– Ya las tengo -dijo Sarah con una amplia sonrisa.
– Qué rapidez -espetó Audrey con escepticismo.
– Lo sé -reconoció Sarah-. Fue amor a primera vista. Hace tiempo que conozco esa casa, y de repente la pusieron en venta. Jamás se me pasó por la cabeza que acabaría siendo mía.
– ¿Cuántos metros cuadrados tiene? -preguntó su madre con naturalidad, y a Sarah se le escapó una carcajada.
– Dos mil setecientos -respondió tranquilamente, como si hubiera dicho uno o dos.
Los allí reunidos la miraron boquiabiertos.
– ¿Bromeas? -preguntó Audrey con los ojos como platos.
– No, no bromeo. Por eso la conseguí a tan buen precio, porque hoy día nadie quiere una casa de esas dimensiones. -Sarah se volvió hacia su abuela y habló con suavidad-: Mimi, tú conoces la casa. Naciste en ella. Es la casa de tus padres, el veinte-cuarenta de la calle Scott. En gran parte la compré por eso. Significa mucho para mí, y espero que cuando la veas, también signifique mucho para ti.
– Dios mío… -dijo Mimi con los ojos llenos de lágrimas. Ni siquiera sabía si quería volver a ver esa casa. De hecho, estaba casi segura de que no quería. Encerraba recuerdos muy dolorosos, de su padre antes de que la Gran Depresión lo hundiera, de las últimas veces que vio a su madre antes de que desapareciera-. ¿Estás segura de que eso es lo que quieres?… Me refiero a que… es una casa demasiado grande para que la lleve una sola persona. Ya nadie vive así… Mis padres tenían cerca de treinta empleados, o puede que incluso más. -Parecía preocupada, y casi se diría que asustada, como si un espíritu del pasado le hubiera posado una mano en el hombro. El espíritu de Lilli, su madre.
– Puedes estar segura de que no tendré treinta empleados -respondió Sarah sin dejar de sonreír pese al ceño de su madre y la cara de pánico de su abuela. Hasta George la miraba con cierto pasmo. La casa que se había comprado en Palm Springs tenía quinientos metros y temía que fueran demasiados para él. Dos mil setecientos era más de lo que podía imaginar-. Puede que contrate a una persona para que venga a limpiar una vez a la semana. El resto lo haré yo. Es una casa preciosa, y cuando le haya devuelto su aspecto original, o más o menos su aspecto original, estoy segura de que os encantará.
Audrey estaba meneando la cabeza, como si ya no le quedara ninguna duda de que su hija estaba loca.
– ¿De quién era la casa? -preguntó, vagamente intrigada.
– De Stanley Perlman, aquel cliente mío que falleció -contestó Sarah.
– ¿Te la ha dejado? -preguntó su madre sin rodeos. Le habría preguntado si se había acostado con él si Sarah no le hubiera contado que tenía casi cien años.
– No. -El resto solo le incumbía a ella, a Stanley y a sus diecinueve herederos-. Los herederos la pusieron a la venta a un precio increíblemente bajo y decidí comprarla. Me ha costado menos de lo que me habría costado una casa pequeña en el mismo barrio y es mucho más bonita. Además, para mí significa mucho que vuelva a pertenecer a la familia, y espero que para vosotras también -dijo, mirando a su madre y a su abuela. Las dos mujeres guardaron silencio-. Pensé que podríamos ir a verla mañana. Significaría mucho para mí.
Nadie dijo nada durante un largo instante, y eso hizo que la decepción revoloteara como una palomilla sobre el corazón de Sarah. Como siempre, la primera en hablar fue Audrey.
– No puedo creer que hayas comprado una casa de semejante tamaño. ¿Tienes idea del trabajo que supondrá arreglarla y no digamos decorarla y amueblarla? -Sus palabras siempre conseguían sonar como acusaciones en los oídos de Sarah.
– Lo sé. Pero por muchos años que tarde, para mí es importante. Y si en un momento dado siento que el proyecto me supera, siempre puedo venderla.
– Y perder la camisa en el proceso -suspiró Audrey en tanto que Mimi tomaba la mano de su nieta entre las suyas. Pese a su edad seguía teniendo unas manos bellas y delicadas, con unos dedos largos y elegantes.
– Creo que has hecho algo maravilloso, Sarah. Me parece que, sencillamente, estamos algo sorprendidos. Me encantaría ir a ver la casa. Nunca pensé que volvería a verla. En realidad, nunca pensé que querría volver a verla, pero ahora que es tuya, sí quiero… -Era la respuesta perfecta. Mimi, a diferencia de su madre, nunca la defraudaba.
– ¿Podríamos ir mañana? -El día de Navidad. Sarah se sentía como cuando era niña y enseñaba a su abuela un dibujo o una muñeca nueva. Quería que estuviera orgullosa de ella. Y también su madre. Siempre había sido más difícil ganarse la aprobación de su madre.
– Iremos mañana a primera hora -declaró Mimi, luchando por vencer sus miedos y emociones. No le resultaba fácil volver a esa casa, pero por Sarah era capaz de enfrentarse a todos los demonios del infierno, incluso de su infierno privado, con sus dolorosos recuerdos. George dijo que la acompañaría. Solo quedaba Audrey.
– De acuerdo, pero no esperes que diga que hiciste bien.
– No esperaría menos de ti, mamá -respondió Sarah con satisfacción. Se marchó poco después. De regreso a su apartamento pasó por delante de la casa de la calle Scott y sonrió. El día antes había colgado una corona de Navidad en la puerta. Estaba impaciente por mudarse.
Phil la llamó a medianoche para desearle feliz Navidad. Dijo que él y sus hijos lo estaban pasando muy bien y que la echaba de menos. Sarah respondió que ella también le echaba de menos y después de colgar la embargó la tristeza. No podía evitar preguntarse si alguna vez tendría un hombre con el que poder pasar las fiestas. Tal vez algún día. Tal vez con Phil.
Al día siguiente se le ocurrió llamar a Jeff para desearle feliz Navidad, pero, temiendo que contestara Marie-Louise, cambió de idea. Fue a la casa de la calle Scott y se entretuvo haciendo pequeñas cosas mientras esperaba a que apareciera su familia a las once, como habían prometido. Llegaron unos minutos después. Su madre había pasado a recoger a Mimi y a George, fingiendo no saber que habían pasado la noche juntos. Últimamente eran inseparables. No había duda de que George estaba obteniendo ventaja con respecto a los demás pretendientes de Mimi, bromeó Sarah, y su abuela dijo que era por las clases de golf. Audrey opinaba que era por la casa de Palm Springs. Fuera lo que fuese, parecía que estaba dando resultados, y Sarah se alegraba por los dos. Por lo menos una mujer de la familia tenía una relación que valía la pena. Y se alegraba de que esa mujer fuera Mimi, porque se merecía pasar contenta y feliz los últimos años de su vida. En su opinión, George era el hombre ideal para su abuela.
Mimi fue la primera en cruzar la puerta. Seguida de Audrey y George, avanzó despacio por el vestíbulo mirando a su alrededor, como si temiera ver un fantasma. Al llegar al pie de la gran escalera levantó la vista como si todavía pudiera ver en ella a gente conocida. Cuando se volvió hacia Sarah tenía las mejillas surcadas de lágrimas.
– Está exactamente como la recordaba -dijo en un susurro-. Siempre me viene el recuerdo de mi madre bajando por esta escalera, luciendo hermosos vestidos de noche, con sus joyas y sus pieles, y a mi padre vestido con frac y chistera, esperándola abajo con una amplia sonrisa. Era un placer contemplar a mi madre.
A Sarah le era fácil imaginarlo, a juzgar por la única foto que había visto de ella. Lilli tenía algo mágico, casi hechizante. Parecía una estrella de cine, una princesa de cuento de hadas, una joven reina. El hecho de ver a Mimi en la casa hizo que todo eso cobrara vida para Sarah.
Pasearon por la planta baja durante casi una hora mientras explicaba sus planes, así como la ubicación y el diseño de la nueva cocina. Audrey examinaba en silencio los paneles, las molduras y el artesonado. Alabó el exquisito suelo de madera procedente de Europa. Y George, como le ocurría a todo el mundo, estaba fascinado con las arañas de luces.
– Mi padre las hizo traer de Austria para mi madre -explicó Mimi, observándolas desde abajo. Todavía no podían encenderlas, pero Jeff ya había hecho venir a un experto para que se asegurara de que estaban bien sujetas-. Mi institutriz me habló de ellas en una ocasión -prosiguió, pensativa-. Creo que dos de ellas provienen de Rusia y el resto de Viena, y la que hay en el dormitorio de mi madre llegó de París. Mi padre saqueó palacios de toda Europa para construir esta casa. -Saltaba a la vista. Los resultados eran exquisitos.
Pasaron otra media hora en el primer piso, admirando los salones y, sobre todo, el salón de baile, con sus espejos y sus molduras doradas, sus paneles y sus suelos taraceados. Era una auténtica obra de arte. Luego subieron a la segunda planta. Mimi fue directa a los cuartos de los niños y tuvo la sensación de que había estado allí el día antes. La emoción le había robado el habla, y George le rodeó dulcemente los hombros con un brazo. Encontrarse de nuevo en esas estancias era, para Mimi, un intenso viaje emocional. Sarah casi se sintió culpable por haberla puesto en esa situación, pero al mismo tiempo confió en que lograra curar viejas heridas.
Mimi les contó todo lo referente al dormitorio y los vestidores de su madre, los muebles, las cortinas de satén rosa y la valiosísima alfombra de Aubusson. Al parecer había sido subastada por una fortuna incluso en 1930. Mimi habló de los vestidos de noche de su madre que ocupaban varios armarios, de los imponentes sombreros que se mandaba hacer en París. Era un relato sorprendente, y toda una lección de historia. Audrey escuchaba en silencio. En sus sesenta y un años de vida jamás había oído hablar a su madre de su infancia, y le sorprendía lo mucho que recordaba. Siempre supuso que lo había olvidado todo. Lo único que le contaron de niña era que la familia de su madre lo había perdido todo en el crack de 1929 y que su abuelo había muerto unos años después. Audrey no sabía nada de la gente que había poblado la niñez de su madre, de los detalles sobre la desaparición de su abuela materna, de la existencia siquiera de esa casa. Mimi jamás le había hablado de ello, y ahora los recuerdos y las anécdotas salían de su boca como un cofre rebosante de joyas.
Aunque había muy poco que ver, también visitaron el ático y el sótano. Mimi se acordaba del ascensor y de lo mucho que le gustaba montar en él con su padre, y de su criada favorita, a la que iba a ver a hurtadillas al ático cuando conseguía escapar de la institutriz.
Eran casi las dos cuando regresaron al vestíbulo. Mimi parecía cansada, y también los demás. Había sido algo más que un recorrido por la casa o una lección de historia, había sido un viaje al pasado para visitar a gente largo tiempo olvidada, y todo gracias a que Sarah había hecho realidad su sueño y había querido compartirlo con ellos.
– En fin, ¿qué os parece? -preguntó.
– Gracias -dijo Mimi, abrazándola-. Que Dios te bendiga. -Sus ojos se llenaron nuevamente de lágrimas-. Espero que seas feliz en esta casa, Sarah. Ellos lo fueron durante un tiempo. Espero que tú lo seas siempre, te lo mereces. Estás haciendo algo maravilloso al devolver la vida a esta casa. Me gustaría ayudarte en todo lo posible. -Hablaba en serio. George se acercó y también la abrazó.
– Gracias, Mimi -dijo Sarah, estrechando fuertemente a su abuela. Luego se volvió hacia su madre, presa del miedo que siempre la asaltaba cuando buscaba su aprobación. No era fácil obtenerla, nunca lo había sido.
Audrey asintió con la cabeza, titubeó y cuando finalmente habló, tenía la voz ronca y la mirada vidriosa.
– Estaba preparada para decirte que estás loca. Era lo que pensaba… pero ahora entiendo por qué lo has hecho. Tienes razón. Esto es importante para todas nosotras… y la casa es preciosa… Te ayudaré a decorarla si quieres, cuando la tengas terminada. -Sonrió cariñosamente a su hija-. Va a hacer falta mucha tela para decorarla… ya solo las cortinas podrían arruinar a un banco… Me gustaría ayudarte… Y se me han ocurrido algunas ideas para todos esos salones. También he pensado que podrías alquilarla para bodas, una vez que la tengas terminada. Eso te daría un buen dinero. Las parejas siempre están buscando un lugar elegante donde poder celebrar su casamiento. Esta casa sería perfecta, y podrías cobrar una fortuna.
– Es una gran idea, mamá -dijo Sarah con lágrimas en los ojos. Su madre nunca antes se había ofrecido a ayudarla, simplemente le decía lo que tenía que hacer. En cierto modo, la casa las estaba uniendo. No había sido esa su intención, pero era un inesperado regalo que agradecía-. No se me había ocurrido. -Creía sinceramente que era una buena idea.
Las tres mujeres se miraron con una amplia sonrisa antes de salir de la casa, como si compartieran un secreto muy especial. Las descendientes de Lilli de Beaumont habían vuelto finalmente a casa, bajo el techo que Alexandre había construido para ella. En otros tiempos fue una casa llena de amor, y en manos de Sarah las tres sabían que volvería a serlo.
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