– No digas tonterías -le reprendió-. Estarás aquí. Cuento con que me sobrevivas.
– Gracias, pero no -repuso severamente Stanley-. Y la próxima vez que te vea, quiero que me hables de tus vacaciones. Haz un crucero. Ve a tumbarte a una playa. Lígate a un tío, emborráchate, vete a bailar, suéltate. Recuerda mis palabras, Sarah, si no lo haces, un día lo lamentarás. -Sarah rió mientras se imaginaba en una playa ligando con desconocidos-. ¡Hablo en serio!
– Lo sé. Tú lo que quieres es que me detengan y me inhabiliten como abogada. -Sarah esbozó una amplia sonrisa y le besó en la mejilla. Era un gesto muy poco profesional, pero entre ellos existía un cariño especial.
– Y qué si te inhabilitan. Probablemente te sentaría de maravilla. Disfruta de la vida, Sarah. Deja de trabajar tanto.
Stanley siempre le decía las mismas cosas y ella siempre las tomaba con reservas. Le gustaba lo que hacía. Su trabajo era como una droga a la que era adicta. No tenía el más mínimo deseo de abandonar su adicción, ni ahora ni probablemente en muchos años, pero sabía que las advertencias de Stanley eran sinceras y bien intencionadas.
– Lo intentaré -mintió Sarah con una sonrisa. Realmente era como un abuelo para ella.
– Inténtalo con más ahínco.
Stanley frunció el entrecejo y sonrió al recibir otro beso en la mejilla. Adoraba sentir la piel aterciopelada de Sarah en el rostro, su respiración suave y cercana. Le hacía sentirse otra vez joven, pese a saber que en su juventud habría sido demasiado idiota y habría estado demasiado absorto en su trabajo para fijarse en ella, por muy bella que fuera. Las dos mujeres que había perdido, por estúpido comprendía ahora, habían sido tan bellas y sensuales como Sarah, algo que solo últimamente había sido capaz de reconocer.
– Cuídate mucho -dijo cuando ella se detuvo en el umbral y se volvió para mirarlo.
– Tú también. Y pórtate bien. No persigas a las enfermeras por la habitación. Podrían despedirse.
Stanley soltó una risita ahogada.
– ¿Las has visto bien? -preguntó con una sonora carcajada, y Sarah le secundó-. No pienso bajarme de la cama por ellas y aún menos con estas viejas rodillas. Que esté postrado, querida, no quiere decir que esté ciego. Envíame enfermeras nuevas y veremos si tienen alguna queja.
– Estoy segura de que no -dijo Sarah, y con un gesto de despedida se obligó a marcharse.
Stanley seguía sonriendo cuando desapareció, y le dijo a la enfermera que podía encontrar sola la salida.
Sarah tomó nuevamente la escalera de acero y el estruendo de sus pasos, que la vieja moqueta apenas conseguía sofocar, retumbó en el estrecho pasillo. Se sintió aliviada al cruzar la puerta de servicio y salir al sol del mediodía que finalmente había dado alcance a la zona alta de la ciudad. Caminó lentamente por la calle Union pensando en Stanley y detuvo un taxi. Dio la dirección de su despacho al taxista y durante el trayecto siguió pensando en él. Temía que no le quedara mucho tiempo. Se diría que finalmente había empezado la cuesta abajo. Stanley pareció animarse con su visita, pero la propia Sarah se daba cuenta de que el final estaba cerca. Casi era esperar demasiado que pudiera celebrar su noventa y nueve cumpleaños en octubre. Además, ¿para qué? Stanley tenía muy poco por lo que vivir y estaba muy solo. Su vida transcurría entre las cuatro paredes de su habitación, una celda en la que estaría atrapado hasta el final de sus días. Había tenido una buena vida, o por lo menos una vida productiva, y las vidas de sus diecinueve herederos iban a cambiar para siempre cuando él muriera. A Sarah le entristecía pensar en ello. Sabía que cuando Stanley se fuera le echaría mucho de menos. Trataba de no pensar en sus muchas advertencias. Todavía disponía de algunos años para pensar en el matrimonio y los hijos. Y aunque agradecía su preocupación, por el momento tenía una profesión que lo significaba todo para ella y una mesa repleta de trabajo esperándola en el despacho. Tenía exactamente la vida que quería.
Eran poco más de las doce cuando llegó a la oficina. Tenía una reunión de socios a la una, reuniones con tres clientes por la tarde y cincuenta páginas para leer por la noche con las nuevas leyes tributarias, leyes que afectaban, en parte o en su totalidad, a sus clientes. En su mesa había un montón de mensajes que logró atender, con excepción de dos, antes de la reunión con sus socios. Respondería a esos dos, y a los nuevos que llegaran, durante los huecos entre las reuniones con sus clientes de la tarde. No disponía de tiempo para comer… como tampoco disponía de tiempo para los hijos o el matrimonio. Stanley había hecho elecciones y cometido errores a lo largo de su vida. También ella tenía derecho a cometer los suyos.
2
Como era su costumbre, Sarah siguió enviando libros y artículos a Stanley a lo largo de julio y agosto. En septiembre Stanley contrajo una ligera gripe que no precisó su ingreso en el hospital. Y en octubre, cuando fue a verlo el día que cumplía noventa y nueve años, lo encontró de un humor excelente. Lo vivía como una especie de victoria. Llegar a los noventa y nueve años podía considerarse toda una proeza. Sarah le llevó una tarta de queso que coronó con una vela. Sabía que era su tarta favorita y que le recordaba a su infancia en Nueva York. Por una vez Stanley no la regañó por trabajar demasiado. Hablaron largo y tendido sobre el proyecto de una nueva ley tributaria que podía resultar ventajosa para su patrimonio. El tema interesaba a los dos por igual, y ambos gustaban de teorizar sobre el efecto que los cambios de legislación podían tener sobre las leyes tributarias. Stanley tenía la mente aguda y despierta de siempre y parecía menos frágil que la última vez. Tenía una enfermera nueva que se esforzaba por hacerle comer, y Sarah hasta pensó que había engordado un poco. Antes de marcharse le dio un beso en la mejilla, como siempre, y le dijo que el octubre siguiente celebrarían juntos su centenario.
– Cielos, espero que no -rió Stanley-. Ni siquiera había imaginado que llegaría hasta aquí.
Sarah le dejó una pila de libros nuevos, música y un pijama de raso negro que Stanley pareció encontrar divertido. Nunca lo había visto de tan buen humor, de ahí que la llamada que recibió el 1 de noviembre, dos semanas más tarde, la afectara doblemente. Siempre había sabido que tarde o temprano sucedería, pero, así y todo, la noticia la cogió totalmente desprevenida. Después de más de tres años llevando sus asuntos legales y disfrutando de su amistad, había empezado a creer que Stanley viviría eternamente. La enfermera le contó que el anciano había fallecido plácidamente durante la noche, mientras dormía escuchando la música que ella le había regalado y luciendo el pijama de raso negro. Después de una buena cena se quedó dormido y se marchó de este mundo sin un suspiro, sin un gemido, sin una última palabra a nadie. La enfermera lo encontró una hora más tarde, cuando fue a ver cómo estaba. Dijo que la expresión de su rostro era de absoluta paz.
Los ojos de Sarah se llenaron de lágrimas. Había tenido una mañana difícil en el despacho, tras una acalorada discusión con dos de sus socios por algo que habían hecho y que ella no aprobaba. Tenía la sensación de que se habían confabulado contra ella. Y la noche previa había discutido con el hombre con quien salía, lo cual no era nada insólito, pero así y todo le afectó. En el último año habían empezado a discrepar más. Los dos llevaban una vida ajetreada y estresante y solo se veían los fines de semana. No obstante, a veces ella y Phil se irritaban por tonterías. Y la noticia de la muerte de Stanley era la gota que colmaba el vaso. Sarah sentía que se le había ido alguien importante, y le vino a la memoria el recuerdo de la muerte de su padre, acaecida veintidós años atrás, cuando ella tenía dieciséis.
En cierto modo, pese a ser su cliente, Stanley era la única figura paterna que Sarah había tenido desde entonces. Le decía constantemente que no trabajara tanto, que aprendiera de los errores que él había cometido. Ningún otro hombre le había dicho jamás esas cosas, y era consciente de lo mucho que iba a echarle de menos. No obstante, era para esto para lo que habían estado preparándose, la razón por la que ella había entrado en su vida, para organizar su patrimonio y la forma en que iba a ser repartido entre los herederos. Había llegado el momento de hacer su trabajo. A lo largo de los últimos tres años había estado elaborando las bases. Sarah lo tenía todo organizado, a punto y en orden.
– ¿Se encargará usted de los preparativos? -preguntó la enfermera.
La mujer ya había comunicado la noticia a las demás enfermeras, y Sarah se ofreció a llamar a la funeraria. Stanley la tenía escogida desde hacía tiempo, pero había insistido en que no deseaba funeral. Quería que lo incineraran y enterraran con la máxima discreción. No quería dolientes. Todos sus amigos y socios estaban muertos y sus familiares no le conocían. Solo tenía a Sarah para organizarlo todo.
Después de hablar con la enfermera efectuó las llamadas pertinentes y comprobó, sorprendida, que la mano le temblaba al marcar los números. Stanley sería incinerado al día siguiente y enterrado en Cypress Lawn, en un espacio dentro del mausoleo que había comprado doce años atrás. Le preguntaron si habría oficio religioso y Sarah dijo que no. La funeraria recogió el cuerpo una hora después, y la congoja acompañó a Sarah durante todo el día, en especial mientras dictaba la carta para los herederos. En ella proponía realizar una lectura del testamento en las oficinas de su bufete, algo que Stanley había solicitado en el caso de que los herederos estuvieran dispuestos a viajar a San Francisco. Así podrían aprovechar la oportunidad de inspeccionar la casa que habían heredado y decidir qué hacer con ella. Existía la posibilidad de que alguno quisiera conservarla y deseara comprar a los demás su parte, si bien tanto Sarah como Stanley habían considerado esa opción muy poco probable. Ni uno solo de los herederos vivía en San Francisco y a ninguno le interesaría tener una casa allí. Sarah tenía numerosos detalles de los que ocuparse. Y el cementerio le había notificado que la inhumación de Stanley tendría lugar a las nueve de la mañana del día siguiente.
Sarah sabía que tardaría días o semanas en tener noticias de los herederos. Quienes no desearan o no pudieran asistir a la reunión recibirían una copia del testamento inmediatamente después de su lectura. Y era preciso autenticar el patrimonio. Liberar los bienes de Stanley llevaría su tiempo. Sarah puso en marcha la maquinaria ese mismo día.
Entrada la tarde, la enfermera jefe se personó en su despacho para entregarle las llaves de todas las enfermeras. La asistenta que llevaba años limpiando las habitaciones del ático seguiría haciéndolo. También mantendrían la empresa de limpieza que acudía una vez al mes para ocuparse del resto de la casa. Sarah se sorprendió de lo poco que había que hacer. Además, Stanley tenía tan pocos muebles y objetos personales que, cuando llegara el momento de vaciar la casa para ponerla a la venta, Goodwill podría llevárselo todo. No había nada en esa casa que los herederos pudiesen querer. Stanley era un hombre sencillo, con pocas necesidades y ningún lujo, y se había pasado los últimos años postrado en la cama. Hasta su reloj de pulsera carecía de valor. Había comprado un reloj de oro en una ocasión, pero lo había regalado. Todo lo que tenía eran inmuebles y centros comerciales, pozos de petróleo, inversiones, acciones, bonos y la casa de la calle Scott. Stanley Perlman había poseído una enorme fortuna y muy pocos objetos. Y gracias a Sarah, en el momento de su fallecimiento su patrimonio estaba en perfecto orden.
Sarah se quedó en el despacho hasta las nueve de la noche examinando archivos, respondiendo correos electrónicos y archivando documentos que llevaban días descansando sobre su mesa. Finalmente comprendió que estaba retrasando el momento de volver a casa, como si temiera que el vacío de la calle Scott se hubiera trasladado a su hogar. El dolor que le producía la ausencia de Stanley era profundo. Telefoneó a su madre, pero no la encontró. Telefoneó a Phil, miró la hora y cayó en la cuenta de que estaba en el gimnasio. Pocas veces, por no decir nunca, se veían entre semana. Phil iba al gimnasio todas las noches después del trabajo. Era abogado laboralista de un despacho de la competencia especializado en casos de discriminación y trabajaba tantas horas como ella. Cenaba con sus hijos dos veces por semana porque no le gustaba quedar con ellos los fines de semana, que prefería dedicar a actividades de adultos, casi siempre con Sarah. Trató de localizarlo en el móvil, pero Phil lo apagaba cuando estaba en el gimnasio. No dejó ningún mensaje porque no sabía qué decir. Sabía que Phil la haría sentirse como una estúpida. Podía imaginar la conversación. «Mi cliente de noventa y nueve años murió anoche y estoy muy triste.» Phil se reiría de ella y respondería: «¿Noventa y nueve años? ¿Estás bromeando?… Se diría que hace mucho que salió de cuentas.» Sarah le había mencionado a Stanley una o dos veces, pero casi nunca hablaban de trabajo. A Phil le gustaba dejarlo en la oficina. Ella, en cambio, lo trasladaba a casa de muchas maneras. Se llevaba carpetas para estudiarlas y se preocupaba de sus clientes, de sus problemas y planes tributarios. Phil dejaba a sus clientes en la oficina, y sus preocupaciones sobre la mesa. Sarah iba con ellos a todas partes. Y la tristeza por la muerte de Stanley le pesaba profundamente.
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