– Gracias, a ti también -respondió Sarah mientras él la besaba.

24

Pasaron un fin de semana tranquilo. Jeff subió a trabajar a su estudio y Sarah se cambió de ropa y se puso a pintar. En torno a las dos ella le llevó un sándwich y trabajaron hasta la hora de cenar. Comieron las sobras de la boda y después fueron al cine. Jeff había grabado el partido de fútbol en la tele y lo vio cuando regresaron a casa. Fue un día de Año Nuevo perfecto, un agradable contrapunto a los ajetreados días previos a la boda. La casa, más que vacía, parecía tranquila.

– ¿Qué se supone que debo hacer con el ramo de Mimi? -preguntó a Jeff al día siguiente, cuando lo encontró dentro de la nevera. Él lo había dejado allí por si ella quería conservarlo. Cada vez que abrían la nevera despedía un aroma embriagador-. ¿Da mala suerte tirarlo?

– Creo que sí -contestó Jeff mientras guardaba la mantequilla-. Pensé que a lo mejor te gustaría conservarlo, como recuerdo de la boda -dijo inocentemente.

– Ya. Seguro que me lo lanzas mientras duermo.

– Ni en sueños, seguro que me parte un rayo mientras lo hago -bromeó Jeff-. Podrías secarlo y devolvérselo a Mimi el año que viene, en su primer aniversario.

– Qué buena idea. Eso haré. -Sarah guardó el ramo en una caja, sobre un estante de la cocina, y trabajaron el resto del día.

El domingo por la noche fueron a una fiesta de unos amigos de Sarah y el primer lunes del nuevo año arrancó a lo grande. Parecía como si todos los clientes de Sarah hubieran decidido reescribir su testamento ese mes. Se habían aprobado nuevas leyes tributarias y les había entrado el pánico. Estaba de trabajo hasta las cejas. Había prometido a su madre que iría a verla a St. Louis pero no acababa de encontrar el momento. Tenía la sensación de que el trabajo no terminaba nunca. Y la situación de Jeff no era muy diferente. Parecía que todo el mundo hubiera comprado o heredado una casa durante las vacaciones y quisiera que Jeff se la restaurara. El negocio iba bien, pero sin Marie-Louise todo el peso recaía sobre sus hombros y estaba agobiado.

A finales de enero, después de cuatro semanas trabajando día y noche e intentando abarcarlo todo, Sarah pilló un terrible resfriado. En su vida se había encontrado tan mal, y después de una semana de fiebre contrajo una gripe estomacal y se pasó cuatro días yendo y viniendo del cuarto de baño. Jeff sentía lástima por ella y no dejaba de llevarle sopa, zumo de naranja y té. Todo eso solo hacía que aumentar su sensación de náuseas, y finalmente optó por quedarse en la cama, gimoteando.

– Creo que me estoy muriendo -le dijo mientras las lágrimas le caían por las mejillas.

Jeff se sentía impotente, y después de dos semanas le dijo que tenía que ir al médico. Sarah ya lo había pensado y consiguió una cita para el día siguiente. Por la noche llamó a su madre quejándose de lo mal que se encontraba.

– Puede que estés embarazada -dijo Audrey con naturalidad tras escuchar su larga lista de síntomas.

– Qué graciosa. Tengo un resfriado, mamá, no náuseas matutinas.

– Yo tuve resfriados durante todo el tiempo que estuve embarazada de ti. El sistema inmunitario se debilita para que no rechaces al bebé. Y has dicho que llevas cuatro días vomitando.

– Por una gripe estomacal, no por un bebé -espetó Sarah, irritada por el diagnóstico despreocupado y evidentemente erróneo de su madre.

– ¿Por qué no te haces la prueba? Hoy día es muy fácil.

– Sé lo que tengo. Tengo una gripe. Todos en el despacho están igual.

– Solo era una idea. Muy bien, entonces ve al médico.

– Es lo que pienso hacer mañana.

Después de eso se quedó en la cama, molesta por lo que su madre acababa de decirle, calculando en silencio. Llevaba un retraso menstrual de dos días, pero solía sucederle cuando enfermaba. En realidad no estaba preocupada. O no lo había estado, hasta que habló con su madre. Ahora sí lo estaba, y empezó a dar vueltas a esa posibilidad. Sería realmente horrible. Era lo último que deseaba. Tenía una vida estupenda, una profesión fantástica, un hombre al que amaba, una casa maravillosa. Y no quería un hijo.

Finalmente se puso tan nerviosa que se levantó, se vistió, fue en coche hasta la farmacia más cercana y compró una prueba del embarazo. Jeff no estaba en casa. Sintiéndose estúpida por lo que estaba haciendo, siguió las instrucciones, hizo la prueba, la dejó sobre el lavabo, regresó a la cama y puso la tele. Media hora después, cuando ya casi se había olvidado del tema, regresó al cuarto de baño para ver el resultado. Sabía que sería negativo. Había ido con mucho cuidado toda su vida, exceptuando uno o dos sustos cuando estaba en la universidad. No tomaba la pildora pero, salvo los días del mes en que sabían que no había peligro, ella y Jeff iban siempre con mucho cuidado.

Cogió la prueba con cara de suficiencia, miró, volvió a mirar y hurgó en la basura en busca del prospecto. En la prueba aparecían dos rayas y de repente no podía recordar si la ausencia de embarazo era una raya o dos. El dibujo era muy claro, para que todo el mundo pudiera entenderlo. Una raya, no embarazada. Dos rayas, embarazada. Miró de nuevo. Tenía que ser un error. Era un positivo falso. La prueba estaba defectuosa. En la caja había otra prueba y volvió a hacérsela. Esta vez aguardó el resultado golpeando el suelo con el pie, sintiendo un nudo en el estómago y mirándose en el espejo. Tenía muy mala cara. Todo aquello era absurdo. No estaba embarazada. Se estaba muriendo. Consultó la hora y observó el resultado. Dos rayas. Se miró de nuevo en el espejo y se vio empalidecer.

– Dios mío… ¡Dios mío! ¡No puede ser cierto! -gritó-. ¡No puedo estarlo! -Pero la prueba decía que lo estaba. Tiró ambas a la basura y se puso a caminar por el cuarto de baño con los brazos cogidos al cuerpo. Era la peor noticia de su vida-. ¡MIERDA! -gritó, y en ese momento Jeff entró en el cuarto de baño con cara de preocupación. Acababa de llegar de la oficina. Audrey tenía razón.

– ¿Estás bien? ¿Estabas hablando con alguien? -Jeff pensó que a lo mejor estaba al teléfono. Tenía muy mala cara.

– No, no, estoy bien. -Pasó por su lado, se metió en la cama y se cubrió con la colcha.

– ¿Te encuentras demasiado mal para ir al hospital?

– Peor -repuso Sarah, casi a gritos.

– En ese caso, nos vamos. No podemos esperar a mañana o te pondrás aún peor. Probablemente necesites antibióticos. -Jeff era de la vieja escuela que todavía creía que los antibióticos lo curaban todo. Llevaba toda la semana tratando de convencerla para que los tomara.

– No necesito antibióticos -espetó Sarah, fulminándole con la mirada.

– ¿Ocurre algo? Además de estar enferma, quiero decir. -A Jeff le daba mucha pena verla así. La pobre llevaba dos semanas encontrándose fatal. Pero, en cualquier caso, le parecía que estaba sacando las cosas un poco de quicio-. ¿Cuánta fiebre tienes?

– Estoy embarazada. -No tenía sentido ocultárselo. Habría tenido que decírselo tarde o temprano. Jeff se quedó mirándola como si no hubiera comprendido.

– ¿Qué?

– Que estoy embarazada. -Sarah rompió a llorar mientras lo decía. Estaba viviendo una pesadilla. Se encontraba peor que nunca.

Jeff se sentó a los pies de la cama.

– ¿Hablas en serio? -No supo qué otra cosa decir. Sabía que para Sarah no era una buena noticia. Parecía dispuesta a saltar desde el tejado.

– No, hablo en broma. Siempre bromeo sobre los acontecimientos suicidas de mi vida. Por supuesto que hablo en serio. ¿Cómo demonios ha podido ocurrir? Siempre tenemos cuidado.

– No siempre -repuso él con franqueza.

– Bueno, pero no en los días de riesgo. No soy ninguna idiota. Sé lo que hago. Y tú también.

Jeff estaba haciendo memoria, y de repente la miró compungido.

– Creo que pudo ocurrir la noche que se casó tu abuela.

– Imposible, nos quedamos dormidos nada más acostarnos.

– Nos despertamos en mitad de la noche -la corrigió Jeff-. Puede que tú estuvieras medio dormida… No te obligué a hacerlo -dijo con cara de preocupación-. Simplemente lo… hicimos… y nos volvimos a dormir. -Sarah hizo un cálculo rápido y soltó un gemido. Tuvo que ser entonces. Si hubieran querido planearlo, no habrían podido elegir mejor momento. O peor, en este caso.

– ¿Es que perdí la cabeza? ¿Tanto bebí?

– Tomaste algunas copas… y mucho champán, supongo. -Jeff la miró con ternura-. A mí me parecía que estabas bien, pero en mitad de la noche te pusiste cariñosa y… estabas tan bonita que… no pude resistirme.

– Oh, Dios -dijo Sarah, saltando de la cama y poniéndose a caminar de un lado a otro-. No puedo creerlo. Voy a cumplir cuarenta años y estoy embarazada. ¡Embarazada!

– No eres tan mayor, Sarah… y quizá deberíamos pensarlo detenidamente… Esta podría ser nuestra última oportunidad. Nuestra única oportunidad. Quizá no sea una noticia tan mala. -Para él no lo era. Para ella, en cambio, era terrible.

– ¿Estás loco? ¿Para qué necesitamos un bebé? No queremos un bebé. Por lo menos, yo no. Nunca lo he querido. Te lo dije desde el principio. Siempre fui muy clara al respecto.

– Es cierto -reconoció Jeff-, pero, para serte sincero, me encantaría tener hijos contigo.

– Entonces tenlos tú. -Sarah se paseaba de un lado a otro como si quisiera matar a alguien, a ser posible a Jeff. Pero por dentro se estaba culpando a sí misma.

– Oye, se trata de tu cuerpo. Has de hacer lo que sientas que debes hacer… Simplemente estoy expresando lo que yo siento. Me encantaría tener un hijo contigo -dijo él con dulzura.

– ¿Por qué? Nos arruinaría la vida. Tenemos una buena vida. Una vida ideal. Un hijo lo estropearía todo. -Sarah estaba llorando.

Jeff la miró apenado. Había pasado antes por eso. Marie-Louise había abortado dos veces con él. Y por primera vez desde que estaban juntos, Sarah estaba hablando como ella. No era un recuerdo que deseara revivir. Se levantó y se llevó la cartera al despacho. A su regreso, Sarah estaba de nuevo en la cama, enfurruñada. Estuvo varias horas sin dirigirle la palabra. Él se ofreció a hacerle la cena, pero dijo que se encontraba demasiado mal para poder comer.

Jeff le insinuó que hasta que hubieran decidido qué hacer, le convenía comer. Ella lo mandó al infierno.

– Ya lo tengo decidido. Voy a suicidarme, de modo que no necesito comer.

Jeff bajó a la cocina, cenó solo y regresó al dormitorio. Sarah estaba dormida, y tan bonita como siempre. Sabía que había sido un duro golpe para ella. Quería que tuviera el bebé, pero no podía obligarla. Sabía que era Sarah quien debía decidirlo.

Al día siguiente, en la cocina, estuvo callada y huraña. Jeff se ofreció a prepararle el desayuno pero ella procedió a hacerse tostadas y té. Apenas abrió la boca. Se marchó al médico y no le telefoneó. Cuando Jeff llegó por la noche, la encontró en casa, y se dio cuenta de que estaba disgustada. El médico había confirmado el embarazo. No dijo nada y Sarah regresó a la cama. A las nueve se durmió y al día siguiente tenía mejor cara. Durante el desayuno se disculpó.

– Siento haberme comportado como una bruja. Necesito pensar en todo esto detenidamente. No sé qué hacer. El médico dijo que si deseo tener un hijo, probablemente, con mi edad, debería hacerlo ahora. Ahora mismo no quiero, pero puede que algún día sí quiera… y lamente no haberlo tenido. Nunca quise tener hijos. De hecho, la idea me horrorizaba. Pero si algún día deseara tener un hijo, querría que fuera contigo -dijo, y rompió a llorar. Jeff rodeó la mesa del desayuno y la abrazó.

– Haz lo que tengas que hacer. Te quiero y me encantaría tener un hijo contigo, pero si tú no quieres, podré vivir con ello. La decisión es tuya.

La comprensión de Jeff se lo ponía aún más difícil. Sarah asintió con la cabeza, se sonó la nariz y lloró cuando él se marchó a trabajar. En su vida se había sentido tan perdida.

La situación se prolongó dos semanas. Despotricó. Echó pestes. Se torturó e intimidó a Jeff. En todo ese tiempo él solo perdió los nervios en una ocasión y luego lo lamentó. Había pasado por lo mismo con Marie-Louise y al final ella se había deshecho del bebé, las dos veces. Pero Sarah no era Marie-Louise. Simplemente estaba enfadada, disgustada y asustada. No se sentía preparada para ser madre y no quería condenar a un bebé a una vida infeliz. Jeff hasta le propuso matrimonio, pero eso la aterrorizó aún más. Todos los fantasmas del pasado habían vuelto para rondarla, sobre todo su desgraciada infancia con su padre. Pero Jeff no era su padre. Jeff era un buen hombre y ella lo sabía.

Tardó casi tres semanas en tomar una decisión. No lo habló con nadie, ni siquiera con su madre. Lo decidió sola. Era lo más arriesgado que había hecho en su vida. Le dijo a Jeff que no quería casarse con él, al menos por el momento, pero que deseaba tener a su hijo. Jeff casi rompió a llorar. Y esa noche hicieron el amor por primera vez en un mes. Para entonces Sarah estaba de dos meses o casi. Tres semanas después fueron juntos a la primera ecografía y ahí estaba. Una pequeña señal luminosa con un latido. Todo iba bien. Saldría de cuentas el 21 de septiembre. Jeff jamás había estado tan ilusionado en toda su vida.