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Como siempre, Sarah celebró la Navidad con Phil la noche antes de que partiera a Aspen con sus hijos. Siempre se marchaba el primer sábado de las vacaciones escolares y se quedaba allí hasta Año Nuevo. Sarah pasaba sola las vacaciones, lo cual se le hacía cuesta arriba, pero estaba acostumbrada. Él deseaba estar a solas con sus hijos. Sarah tendría que apañárselas sin él en Navidad y Nochevieja y, como siempre, aguantar los comentarios de su madre al respecto. Su relación con Phil acababa de entrar en el quinto año y esa era la quinta Navidad que pasaba sin él.

La llevó a cenar a Gary Danko. La comida estaba deliciosa y Phil eligió unos vinos caros y excelentes. Después fueron a casa de Sarah, intercambiaron regalos e hicieron el amor. Él le regaló otra cafetera exprés porque la vieja estaba empezando a fallar y una pulsera de plata de Tiffany que a Sarah le encantó. Era una esclava sencilla que podía llevar en cualquier situación. Ella le regaló un cartera que necesitaba con urgencia y un precioso jersey de Armani, de cachemir azul. Y, como siempre, cuando Phil se marchó por la mañana Sarah detestó verlo partir. Se quedó más tiempo de lo habitual. No iban a verse en dos semanas, dos semanas de vacaciones que, una vez más, ella pasaría sola.

– Adiós… Te quiero… -repitió Sarah cuando Phil la besó por última vez antes de irse. Iba a echarlo mucho de menos, como siempre, pero esta vez no protestó. Para qué. Lo único que diferenciaba esas vacaciones de las anteriores era que iba a pasarlas trabajando en su nueva casa.

Había pasado mucho tiempo en ella los fines de semana, lijando, limpiando, midiendo y haciendo listas. Se había comprado una caja de herramientas y tenía intención de construir una librería con sus propias manos en su dormitorio. Jeff se había ofrecido a enseñarle cómo hacerla.

Marie-Louise había vuelto finalmente a la ciudad la semana antes. A Sarah le sonaba más francesa que nunca cada vez que hablaba con ella, pero no se implicó en la casa. Había vuelto para ocuparse de sus proyectos porque la mayoría de sus clientes estaban pidiendo a gritos su regreso. Sarah y Jeff hablaban por teléfono casi todos los días. Habían decidido no llevar adelante su idilio y centrar su relación en el tema de la casa. Si con el tiempo sus respectivas relaciones fracasaban, tanto mejor, pero Sarah le dejó bien claro que no quería alimentar sus sentimientos amorosos mientras él estuviera viviendo con Marie-Louise, independientemente de que fuera o no feliz con ella. Jeff se mostró de acuerdo.

El día siguiente a la partida de Phil comieron juntos. Era domingo y Marie-Louise estaba encerrada en su despacho, poniéndose al día. Sarah se sorprendió cuando, después de disfrutar de una tortilla en Rose's Café, Jeff deslizó por la mesa un pequeño paquete. Conmovida, lo abrió con cuidado y se quedó sin respiración al ver el alfiler antiguo que contenía. Era una casita de oro con brillantes diminutos en las ventanas, un regalo perfecto. Jeff había sido generoso y detallista a la vez.

– No es tan grande como tu casa -dijo a modo de disculpa-, pero me gustó.

– ¡Es precioso! -exclamó, emocionada, Sarah. Podría lucirlo en las chaquetas de los trajes que utilizaba para ir al despacho. Así se acordaría de él y de la casa. Estaba aprendiendo tanto de él sobre cómo restaurar su casa. Jeff también le regaló un libro muy útil sobre carpintería y reparaciones domésticas. Eran dos regalos perfectos, cuidadosamente elegidos.

Sarah le regaló, por su parte, una preciosa colección de libros de arquitectura encuadernados en cuero. Se trataba de una primera edición que había encontrado en una vieja librería del centro. Le había costado una fortuna y a Jeff le encantó. Sería una bella incorporación a su amada y siempre creciente biblioteca.

– ¿Qué harás durante las fiestas? -le preguntó durante el café. Parecía cansado y estresado. Tenía muchos proyectos que terminar y ahora que Marie-Louise había vuelto, su vida era más ajetreada y agitada. Ella siempre invadía su espacio como un tornado. Con los años Jeff había comprobado que los tópicos sobre las pelirrojas eran en su mayoría ciertos. Marie-Louise era enérgica, dinámica y tenía muy mal carácter. Pero también era apasionada, tanto en lo bueno como en lo malo.

– Trabajaré en mi casa -respondió tranquilamente Sarah. Lo estaba deseando. Como Phil no estaba, los fines de semana podría trabajar hasta tarde. Confiaba en que de ese modo las vacaciones se le pasaran más deprisa-. Celebraré la Nochebuena con mi abuela, mi madre y los amigos que inviten. El resto del tiempo lo dedicaré a la casa. Tendremos cerrado el despacho entre Navidad y Año Nuevo.

– Como nosotros. Tal vez me pase por la casa para ayudarte. Marie-Louise odia tanto la Navidad que en esta época del año se vuelve especialmente irritable. No solo detesta celebrarla, sino que le molesta que otras personas la celebren, y más aún si esa persona soy yo. -Jeff rió y Sarah sonrió. Las cosas nunca eran fáciles para nadie, independientemente de lo que pareciera desde fuera-. Está pensando en irse a esquiar hasta el día de Año Nuevo. A mí no me gusta esquiar, de modo que seguramente me quedaré en casa trabajando. Antes solía acompañarla. Me pasaba el día metido en la cabaña y por la noche ella estaba demasiado cansada para salir. De niña estuvo a punto de competir a nivel olímpico, de modo que es una esquiadora excelente. Hace mucho tiempo trató de enseñarme, pero era un desastre. El esquí es un deporte que ni me gusta ni se me da bien. Detesto pasar frío. -Jeff sonrió-. Y caerme de culo, algo que hacía constantemente mientras ella se desternillaba. Ahora va a Squaw sola. Ambos lo preferimos así.

– Puedes venir siempre que quieras -dijo Sarah con ternura.

Sabía que ahora su relación dentro de la casa tendría que ser más comedida. Jeff no había vuelto a besarla desde el día del picnic. Ambos estaban de acuerdo en que no era una buena idea, que solo conseguirían crearse problemas y que alguien saldría finalmente herido. Sarah no quería salir herida, ni él quería hacerle daño. Jeff era consciente de que tenía razón, y aunque le costaba reprimir el deseo de abrazarla cuando estaban solos, por su bien y por el de ella mantenía el impulso a raya. Así pues, ahora trabajaban durante horas codo con codo sin rozarse siquiera. Tenía que reconocer que no siempre era fácil, pero respetaba la opinión y el deseo de Sarah. Y tampoco tenía ganas de complicar la situación con Marie-Louise.

– ¿Cómo pasáis el día de Navidad si ella no quiere celebrarlo? -Sarah siempre sentía curiosidad por cómo era su vida juntos. Parecían tan diferentes…

Jeff sonrió antes de contestar.

– Por lo general, discutiendo. Yo me quejo de que me fastidie las fiestas navideñas con su actitud y ella dice que soy un hipócrita, un burdo y un consumista, una víctima de las instituciones que me dieron gato por liebre cuando era niño, y demasiado débil y estúpido para reconocerlo ahora y oponerme. En fin, cosas normales como esas. -Sarah rió-. Marie-Louise tuvo una infancia dickensiana. La pasó en su mayor parte rodeada de familiares que la odiaban e insultaban, y que se insultaban entre sí. No siente demasiado respeto por los lazos familiares, las tradiciones y las fiestas religiosas. Sigue pasando mucho tiempo con su familia, pero todos se odian.

– Es triste.

– Supongo que sí. Marie-Louise encubre esa tristeza con rabia, y parece que le funciona. -Jeff sonrió. Aceptaba a Marie-Louise como era, pero eso no hacía más fácil vivir con ella.

Pasearon despacio por la calle Union hasta sus respectivos coches. Las tiendas estaban adornadas con motivos navideños y había luces centelleando en los árboles, pese a ser de día. Se respiraba un aire festivo.

– Te llamaré cuando hayamos cerrado el despacho -le prometió Jeff-. Te ayudaré con la casa cuando quieras.

– ¿A Marie-Louise no le importará? -Sarah temía que pudiera enojarse. Por las cosas que sabía de ella, la consideraba una víbora, pero respetaba su vínculo con Jeff, al igual que hacía él pese a sus quejas.

– Ni siquiera lo notará -le aseguró Jeff. Y tampoco tenía intención de contárselo, pero esto último no se lo dijo. Sabía lo honesta que era Sarah. No obstante, él pensaba que la forma en que se relacionara con Marie-Louise era asunto suyo. La conocía mejor y sabía cuáles eran sus límites. Y al igual que Sarah, estaba decidido a no dejar que la atracción que sentía por ella se le fuera de las manos. Habían acordado ser únicamente amigos.

Se dieron las gracias por los regalos y Sarah volvió a su apartamento. Poco después regresaba a la casa de la calle Scott con el libro de Jeff bajo el brazo. Trabajó hasta bien pasada la medianoche. Y el día de Nochebuena se puso el alfiler que Jeff le había regalado. Su madre reparó en él en cuanto Sarah se sentó a la mesa. Había olvidado la pulsera de Phil sobre la cómoda. Hacía tres días que no sabía nada de él. Siempre se comportaba así cuando iba a Aspen. Lo pasaba tan bien que no encontraba el momento para llamar.

– Me gusta -dijo su madre sobre el alfiler-. ¿De dónde lo has sacado?

– Me lo ha regalado un amigo -respondió misteriosamente Sarah. Tenía pensado hablarles de la casa después de la cena.

– ¿Phil? -Su madre la miró sorprendida-. No parece su estilo.

– No lo es -repuso Sarah antes de volverse hacia George, el novio de su abuela. Acababa de comprar una casa en Palm Springs y estaba feliz. Las había invitado a todas a ir a verla.

Mimi ya había estado y le encantaba. George estaba enseñando a Mimi a jugar al golf.

La cena de Nochebuena fue agradable y tranquila. Audrey había hecho rosbif y pudin de Yorkshire, su especialidad. Mimi había preparado las verduras y dos tartas deliciosas. Sarah había llevado un vino que todos alabaron. Y George había regalado a Mimi una preciosa pulsera de zafiros. Los ojos de Mimi chispearon cuando la enseñó, y Sarah y Audrey la contemplaron con la boca abierta mientras George sonreía orgulloso.

Sarah aguardó a que el entusiasmo amainara para mirar en torno a la mesa en tanto que Audrey servía el café.

– Pareces el gato que se comió al canario -dijo su madre, rezando para que no estuviera a punto de anunciar su compromiso con Phil. Pero de haber sido eso, Phil habría tenido la decencia de estar presente. Además, no lucía ningún anillo en el dedo. Audrey se tranquilizó.

– No es exactamente un canario -dijo Sarah, incapaz de ocultar su entusiasmo-. Finalmente he seguido el consejo de mamá.

Audrey puso los ojos en blanco y se sentó.

– Eso sería toda una novedad -dijo, y Sara sonrió con benevolencia.

– Pues es cierto, mamá. He comprado una casa. -Lo dijo nerviosa, eufórica y llena de orgullo, como una mujer anunciando que está embarazada.

– ¿En serio? -Audrey la miró encantada-. ¿Cuándo? ¡No me lo habías dicho!

– Te lo digo ahora. La compré hace unas semanas. Fue algo inesperado. Empecé a mirar apartamentos y de repente me cayó esta oportunidad. Es un sueño hecho realidad, un sueño que ignoraba que tuviera hasta que sucedió y me enamoré de él.

– ¡Es maravilloso, cariño! -Mimi enseguida se alegró por su nieta, al igual que George, que estaba feliz con su nueva casa. Audrey, como siempre, se mostró algo más escéptica.

– ¿No estará en algún barrio horrible? ¿Y no pensarás cambiar el mundo mudándote allí? -Sabía que su hija era capaz de eso. Sarah negó con la cabeza.

– No. Creo que te gustará. Está en Pacific Heights, a tan solo unas manzanas de donde vivo ahora. Es un barrio muy respetable y seguro.

– Entonces, ¿dónde está la pega? Porque puedo olería. -Audrey era implacable. Sarah deseó que encontrara un novio que la entretuviera, pero entonces tendría que sedarla para mantenerle la boca cerrada. Cuando no los espantaba, los dejaba. Su madre tenía una lengua afilada, especialmente con Sarah, una lengua que siempre conseguía herirla.

– No hay ninguna pega, mamá. La casa necesita arreglos, muchos arreglos, pero estoy muy ilusionada y la conseguí a muy buen precio.

– Oh, Dios, es una choza, lo sé.

Sarah negó con la cabeza.

– No es ninguna choza, es una casa preciosa. Tardaré entre seis meses y un año en arreglarla, pero cuando esté terminada te encantará. -Miró a su abuela mientras hablaba. Mimi asentía con la cabeza, dispuesta a creerla. Siempre era así, a diferencia de Audrey, que la retaba a cada oportunidad.

– ¿Quién te ayudará? -preguntó Audrey con sentido práctico.

– He contratado a un arquitecto, y muchos de los arreglos los haré yo misma.

– Supongo que hago bien en suponer que no veremos a Phil empuñando un martillo los fines de semana. A tu bufete le deben de ir muy bien las cosas si puedes permitirte contratar a un arquitecto. -Audrey apretó los labios y Sarah asintió con la cabeza. El legado de Stanley tampoco era asunto de ella-. ¿Cuándo te darán las llaves?