– Ni una cosa ni otra -dijo Sarah con expresión triunfal. Se sentó en el borde de la cama, incapaz de seguir conteniendo su entusiasmo. Se moría de ganas por contarle lo de la casa y conocer su opinión. Confiaba en poder llevarlo esa tarde a verla-. Tengo algo que contarte. -Le miró con una sonrisa.
– ¿Bromeas? -dijo él, nervioso-. Eso ya lo he notado. ¿Qué has hecho?
– Voy a mudarme -dijo sencillamente Sarah.
Phil puso cara de pánico.
– ¿De San Francisco?
Sarah rió complacida. Parecía realmente asustado. Era una buena señal.
– No. A unas manzanas de aquí.
La miró aliviado.
– ¿Has comprado un apartamento? -preguntó, sorprendido-. Me dijiste que habías decidido no hacerlo.
– Es cierto. No he comprado un apartamento, he comprado una casa.
– ¿Una casa? ¿Para ti sola?
– Para mí sola. Y para ti los fines de semana, si quieres.
– ¿Dónde está?
Parecía escéptico. Sarah enseguida se dio cuenta de que no le parecía una buena idea. Él ya había pasado por la experiencia de comprar una casa, cuando estaba casado. Ahora mismo no quería otra cosa que el pequeño apartamento donde vivía. Tan solo tenía un gran dormitorio y un diminuto cuarto al fondo con una litera triple para sus hijos. Casi nunca se quedaban a dormir, lo cual era comprensible. Tenían que hacer contorsionismo para poder entrar. Cuando Phil quería verlos, se los llevaba fuera. El resto del tiempo vivían con su madre. Le bastaba con cenar con ellos una o dos veces por semana.
– Está en la calle Scott, no lejos de aquí. Podríamos ir a verla esta tarde, si quieres.
– ¿Cuándo firmas las arras? -Phil dio un sorbo a su capuchino.
– Mañana.
– ¿Bromeas? ¿Cuándo cerraste el trato?
– El jueves. Los dueños aceptaron mi oferta. La he comprado tal y como está. Hay que hacerle muchos arreglos -reconoció.
– Por Dios, Sarah, te estás creando un quebradero de cabeza innecesario. ¿Qué sabes tú de arreglar casas?
– Nada, pero voy a aprender. Muchos de los arreglos quiero hacerlos yo misma.
Phil puso los ojos en blanco.
– Tú alucinas. ¿Qué estabas fumando cuando decidiste hacer eso?
– Nada. Reconozco que es una locura, pero una buena locura. Es mi sueño.
– ¿Desde cuándo? Solo hace una semana que empezaste a buscar.
– Era la casa de mis bisabuelos. Mi abuela nació allí.
– Esa no es razón para comprarla. -Phil pensó que en su vida había oído una estupidez igual, y todavía no conocía toda la historia. Sarah quería ir poco a poco. La miró con escepticismo-. ¿De qué año es?
– Mi bisabuelo la construyó en 1923.
– ¿Cuándo la reformaron por última vez? -preguntó, interrogando al testigo.
– Nunca le han hecho nada -respondió Sarah con una sonrisa tímida-. Todo es de origen. Ya te he dicho que necesita muchos arreglos. He calculado que podría tardar un año en restaurarla. No voy a mudarme enseguida.
– Eso espero. Por lo que me estás contando, se diría que te has comprado un enorme problema. Te va a costar una fortuna. -Sarah no le contó que la tenía gracias a Stanley Perlman. Phil nunca le hacía preguntas sobre dinero y ella tampoco a él. Era algo de lo que no hablaban-. ¿Cuántos metros tiene?
Sarah sonrió. Era el factor decisivo. Casi lo dijo riendo.
– Dos mil setecientos.
– ¿Me tomas el pelo? -Phil apartó la bandeja del desayuno y saltó de la cama-. ¿Te has vuelto loca? ¿Dos mil setecientos? ¿Qué era antes? ¿Un hotel? Maldita sea, ni que se tratara del Fairmont.
– Es más bonito aún -contestó Sarah con orgullo-. Quiero llevarte a verla.
– ¿Sabe tu madre lo que has hecho? -Como si eso le importara a alguno de los dos. Phil jamás mencionaba a su madre. La aversión era mutua.
– Todavía no. Se lo contaré a todos el día de Navidad. Quiero sorprender a mi abuela. No ha visto la casa desde que tenía siete años.
– No entiendo a qué viene todo esto. -Phil la fulminó con la mirada-. Te comportas como si estuvieras chiflada. Llevas semanas actuando de una forma muy extraña. Uno no compra una casa como esa así como así a menos que lo vea como una inversión y piense sacarle un beneficio después de restaurarla, pero así y todo sería una locura. No dispones de tiempo para embarcarte en un proyecto como ese. Trabajas tanto como yo. Eres abogada, por lo que más quieras, no contratista o decoradora. ¿En qué estabas pensando?
– Tengo más tiempo libre que tú -replicó Sarah con calma.
Estaba harta de sus comentarios insultantes sobre la casa y sobre ella. Actuaba como si le estuviera pidiendo que pusiera dinero, y no era el caso.
– ¿De dónde sacas que tienes más tiempo libre que yo? La última noticia que tengo es que estabas trabajando catorce horas diarias.
– Yo no voy al gimnasio. Eso representa cinco noches libres por semana. Y puedo trabajar en la casa los fines de semana.
– ¿Y qué se supone que he de hacer yo entretanto? -preguntó, indignado, Phil-. ¿Girar los pulgares mientras tú friegas ventanas y pules suelos?
– Puedes ayudarme. En cualquier caso, los fines de semana nunca estás conmigo durante el día. Siempre acabas haciendo tus cosas.
– Eso es mentira y lo sabes. No puedo creer que hayas hecho algo tan estúpido. ¿Realmente piensas vivir en una casa de ese tamaño?
– Es preciosa. Espera a verla. -Sarah estaba ofendida por todo lo que Phil había dicho, y por su forma de expresarse. Si se hubiera molestado en mirarla lo habría visto en sus ojos, pero estaba demasiado ocupado rebajándola-. Tiene hasta un salón de baile -continuó con calma.
– Genial. Podrías alquilárselo a Arthur Murray para pagarte la reforma. Sarah, creo que has perdido un tornillo -dijo, y se sentó de nuevo en la cama.
– Eso parece. Gracias por tu apoyo.
– A estas alturas de nuestras vidas lo que tenemos que hacer es simplificar las cosas. Tener menos, implicarnos menos. ¿Quién necesita un quebradero de cabeza como ese? No tienes ni idea en lo que te estás metiendo.
– Te equivocas. El jueves por la noche estuve cuatro horas con el arquitecto.
– De modo que era ahí donde estabas. -Phil lo dijo con una mezcla de petulancia y alivio. El asunto lo había tenido inquieto, por eso la había invitado a cenar por la noche-. ¿Ya has contratado a un arquitecto? No has perdido el tiempo, por lo que veo. Y gracias por pedirme consejo.
– Me alegro de no haberlo hecho, si esa iba a ser tu reacción.
– Te debe de salir el dinero por las orejas. No sabía que a tu bufete le fueran tan bien las cosas.
Sarah no respondió. La forma en que había conseguido el dinero no era asunto suyo. No tenía intención alguna de explicárselo.
– Déjame decirte algo, Phil -comenzó con voz afilada-. Puede que a ti te apetezca «simplificar» tu vida y tener cada vez menos cosas, pero a mí no. Tú has estado casado, tienes hijos y has tenido una casa grande. Has pasado por todo eso, pero yo no. Vivo en una porquería de apartamento desde que me doctoré, con los mismos muebles cutres que tenía en Harvard. Ni siquiera tengo una maldita planta. Y puede que yo sí quiera hacer algo grande, bello y estimulante. No pienso quedarme aquí sentada el resto de mi vida, rodeada de plantas muertas y esperando a que aparezcas los fines de semana.
– ¿Qué estás diciendo? -Phil había empezado a elevar la voz, y ella también.
– Estoy diciendo que este proyecto me hace mucha ilusión y que estoy impaciente por empezar. Y si no eres capaz de apoyarme o por lo menos de mostrar respeto, ya puedes irte al infierno. No te estoy pidiendo que pongas dinero, ni siquiera que me ayudes. Lo único que tienes que hacer es sonreír, asentir y animarme. ¿Tanto te cuesta hacer eso?
Phil guardó un largo silencio. Luego se levantó, entró como una fiera en el cuarto de baño y cerró con un portazo. Sarah detestaba su reacción desde el principio y no entendía por qué le estaba haciendo eso. Quizá estuviera celoso, o se sintiera amenazado, o detestara los cambios. Fuera lo que fuese, no le gustaba verlo.
Cuando salió del cuarto de baño envuelto en una toalla y con el pelo mojado, Sarah ya tenía puestos unos vaqueros y una sudadera. Le miró con tristeza. Phil no había pronunciado aún una sola palabra amable. Todos sus comentarios habían sido crueles.
– Siento no haberme alegrado por ti -dijo con gravedad-. Pero es porque pienso que lo de la casa no es una buena idea. Estoy preocupado por ti.
– Pues no lo estés. Si es más de lo que puedo manejar, la venderé. Pero por lo menos lo habré intentado. ¿Quieres verla?
– La verdad es que no -reconoció él. Era todo una cuestión de control. A Phil le gustaban las cosas tal y como estaban y no quería que cambiaran. Nunca. Quería a Sarah en ese apartamento con el que estaba familiarizado, metida en casa las noches entre semana de manera que pudiera tenerla localizada. La quería triste, sola y aburrida mientras esperaba a que él apareciera los fines de semana. Sarah lo veía ahora más claro que nunca. Él no quería que tuviera estímulos en su vida, aunque los pagara de su bolsillo. El dinero no era la cuestión. Phil quería gozar de independencia y libertad, pero no soportaba que ella hiciera lo mismo-. Me enfadaré mucho si la veo. En mi vida he oído nada tan estúpido. Además, hoy tengo un partido de tenis. -Miró su reloj-. Y llego tarde, gracias a ti.
Sarah no respondió. Entró en el cuarto de baño y cerró la puerta. Se sentó en la tapa del inodoro y rompió a llorar. Cuando salió veinte minutos más tarde, él ya no estaba. Le había dejado una nota donde decía que volvería a las seis.
– Gracias por un gran sábado -dijo mientras la leía.
Las cosas entre ellos estaban cada vez peor. Phil se comportaba como si quisiera comprobar hasta dónde podía llegar. Pero Sarah todavía no se sentía preparada para romper con él. Pensó en lo que Jeff Parker le había dicho mientras dejaba los platos en el fregadero, sin lavar. Tampoco hizo la cama. Le traía sin cuidado. ¿Para qué? Phil era un necio. Nada de lo que había dicho esa mañana había mostrado respeto alguno por ella. O afecto. De nada servía que le dijera que la quería si se comportaba de ese modo. Recordó que Jeff le había preguntado qué tenía que pasar para que ella dejara a Phil. Le había contestado que no estaba segura. Pero fuera lo que fuese, Phil estaba cada vez más cerca. Estaba atravesando límites que no había osado atravesar antes.
Esa tarde fue a la casa, entró y miró a su alrededor, pensando que quizá Phil tuviera razón. Quizá fuera una locura. Era el primer síntoma que tenía del arrepentimiento del comprador, pero al entrar en la suite principal pensó en la bella mujer que había vivido allí y huido a Francia dejando atrás a su marido y sus hijos. Y en su querido Stanley, que había vivido en el ático y nunca gozó de una vida plena. Deseaba convertir esa casa en un hogar feliz. La casa se lo merecía, y también ella.
Regresó a su apartamento justo antes de las seis y meditó sobre lo que iba a decirle a Phil. Llevaba todo el día pensando en cómo anunciarle que la relación había terminado. No quería, pero estaba empezando a sentir que no había otra salida. Ella se merecía mucho más de lo que él le daba. Cuando entró, no obstante, el apartamento estaba recogido y los platos lavados, olía a comida y había dos docenas de rosas en un jarrón. Phil salió del dormitorio y la miró.
– Creía que estabas jugando al tenis -dijo en un tono sombrío. Llevaba todo el día deprimida, por él, no por la casa.
– Lo cancelé. Regresé para disculparme por ser un gilipollas y despotricar contra ti, pero ya no estabas. Te llamé al móvil, pero lo tenías apagado. -Sarah lo había desconectado porque no quería hablar con él-. Lo siento, Sarah. Lo que hagas con la casa no es asunto mío. Me preocupa que sea demasiado para ti, pero la decisión es tuya.
– Gracias -respondió ella con tristeza antes de advertir que Phil también había hecho la cama. Nunca se ocupaba de esos menesteres e ignoraba si se trataba de una manipulación. Pero una cosa estaba clara. Él tampoco quería perderla. No estaba dispuesto a hacer bien las cosas y tampoco a dejarla escapar. La única diferencia entre los dos era que ella deseaba una relación de verdad, una relación que evolucionara y creciera, y el no. Él quería que todo siguiera como siempre, congelado en el tiempo. Ella no tenía suficiente con eso, pero después del esfuerzo que había hecho, no tuvo el coraje de decírselo.
– Estoy haciendo la cena -dijo Phil mientras la abrazaba-. Te quiero, Sarah.
– Yo también te quiero, Phil -respondió, y desvió la cara para que no pudiera verle las lágrimas.
12
Al día siguiente Phil invitó a Sarah a desayunar al Rose's Café de la calle Steiner. Se sentaron en la terraza, bajo los calentadores y el sol del invierno. Él se puso a leer el periódico y ella no dijo nada. Comieron en silencio. No habían hecho el amor por la noche. Habían visto una película en la tele y se habían acostado temprano. Había sido un día agotador para ambos y Sarah estaba extenuada.
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