

Tampoco Sarah. En eso coincidía con Marie-Louise, aunque en todo lo demás fueran diferentes.

– Caray, qué complicado que es todo hoy día. La gente tiene ideas muy neuróticas sobre las relaciones y sobre cómo quiere vivir su vida. Todo el mundo tiene problemas emocionales. Nada fluye. La gente no dice, sencillamente, «sí quiero» y trabaja para que su relación funcione. Hacemos extraños montajes que en parte funcionan y en parte no, o que quizá podrían funcionar o quizá no. Me pregunto si siempre ha sido así, aunque la verdad es que lo dudo -dijo Sarah con expresión meditabunda.

– Seguramente somos así porque no crecimos en un hogar con unos padres felices. Los matrimonios de la generación de nuestros padres seguían juntos toda la vida aunque se odiaran. En nuestra generación o no nos casamos o nos divorciamos a la primera de cambio. Nadie se esfuerza por hacer que las cosas funcionen. En cuanto la situación se pone difícil, salimos corriendo.

Sarah no discrepó.

– Puede que tengas razón -dijo. Era una teoría interesante.

– ¿Qué me dices de tus padres? ¿Eran felices? -preguntó Jeff, mirándola fijamente. Le gustaba Sarah. Intuía que era una buena persona, íntegra, de principios. Pero Marie-Louise también lo era, pese a su acritud. Y había tenido una infancia difícil que, lo reconociera o no, seguía afectándola.

– Naturalmente que no. -Sarah rió-. Mi padre era un alcohólico empedernido y mi madre se dedicaba a encubrirlo. Nos mantenía a los tres mientras él se pasaba el día en el cuarto, demasiado borracho para moverse. Yo le odiaba. Murió cuando yo tenía dieciséis años. Ni siquiera puedo decir que lo echara de menos, porque en realidad nunca estuvo a mi lado. De hecho, las cosas mejoraron cuando falleció. -Y hasta su muerte siempre deseó que estuviera lejos. Luego se sintió culpable por ello.

– Y tu madre, ¿volvió a casarse? -preguntó Jeff-. Debió de quedarse viuda muy joven, si tú solo tenías dieciséis años.

– Mi madre tenía un año más de los que yo tengo ahora. Trabajaba en una inmobiliaria, luego se hizo interiorista y empezó a ganarse bien la vida. Me pagó los estudios en Harvard y en la facultad de derecho de Stanford. Pero nunca volvió a casarse. Ha tenido un montón de novios, pero el que no es alcohólico tiene alguna tara, o eso piensa ella. Ahora sale principalmente con sus amigas y frecuenta los clubes de lectura.

– Es una pena -dijo Jeff con empatía.

– Sí. Ella asegura que es feliz, pero no la creo. Yo no podría serlo. Por eso me aferró a mi hombre de fin de semana. No quiero verme dentro de veinte años como mi madre, asistiendo a clubes de lectura.

– A este paso, eso es lo que te espera -declaró Jeff sin rodeos-. Ese hombre se está llevando los mejores años de tu vida. ¿Realmente crees que estará contigo dentro de veinte años?

– Seguramente no -reconoció Sarah-, pero lo está ahora, he ahí el problema. Supongo que tarde o temprano nuestra relación tocará a su fin, pero no seré yo quien lo provoque. Odio los fines de semana en soledad.

– Lo sé, y te entiendo. Yo también los odio. No pretendo parecer petulante. Yo tampoco tengo la solución.

Después de eso abandonaron el restaurante. Habían ido en coches separados, de modo que se despidieron con un abrazo y Sarah se marchó a casa. El teléfono estaba sonando cuando entró en su apartamento. Consultó la hora y le sorprendió comprobar que eran las once. Había desconectado el móvil durante la cena.

– ¿Dónde demonios te has metido? -Phil sonaba furioso.

– Por Dios, tranquilízate. Estaba cenando. Nada del otro mundo. Sushi.

– ¿Otra vez? ¿Con quién? -Casi atravesó el teléfono.

Sarah se preguntó si estaba celoso o, sencillamente, de mal humor. A lo mejor había salido y bebido más de la cuenta.

– ¿Qué importa eso si nunca estás aquí durante la semana? -Parecía irritada-. Salí a cenar con alguien con quien estoy realizando un proyecto. Fue una cena estrictamente de trabajo. -Y era cierto.

– ¿Qué es esto? ¿Una venganza porque necesito ir al gimnasio después del trabajo y hacer un poco de ejercicio? ¿Un castigo? Por Dios, no seas chiquilla.

– Eres tú el que está gritando, no yo -señaló Sarah-. ¿A qué viene ponerse así?

– Llevas cuatro años volviendo a casa todas las noches para plantar tu trasero delante de la tele y de repente sales todas las noches a cenar sushi. ¿Qué estás haciendo? ¿Tirándote a un puto japonés?

– Vigila tu vocabulario, Phil. Y tus modales. También salgo a cenar sushi contigo. Se trata de un asunto de trabajo. ¿Desde cuándo nos prohibimos tener cenas de trabajo durante la semana? -Se sentía ligeramente culpable porque lo había pasado bien y después de la primera hora se había convertido más en una cena de amigos. Pero era cierto que también habían hablado de trabajo-. Si tantas ganas tienes de saber qué hago durante la semana, ¿por qué no intentas pasar menos tiempo en el gimnasio para estar conmigo? Puedes hacerlo cuando quieras. Preferiría con mucho salir a cenar sushi contigo.

– ¡Que te jodan! -espetó Phil, y le colgó.

La respuesta no podría haber sido otra porque Sarah tenía razón y él lo sabía. No podía tener las dos cosas, libertad plena durante la semana y, al mismo tiempo, la seguridad de que ella permanecía encadenada a una pared, esperando los fines de semana para verlo. Y puede que hasta con un cinturón de castidad, si por él fuera. Phil tenía suerte de que Jeff Parker tuviera pareja, pensó Sarah. Porque pensaba que era un hombre realmente encantador. Y todas las valoraciones que había hecho sobre Phil y su grado de compromiso eran ciertas. La relación que tenía con Phil lo era todo menos ideal.

Phil telefoneó poco después para pedirle disculpas, pero Sarah dejó saltar el contestador. Había pasado una velada deliciosa con Jeff y no quería que se la estropeara. Estaba muy dolida. Phil la había acusado de engañarle con otro hombre, algo que ella nunca había hecho y nunca haría. No era esa clase de persona.

Al día siguiente volvió a llamarla mientras se estaba vistiendo aprisa y corriendo para ir a trabajar. Era viernes. Parecía nuevamente alterado.

– ¿Todavía quieres verme esta noche?

– ¿Por qué? ¿Tienes otros planes? -preguntó fríamente Sarah.

– No, pero temía que tú sí. -El tono de Phil también era frío. Se avecinaba un gran fin de semana.

– Mi plan era verte este fin de semana dado que, como quien dice, hace tres semanas que no nos vemos -repuso ella con acritud.

– No empecemos ahora con eso. Sabes perfectamente que tuve que pasar una semana en Nueva York tomando declaraciones y otra semana con mis hijos.

– Mensaje recibido. ¿Algo más?

– Esta noche iré a tu casa después del gimnasio.

– Vale -dijo Sarah, y colgó.

Empezaban con mal pie. Era evidente que los dos estaban resentidos. Ella por las tres semanas que llevaba sin verle, a pesar de que Phil podría haber pasado por su casa durante la semana, y él porque no le gustaba que ella saliera a cenar y desconectara el móvil. Y ese era el fin de semana que tenía pensado hablarle de la casa de la calle Scott e invitarle a verla. La rabieta de Phil no había conseguido desanimarla a ese respecto.

Telefoneó a Jeff camino del trabajo y le dio las gracias por la agradable cena.

– Espero no haber sido demasiado franco -se disculpó-. Suele ocurrirme cuando bebo demasiado té. -Sarah rió, y también él. Le dijo que se le habían ocurrido más ideas para la cocina e incluso el gimnasio-. ¿Tienes un hueco este fin de semana? ¿O estarás ocupada con él?

– Él se llama Phil, y los domingos suele irse en torno al mediodía. Podríamos vernos por la tarde.

– Genial. Llámame cuando se haya ido.

Sarah no le contó que Phil había tenido un ataque de celos por su causa. Estaba encantada con la idea de que la casa fuera a mantenerla ocupada. Así, las noches entre semana y las tardes de los domingos, cuando Phil se marchara, serían menos deprimentes. Con una casa de ese tamaño para restaurar, iba a estar muy atareada. Se comería todo su tiempo libre.

De regreso a casa pasó por el supermercado. Como hacía mucho que no se veían, había decidido preparar una cena especial. Se sorprendió de ver a Phil entrando por la puerta poco después de las siete.

– ¿No has ido al gimnasio? -Nunca llegaba a su casa antes de las ocho.

– Pensé que podría apetecerte cenar fuera -dijo, ya más tranquilo. Phil raras veces se disculpaba verbalmente después de ofenderla, pero siempre buscaba alguna forma de compensarla.

– Me encantaría -dijo Sarah con dulzura, y se levantó para besarle. Le sorprendió la fuerza de su abrazo y la vehemencia de sus besos. A lo mejor era cierto que había estado celoso. Sarah casi lo encontró enternecedor. Si salir a cenar sushi y apagar el móvil ejercían ese efecto en él, tendría que hacerlo más a menudo.

– Te he echado de menos -dijo cariñosamente Phil, y Sarah le sonrió.

Tenían una relación extraña. La mayor parte del tiempo Phil no quería verla, pero cuando ella hacía su vida, se ponía celoso, pillaba una rabieta y le decía que la echaba de menos. Parecía como si siempre uno de los dos tuviera que estar molesto, como si la balanza tuviera que estar siempre con un extremo arriba y el otro abajo. Nunca podían estar al mismo nivel. Era una verdadera lástima.

Esa noche Phil la llevó a cenar al restaurante que ella eligió y en cuanto llegaron a casa insistió en que estaba cansado y le pidió que le acompañara a la cama. Sarah captó sus intenciones y no puso inconveniente. Llevaban tres semanas sin hacer el amor. Y mientras lo hacían sintió que él había estado ávido de ella. Sarah también, pero algo menos porque la casa la había tenido muy entretenida. Aún no le había mencionado el tema. Quería esperar al sábado por la mañana, después de desayunar. Pensó que para entonces su humor habría mejorado. No sabía muy bien por qué, pero intuía que a Phil no iba a hacerle mucha gracia. Detestaba los cambios y había que reconocer que se trataba de una casa increíblemente grande.

Por la mañana le preparó huevos revueltos con tocino, con magdalenas de arándanos que había comprado el día anterior. También le preparó una mimosa con champán y zumo de naranja y le llevó el periódico a la cama.

– Oh, oh -dijo Phil con una sonrisa picara mientras ella le tendía un capuchino cubierto de copos de chocolate-. ¿Qué estás tramando?

– ¿Por qué lo dices? -repuso ella, sonriendo maliciosamente.

– El desayuno estaba delicioso. El capuchino estaba en su punto. Nunca me traes el periódico a la cama. Y el champán con zumo de naranja ha sido la bomba. -Le clavó una mirada nerviosa-. Una de dos, o vas a dejarme o me has sido infiel.