Sarah sabía que lo haría. Jeff era muy bueno comunicando lo que estaban haciendo en la casa. Hasta el momento solo habían tenido sorpresas agradables. Era como si el proyecto hubiera estado escrito desde el principio. El proceso de restauración había sido un sueño, como si Lilli y Stanley hubiesen querido que esa casa fuera suya, cada uno por razones diferentes. Ya la sentía como su hogar. Entrar a vivir en ella sería la guinda del pastel. Ya había decidido que ocuparía el dormitorio de Lilli, y había encargado una cama enorme con un cabecero de seda rosa pálido. Se la enviarían a su regreso.

– Bon voyage! -dijo Jeff mientras Sarah subía los escalones y se daba la vuelta agitando una mano. Entró en el edificio y él se alejó pensando en ella. Confiaba en que tuviera un buen viaje.

17

El avión aterrizó en el aeropuerto de Charles de Gaulle a las ocho de la mañana, hora parisina. Sarah tardó una hora en recoger su equipaje y cruzar la aduana. A las diez estaba atravesando los Campos Elíseos en un taxi con una amplia sonrisa en el rostro. Había dormido bien en el avión. Las once horas de vuelo se le habían hecho eternas, pero finalmente estaba en París. Se sentía como la heroína de una película cuando cruzó la plaza de la Concorde con sus fuentes y el puente de Alejandro III en dirección a Los Inválidos, donde estaba enterrado Napoleón. Se hospedaba en la orilla izquierda, en un pequeño hotel del boulevard Saint-Germain, el corazón del Barrio Latino. Jeff le había dado el nombre del hotel, recomendado por Marie-Louise. Era perfecto.

Sarah dejó el equipaje en la habitación y salió a caminar por París. Se detuvo en un café para tomar un café filtre y cenó sola en un restaurante. Al día siguiente fue al Louvre y, como buena turista, subió a un Bateau Mouche. Visitó Notre Dame y el Sacre Coeur y admiró la Ópera. Había estado en París otras veces, pero aquella ocasión era especial. Nunca se había sentido tan liberada, tan ligera. Pasó tres días estupendos en la ciudad y luego tomó un tren a Dordogne. El conserje de su hotel en París le había recomendado un lugar para alojarse. Dijo que era sencillo, limpio y pequeño, justo lo que Sarah estaba buscando. No había viajado para hacer alarde. Y la sorprendía lo a gusto que estaba sola. Se sentía muy segura, y pese a su limitado francés, la gente se mostraba muy amable y atenta.

Al bajar del tren tomó un taxi hasta el hotel. Era un viejo Renault que avanzaba dando tumbos por la carretera, y el paisaje era precioso. Se hallaba en tierra de caballos y divisó varios establos. También algunos castillos, la mayoría en estado ruinoso. Se preguntó si el de Lilli se hallaría en ese estado o si lo habrían restaurado. Estaba impaciente por verlo. Había anotado cuidadosamente el nombre del castillo y se lo mostró al recepcionista del hotel. El hombre asintió y le dijo algo ininteligible en francés, luego le indicó su emplazamiento en un mapa y en un inglés entrecortado le preguntó si quería que alguien la llevara en coche. Sarah dijo que sí. Como ya anochecía, el recepcionista le prometió que un coche estaría esperándola por la mañana.

Esa noche Sarah cenó en el hotel. Pidió un delicioso foie gras elaborado cerca de Périgord y acompañado de manzanas asadas, seguido de ensalada y queso. De vuelta en su habitación se metió bajo el edredón de plumas y durmió como un bebé hasta la mañana siguiente. La despertó el sol que se filtraba por las ventanas. No se había molestado en cerrar los pesados postigos. Prefería la luz del sol. La habitación tenía un cuarto de baño privado con una enorme bañera. Después de bañarse y vestirse, bajó para desayunar un café au lait servido en cuenco y cruasanes hechos esa misma mañana. Solo le faltaba un compañero con quien compartir todo eso. No tenía a nadie con quien hablar de lo buena que estaba la comida o de lo bello que era el paisaje mientras el conductor que le había prometido el recepcionista la llevaba al Château de Mailliard, el castillo donde su bisabuela había vivido durante sus años en Francia.

Estaba a media hora en coche del hotel, y antes de llegar vieron una hermosa iglesia. En otros tiempos había pertenecido al castillo, le explicó el joven conductor en un inglés chapurreado. A renglón seguido se adentraron lentamente en una carretera estrecha y fue entonces cuando Sarah lo vio. De enormes proporciones, tenía torrecillas, un patio y varios anexos. Erigido en el siglo XVI, era muy bello, aunque actualmente se hallaba en fase de reconstrucción. Un pesado andamio rodeaba el edificio principal y, como en la calle Scott, había varios obreros trabajando diligentemente.

– Nuevo dueño -explicó el conductor, señalando el edificio-. ¡Arreglar! -Sarah asintió. Por lo visto, alguien lo había comprado recientemente-. ¡Muy rico! ¡Vino! ¡Muy bueno! -Se sonrieron. El nuevo propietario había hecho su fortuna con el vino.

Sarah se apeó del coche y miró a su alrededor, intrigada por los edificios anexos y las tierras circundantes. Había huertos y viñas, y un establo gigantesco, aunque sin rastro de caballos. El castillo debió de ser muy bonito en la época de Lilli, se dijo. Lilli tenía el don de ir a parar a casas sorprendentes, pensó con una sonrisa, y de dar con hombres que sabían mimarla. Se preguntó si había sido feliz en el castillo, si había echado de menos a sus hijos o a Alexandre, o la casa de San Francisco. Aquello era muy diferente y se hallaba muy lejos de su hogar. Y aunque no era madre, Sarah no podía imaginar que alguien pudiera abandonar a sus hijos. Al pensar en ello su corazón se compadeció de Mimi.

Ningún obrero le prestó atención y Sarah estuvo cerca de una hora deambulando por la propiedad. Le habría gustado ver el castillo por dentro, pero no se atrevía a entrar, de modo que se quedó fuera y levantó la vista para contemplarlo. Había un hombre en una ventana, mirándola. Se preguntó si iba a pedirle que se marchara. Al cabo de unos minutos el hombre apareció en la entrada y caminó hasta ella con cara de extrañeza. Alto y con el pelo blanco, vestía un jersey, unos vaqueros y botas de trabajo, pero no parecía un obrero. Tenía un porte autoritario, y mientras se acercaba Sarah reparó en el grueso reloj de oro que lucía en la muñeca.

– Puis-je vous aider, mademoiselle? -preguntó educadamente. La había estado observando durante un rato. Aunque parecía inofensiva, se preguntó si era periodista. Por allí no iban muchos turistas, pero sí periodistas, buscándolo a él.

– Lo siento. -Sarah levantó las manos con una sonrisa tímida-. Je ne parle pas francais. -Era cuanto sabía decir, que no hablaba francés-. Soy estadounidense.

El hombre asintió.

– ¿Puedo ayudarla, señorita? -preguntó de nuevo, esta vez en inglés-. ¿Está buscando a alguien? -Hablaba un inglés con acento pero impecable.

– No. -Sarah negó con la cabeza-. Solo quería ver el castillo. Es precioso. Mi bisabuela vivió aquí hace muchos años.

– ¿Era francesa? -preguntó él, intrigado. De cincuenta y pocos años, era un hombre muy atractivo. Parecía fuerte e inteligente, y observaba a Sarah con detenimiento.

– No, estadounidense, pero se casó con un marqués. El marqués de Mailliard. Se llamaba Lilli. -Sarah hablaba como si estuviera ofreciendo referencias, y el hombre sonrió.

– Mi bisabuela también vivió aquí -dijo, todavía sonriendo-. Y también mi abuela, y mi madre. De hecho, trabajaban aquí. Es probable que mi abuela trabajara para la suya.

– En realidad era mi bisabuela -le recordó Sarah, y él asintió-. Lamento la intromisión. Solo quería ver dónde vivía.

– Viene poca gente por aquí -dijo el hombre, estudiando a Sarah. Parecía una jovencita, con sus vaqueros y sus zapatillas deportivas, el jersey sobre los hombros y el pelo recogido en una trenza-. El palacio permaneció cerrado más de sesenta años. Lo compré el año pasado en un estado ruinoso. Nadie lo había tocado desde la guerra. Lo estamos restaurando a fondo. Acabo de mudarme.

Sarah asintió con una sonrisa.

– Yo acabo de comprar la casa de mi bisabuela en San Francisco. Es enorme, aunque no tanto como esta. Lleva deshabitada desde 1930, salvo por algunas habitaciones del ático. Mi bisabuelo la vendió cuando mi bisabuela se marchó después del crack de 1929. La estoy restaurando y a mi vuelta me instalaré en ella.

– Por lo visto a su bisabuela le gustaban las casas grandes, mademoiselle, y los hombres capaces de regalárselas. -Sarah asintió. Esa era Lilli-. Usted y yo tenemos mucho en común. Estamos haciendo lo mismo en ambas casas. -Sarah rió y él la secundó-. Espero que su bisabuela sea capaz de apreciarlo. ¿Le gustaría ver el castillo por dentro?

Era un hombre muy hospitalario. Sarah titubeó y finalmente aceptó. Estaba deseando visitar el castillo y poder describírselo a Mimi, a su madre y a Jeff.

– Solo me quedaré unos minutos, no quiero ser una molestia. Mi abuela me contó que vino hace años pero que, como usted bien ha dicho, lo encontró cerrado. ¿Por qué no ha vivido nadie aquí en todo este tiempo?

– Por falta de herederos. El último marqués no tenía hijos. Unas personas lo compraron después de la guerra pero murieron al poco tiempo, y en la familia se generó una gran batalla. Pelearon por el castillo durante veinte años y nunca lo habitaron. Finalmente se olvidaron del tema, la gente que lo había querido ya no estaba en este mundo y el resto no deseaba vivir aquí. Llevaba muchos años en venta, pero nadie era lo bastante insensato para comprarlo hasta que llegué yo. -El hombre rió y saludó a los obreros antes de entrar.

El interior del castillo era vasto y un poco lúgubre. Tenía unos techos altísimos, una gran escalera que conducía a los pisos superiores y largos pasillos donde Sarah podía imaginar retratos de antepasados. Ahora había alfombras enrolladas contra las paredes. De los muros pendían apliques para velas, y a medida que avanzaban los altos ventanales dejaban entrar el sol. Se dijo que la casa de San Francisco era más bonita y luminosa, pero infinitamente más pequeña. El castillo tenía un aire tenebroso que encontraba algo triste. La vida allí era muy diferente. Se preguntó una vez más si Lilli había sido feliz en ese castillo, en su vida de marquesa. Era una vida muy distinta.

El nuevo propietario la condujo hasta el primer piso y le mostró los enormes dormitorios y varias librerías todavía repletas de libros. Había un salón con una chimenea en la que cabía un hombre erguido, y así se lo demostró su anfitrión. Luego, cayendo repentinamente en la cuenta, le tendió una mano.

– Perdone que no me haya presentado. Soy Pierre Pettit. -Le estrechó la mano y Sarah se presentó a su vez-. Nada que ver con el marqués de Mailliard -bromeó-. Usted es bisnieta de una marquesa y yo bisnieto de una campesina y nieto de una cocinera. Mi madre estuvo sirviendo aquí cuando era joven. Compré el castillo porque mi familia trabajó en él durante todo el tiempo que los Mailliard lo habitaron. Originariamente eran siervos. Pensé que había llegado el momento de poner un Pettit en el castillo, dado que no quedaba ya ningún Mailliard. Los campesinos son una estirpe más resistente y con el tiempo dominarán el mundo. -Pierre rió-. Me alegro mucho de conocerla, Sarah Anderson. ¿Le apetece una copa de vino?

Sarah titubeó, y él la invitó a pasar a una enorme cocina que todavía constituía una reliquia del pasado. Los fogones tenían al menos ochenta años y se parecían mucho a los que ella acababa de tirar.

Sarah no lo sabía, pero Pierre Pettit era uno de los vinateros más importantes de Francia. Exportaba vino a todo el mundo, sobre todo a Estados Unidos, pero también a otros países. Sacó una botella de un estante y Sarah se quedó de piedra al ver el nombre y el año. Era un Château Margaux del 68.

– Fue el año que yo nací -dijo con una sonrisa tímida, aceptando la copa que él le tendía.

– Hubiera debido respirar un rato -se disculpó Pierre, y la acompañó a ver el resto del castillo.

Media hora después estaban de nuevo en la cocina. El castillo había sido muy bello en otros tiempos pero ahora era un lugar lóbrego. Pierre le había explicado su proyecto mientras lo recorrían y preguntado cosas sobre su casa. Sarah le contó lo que estaba haciendo y lo mucho que disfrutaba, y también la historia de Lilli.

– Cuesta creer que abandonara a sus hijos, ¿no cree? Yo no tengo hijos, pero no puedo imaginar a una mujer haciendo algo así. ¿La odia su abuela por ello?

– Nunca habla de su madre, pero creo que no. Sabe muy poco de ella. Tenía seis años cuando la abandonó.

– Debió de romperle el corazón a su marido -dijo compasivamente Pierre.

– Eso creo. Falleció quince años más tarde, pero mi abuela cuenta que después de perder su fortuna y a su esposa, se convirtió en un ermitaño y fue la pena lo que lo mató.