No tenía a nadie con quien hablar. Nadie con quien compartir su abrumadora sensación de vacío. Le era imposible explicar lo que sentía. Experimentaba la misma sensación de pérdida que el día que su padre falleció, pero esto era mucho peor. Esta vez no sentía estupefacción, y tampoco alivio. En realidad no había vivido la muerte de su padre como la pérdida de un ser querido, sino como la pérdida de una idea. La idea del padre que nunca había sido, de la fantasía que su madre había creado para ella. Pese a vivir en la misma casa, Sarah llevaba años sin hablar con su padre cuando este murió. Era imposible. Siempre estaba demasiado borracho para poder hablar o pensar, o para salir con ella. Cuando llegaba del trabajo bebía hasta perder el conocimiento y llegó un momento en que ya ni se molestaba en ir a trabajar. Se quedaba en el dormitorio y bebía mientras su madre se esforzaba por encubrirlo, trabajaba en una inmobiliaria para mantenerlos a los tres y pasaba por casa varias veces al día para comprobar su estado. El padre de Sarah murió a los cuarenta y seis años de una afección hepática siendo un completo extraño para su hija. Stanley, en cambio, había sido su amigo. Y el dolor, en este caso, era mucho más intenso. Ahora que Stanley no estaba, tenía alguien a quien echar de menos.

Permaneció sentada en su despacho y lloró, finalmente, mientras pensaba en ello. Luego cogió la cartera y se marchó. Tomó un taxi hasta su apartamento situado en Pacific Heights, a doce manzanas de la casa de Stanley, y se dirigió directamente al escritorio para escuchar los mensajes. Había uno de su madre. A sus sesenta y un años seguía trabajando, pero había cambiado el negocio inmobiliario por el interiorismo. Siempre estaba ocupada, ya fuera con amigas, con clientes, en clubes de lectura o en las reuniones de alcohólicos anónimos a las que asistía desde hacía treinta años, aun cuando su marido ya llevara muerto veintidós. Sarah opinaba que su madre era adicta a esas reuniones. Nunca paraba, pero parecía feliz así. La había telefoneado para ver qué tal se encontraba, y contaba que se estaba arreglando para salir. Sarah escuchó el mensaje mientras se dejaba caer en el sillón con la mirada perdida. No había cenado, y tampoco tenía hambre. Había una pizza de hacía dos días en la nevera y sabía que si quería podía hacerse una ensalada, pero no le apetecía. Lo único que deseaba era el consuelo de su cama. Necesitaba llorar la pérdida de Stanley antes de ocuparse de todas sus cosas. Sabía que por la mañana se encontraría mejor, o eso esperaba, pero ahora necesitaba desahogarse.

Se tumbó en el sofá y puso la tele con el mando. Necesitaba oír voces, ruido, algo que llenara el silencio y el vacío que se estaba abriendo paso en su interior. Su apartamento se hallaba tan vacío como ella lo estaba esa noche. Tenía el mismo desorden que ella sentía en su interior. Pero nunca reparaba en él y tampoco lo hizo ahora. Su madre siempre la estaba riñendo y Sarah se la quitaba de encima respondiendo que le agradaba así. Le gustaba decir que su apartamento tenía un aire intelectual. No quería cortinas vaporosas ni colchas con volantes. No necesitaba cojines en el sofá ni platos que hicieran juego. Conservaba el destartalado sofá marrón de sus años de universidad y la mesa baja que había adquirido en Goodwill cuando estudiaba derecho. El escritorio era una puerta apoyada sobre dos caballetes con varios archivadores de ruedas amontonados debajo. Las estanterías ocupaban toda una pared y estaban abarrotadas de libros de derecho, con los que no cabían amontonados en el suelo. Había dos butacas de cuero marrón muy bonitas, regalo de su madre, y un gran espejo colgado sobre el sofá. También dos plantas muertas y un ficus de seda que su madre había encontrado en algún lugar, un sillón de bolitas de poliestireno de aspecto gastado que Sarah se había traído de Havard y una maltrecha mesa de comedor con cuatro sillas, todas diferentes. Las ventanas, en lugar de cortinas, tenían persianas venecianas, pero a Sarah le traía sin cuidado.

El aspecto que ofrecía su dormitorio no era mucho mejor. Sarah hacía la cama los fines de semana, antes de que llegara Phil. La mitad de los cajones de la cómoda ya no cerraban. En un rincón del cuarto descansaba una vieja mecedora cubierta con una colcha hecha a mano que había encontrado en un anticuario. Había un espejo de cuerpo entero con una raja y, sobre el alféizar, otra planta muerta. La mesilla de noche tenía encima una pila de libros de derecho, su lectura nocturna favorita. Y en un rincón, el osito de peluche que había rescatado de su infancia. Probablemente nadie le propondría anunciar su apartamento en Casa y Jardín o en Architectural Digest, pero a ella le gustaba. Era práctico y habitable, tenía platos suficientes sobre los que comer, vasos suficientes para invitar a una docena de amigos a tomar una copa siempre que le apeteciera y dispusiera de tiempo, lo cual no era a menudo, toallas suficientes para ella y Phil y ollas y sartenes suficientes para preparar una comida decente, lo que hacía un par de veces al año. El resto del tiempo compraba comida preparada, se tomaba un sándwich en el despacho o hacía una ensalada. Tenía cuanto necesitaba, por mucho que eso disgustara a su madre, cuyo apartamento estaba siempre impecable, como si fueran a fotografiarlo en cualquier momento. Ella decía que era su tarjeta de visita como interiorista.

El apartamento de Sarah no se diferenciaba de aquellos en los que había vivido en sus años de universidad. No podía decirse que fuera bonito, pero era funcional y satisfacía sus necesidades. Tenía un buen equipo de música y un televisor que Phil le había comprado para poder ver la tele cuando estaba en su casa, principalmente los programas de deportes. Sarah tenía que reconocer que a veces le gustaba verla, como era el caso de esa noche. Estaba escuchando el murmullo de voces de una serie banal cuando le sonó el móvil. Pensó en no contestar, hasta que cayó en la cuenta de que podía ser Phil devolviéndole la llamada. Consultó el número y, presa de una mezcla de alivio y temor, comprobó que era él. Sabía que si Phil hacía el comentario equivocado se disgustaría, pero tenía que arriesgarse. Esa noche necesitaba algún tipo de contacto humano para compensar la ausencia definitiva de Stanley. Bajó el volumen del televisor con una mano, abrió el móvil con la otra y se lo llevó al oído.

– Hola -dijo, sintiendo que se quedaba en blanco.

– ¿Qué ocurre? He visto que me has llamado. Estoy saliendo del gimnasio.

Phil era de esas personas que insistían en que necesitaban ir al gimnasio todos los días después del trabajo para sacudirse el estrés, salvo cuando quedaba con sus hijos. Se pasaba allí dos o tres horas, de modo que Sarah nunca podía cenar con él durante la semana porque Phil nunca salía del despacho antes de las ocho. Una de las cosas que le atraían de él era su voz sensual. Esa noche necesitaba oírla, independientemente de lo que dijera. Le echaba de menos y le habría encantado que fuera a verla. Ignoraba cuál sería su reacción si se lo pedía. Tenían el acuerdo, en su mayor parte tácito, de verse exclusivamente los fines de semana, unas veces en casa de ella y otras en casa de él, dependiendo de donde fuera mayor el desorden. Generalmente ganaba el de Phil y pasaban la noche en casa de Sarah, aunque él se quejaba de que el colchón era demasiado blando y le fastidiaba la espalda. Lo soportaba para poder estar con ella. Después de todo, no eran más que dos días a la semana, y a veces ni eso.

– He tenido un día horrible -dijo Sarah con voz monótona, tratando de no sentir todo lo que sentía-. Mi cliente favorito ha muerto.

– ¿El viejo que tenía por lo menos cien años? -preguntó Phil. Sonaba como si estuviera haciendo algún esfuerzo, entrando en el coche o levantando una bolsa pesada.

– Noventa y nueve. Sí, él. -Sarah y Phil se comunicaban con un lenguaje lacónico que habían desarrollado a lo largo de cuatro años. Al igual que su relación, era poco romántico, pero parecía que les funcionaba. Su relación no era, ni mucho menos, perfecta, pero Sarah la aceptaba. Pese a no ser del todo satisfactoria, era fácil y relajada. Ambos vivían en el presente y nunca se preocupaban por el futuro-. Estoy muy triste. Hacía años que no me sentía tan mal por la muerte de alguien.

– Te he dicho un montón de veces que no deberías implicarte tanto con tus clientes. No es práctico. Los clientes no son nuestros amigos. ¿Entiendes lo que quiero decir?

– Este sí lo era. Stanley solo me tenía a mí y a un montón de familiares a los que ni siquiera conocía. No tenía hijos. Y era un hombre muy agradable. -La voz de Sarah sonaba queda y triste.

– No lo dudo, pero noventa y nueve años son muchos años. ¿No me digas que su muerte te ha sorprendido?

Sarah podía oír que Phil estaba en el coche, camino de casa. Vivía a seis manzanas de su apartamento, lo cual resultaba muy cómodo la mayoría de las veces, sobre todo si decidían cambiar de casa en mitad del fin de semana u olvidaban algo.

– No estoy sorprendida, solo triste. Sé que puede parecer absurdo, pero lo estoy. Me ha hecho pensar en la muerte de mi padre.

Sarah se sentía vulnerable al reconocer eso, pero después de cuatro años de relación, entre ella y Phil no había secretos. Siempre podía decir lo que quería o necesitaba decir. Él la entendía unas veces y otras no. Por el momento, esa noche no la estaba entendiendo.

– Para el carro, nena. Ese tío no era tu padre, era un cliente.

Yo también he tenido un día horrible. Me lo he pasado en una declaración y mi cliente es un auténtico gilipollas. A media declaración me entraron ganas de estrangular al hijo de perra. Pensé que el abogado de la parte contraria lo haría por mí, pero no lo hizo. Ojalá lo hubiera hecho. Es imposible que ganemos el caso. -Phil detestaba perder un caso, del mismo modo que detestaba perder en los deportes. A veces el mal humor le duraba semanas.

En verano jugaba a béisbol los lunes por la noche, y en invierno a rugby. Había jugado a hockey sobre hielo en Dartmouth y perdido los dientes de arriba, pero le habían puesto unos nuevos que le quedaban muy bien. Phil era un hombre muy atractivo. A sus cuarenta y dos años todavía aparentaba treinta y estaba en excelente forma. Sarah se había quedado prendada de su físico el primer día que lo vio, y aún lo estaba, aunque detestara reconocerlo. Entre ellos existía una fuerte química que iba más allá de la razón o las palabras. Phil era el hombre más sexy que Sarah había conocido en su vida, lo cual no justificaba los cuatro años que había pasado en una relación estrictamente de fin de semana, pero sin lugar a dudas era un aspecto importante. A veces las rígidas opiniones de Phil la sacaban de quicio y a menudo la decepcionaban. No era un hombre muy sensible, ni muy atento, pero no había duda de que la excitaba.

– Lamento que hayas tenido un día tan malo -dijo, pensando que no podía ni compararse con el suyo, aunque tenía que reconocer que las declaraciones podían ser una lata, y también los malos clientes, sobre todo en la especialidad de Phil. El derecho laboral era sumamente estresante. Phil llevaba muchos casos de acoso sexual y discriminación, casi siempre para hombres. Se comunicaba mejor con los clientes masculinos, quizá debido a su vena deportista. Y en su bufete había muchas socias que trabajaban mejor con las clientas femeninas-. ¿Te importaría pasar por aquí camino de tu casa? No me iría mal un abrazo.

Sarah nunca le pedía esa clase de cosas a menos que la situación fuera desesperada. Y esa lo era. Estaba muy afligida por la muerte de Stanley. Seguía siendo su amigo, no solo su cliente, por mucho que Phil opinara, quizá con razón, que era una actitud poco profesional. Phil nunca se implicaba emocionalmente con sus clientes, de hecho no se implicaba con nadie, salvo con ella hasta cierto punto y con sus tres hijos, todos ellos adolescentes. Phil llevaba doce años divorciado y odiaba profundamente a su ex mujer. Le había dejado por otro hombre, de hecho por un defensa de los 49ers, lo que en su momento casi hizo que Phil perdiera la cabeza. Le habían dejado por un hombre aún más deportista que él. No podía existir un insulto mayor.

– Me encantaría, nena -dijo Phil-, en serio, pero estoy destrozado. He estado dos horas jugando a squash. -Sarah dio por sentado que había ganado, o de lo contrario habría estado de un humor de perros-. Mañana debo estar en el despacho a las ocho para preparar otra declaración. Esta semana la tengo llena de declaraciones. Si voy a tu casa, una cosa llevará a la otra y acabaré acostándome muy tarde. Necesito dormir bien si quiero estar despejado para las declaraciones.

– Puedes dormir aquí. -A Sarah le habría gustado-. O simplemente puedes pasar un momento para darme un abrazo. Lamento ponerme tan pesada, pero me encantaría verte aunque solo fuera un minuto.