Se preparó un vaso de leche con una cucharada de miel, acercó una silla a la ventana, apoyó los codos en el alféizar y se puso a contemplar la calle. Una terraza cochambrosa. Casas estrechas, puertas que daban directamente al empedrado. A ojos de Lydia, nada que resultara agradable, nada que lograra sacarla de la desesperación. El barrio ruso, lo llamaban, atestado de refugiados de esa nacionalidad, atrapados allí sin documentos y sin empleo. Los trabajos peor remunerados eran para los chinos, de modo que, a menos que pudieras ejercer de tragasables en el mercado a cambio de unas monedas, o que tuvieras una esposa dispuesta a hacer la calle, te morías de hambre. Así de simple.

Te morías de hambre, o robabas.

Pero ella seguía mirando, seguía observando. Al señor calvo de bastón blanco que vivía al lado, a las dos hermanas alemanas que paseaban agarradas del brazo, al perro famélico que perseguía una mariposa, al bebé que jugaba con un sonajero junto a su puerta, los coches que pasaban de largo, las bicicletas, e incluso a un hombre con gesto de cansancio que cargaba con un cerdo en una carretilla.

La única persona que alzó la vista y la miró fue un hombre corpulento como un oso, inconfundiblemente ruso, con aquella gran mata de pelo rizado y grasiento que sobresalía bajo el gorro de astracán, y la barba poblada que le cubría la mitad inferior del rostro. Un parche negro sobre un ojo le daba un aspecto siniestro, temible. Como la imagen de Barba Azul, el pirata que aparecía en uno de los libros de la biblioteca, aunque éste no llevara el cuchillo centelleante entre los dientes. Cuando pasó de largo, Lydia se fijó en que las botas altas que calzaba parecían llevar un lobo aullante dibujado en los costados. Ella también habría querido aullar, pero siguió observando con interés a todos los transeúntes. Cualquier cosa era mejor que volver la vista al interior del cuarto, y a lo que le esperaba en él.

El cielo se oscurecía por momentos, pues los nubarrones negros del horizonte se acercaban cada vez más, y el aire había empezado a oler a lluvia. Para mantener la mente alejada de lo único que la ocupaba, se preguntó si en ese instante estaría lloviendo en Inglaterra. Polly aseguraba que en Inglaterra llovía siempre, pero no lo creía. Algún día viajaría hasta allí y lo comprobaría por sí misma, estaba convencida. Le resultaba raro que los europeos escogieran trasladarse a China voluntariamente pues, por lo que había leído, en Europa parecía encontrarse todo lo que era hermoso, sofisticado y deseable. En Londres, en París, en Berlín. Bueno, tal vez en Berlín ya no. No desde la guerra. Pero en Londres sí. El Ritz, el Savoy. El palacio de Buckingham, el Albert Hall. Y los clubes, las tiendas, los teatros.

Regent Street y Piccadilly Circus. Todo. Absolutamente todo lo que podías desear. Entonces, ¿para qué irse de allí?

Suspiró, y un escalofrío recorrió su ser mientras una gota de sudor, como una lágrima, abandonaba su oreja y descendía hasta la barbilla. Dios, no sabía qué hacer. Qué decir. El corazón le latía con fuerza, y lo único en lo que pensaba era en si llovía en Inglaterra. Qué tontería. Apoyó la cabeza sobre los brazos y permaneció inmóvil, hasta que la respiración recuperó su ritmo normal.

– Papá, ¿qué debo hacer por ella? Por favor, papá. Dímelo. Ayúdame.

Nadie sabía que, cuando tenía problemas, Lydia hablaba en susurros con el recuerdo de su padre. No lo sabía ni siquiera Polly. Y, desde luego, mucho menos su madre. Su madre jamás lo mencionaba, y ya ni usaba su apellido.

– Papá -volvió a susurrar, tan sólo para oír aquellas dos sílabas brotar de sus labios.

Finalmente se retiró de la ventana y volvió a encontrarse con la habitación. Se trataba de un lugar deprimente para vivir, con sus techos bajos, en pendiente, su hornillo de parafina y su fregadero de porcelana desconchado, pero su madre había hecho todo lo posible por convertirlo en un lugar soportable. Más que soportable. Le había dado un toque de color, de lujo. El sofá y la butaca, que eran de brocado, horrorosos y con los brazos muy desgastados, quedaban ocultos bajo unas telas de maravillosos tonos púrpura, ámbar y magenta que parecían resplandecer de vida. Y gran cantidad de cojines por todas partes, en diferentes tonos de dorado, conferían a la estancia un aspecto bohemio, informal, que su madre denominaba «visque», pero que Olga Zarya consideraba «lascivo». Sobre la mesa de madera de pino había dispuesto un mantón con flecos del color de los cabellos de Lydia, y en su centro una fuente de latón llena de velas, para que las llamas, al arder, se reflejaran en su superficie brillante, sedosa.

Para Lydia, ése era su hogar. Era todo lo que tenía. Se acercó de nuevo a la figura durmiente. A la luz menguante del ocaso, se sentó sobre la alfombra gris y sostuvo entre sus manos la pálida mano de su madre.


– Cielo. -Valentina levantó la cabeza de la almohada dispuesta en el suelo y parpadeó despacio, como una gata que se estirara-. Mi cielo. Me he quedado dormida. ¿Qué hora es?

– La campana del reloj acaba de dar la una -respondió Lydia sin alzar la vista del libro que apoyaba en la mesa.

– ¿De la madrugada?

– A la una del mediodía no está así de oscuro.

– En ese caso, tú deberías estar ya acostada. ¿Qué estás haciendo?

– Deberes -respondió, aún sin mirar a su madre.

Valentina se desperezó para desentumecer las vértebras, se sentó y se dio cuenta de la almohada en el suelo. Cerró los ojos un instante y se estremeció.

– Cariño, lo siento.

Lydia se encogió de hombros, indiferente, y giró la página de su Esbozos de historia de Inglaterra, aunque las palabras que tenía delante se encabalgaban las unas sobre las otras, sin sentido.

– No te hagas la enfadada, Lydia, que no te va.

– A ti tampoco te va tirarte en el suelo.

– Tal vez si estuviera, no encima, sino debajo, bajo tierra, las dos nos sentiríamos mejor.

– No digas eso, mamá.

Valentina dejó escapar una risita.

– Lo siento, mi pequeña.

– Yo no soy tu pequeña.

– No, tienes razón, ya lo sé. -Posó los ojos castaños, profundos, sobre la cabeza inclinada de su hija, sobre sus piernas inquietas, desnudas-. Ya has crecido. Demasiado.

Se puso en pie y volvió a desperezarse, echando hacia delante primero un pie, después el otro, como una bailarina, y agitó la cabellera, que brilló sobre sus hombros, capturando el reflejo de las velas entre sus mechones oscuros, sedosos. Lydia fingía no darse cuenta, pero en lugar de leer sobre la Ley de Asamblea de 1716, miraba de reojo todos y cada uno de los movimientos de su madre, aliviada y furiosa a partes iguales al ver lo serena y descansada que parecía. Mucho más de lo que debería. ¿Dónde estaban los estragos de tanto dolor? La curvatura irreal de las cejas de Valentina se mostraba más pronunciada que de costumbre, como si su vida entera no fuera más que una broma absurda, que no merecía ser tomada en serio.

Valentina se sentó en el sofá y dio unas palmadas en el cojín que le quedaba más cerca.

– Ven a sentarte conmigo, Lydia.

– Estoy ocupada.

– Es la una. Ya estarás ocupada mañana.

Lydia cerró el libro con un golpe seco y se sentó en el sofá, muy tiesa, manteniendo una distancia prudencial entre su madre y ella. Pero Valentina la suprimió al momento, se acercó mucho a ella y le alborotó el pelo.

– Tranquila, cielo. ¿Qué tiene de malo tomarse unas copas de vez en cuando? A mí me sirve para no volverme loca, así que no te enfades.

– No me enfado -dijo, enfadada.

– Dios mío, qué sed tengo…

– Sólo nos queda una taza, y ni un solo platillo.

Valentina soltó una carcajada y, a pesar de sí misma, Lydia esbozó una sonrisa. Su madre echó un vistazo al suelo y asintió.

– ¿Has recogido todo el estropicio?

– Sí.

– Gracias. Supongo que el señor Yeoman, en el piso de abajo, creía que el mundo se ac… -Se interrumpió, y clavó la vista en la pared que quedaba junto a la puerta-. El espejo se ha…

– Roto. Eso son siete años de mala suerte.

– Oh, no. Olga Petrovna Zarya me matará, y nos cobrará el doble de lo que vale. Pero los siguientes siete años no pueden ser peores que los últimos siete, ¿no? -Lydia no respondió-. Lo siento, cariño -musitó su madre, pero ella ya había oído muchas veces aquellas disculpas-. Al menos las tazas y los platillos eran nuestros. Y, además, siempre había odiado ese espejo. Era tan feo… y me hacía parecer vieja.

– He preparado una jarra de limonada. ¿Te apetece un poco?

Valentina le acarició la mejilla.

– Me encantaría. Tengo la boca seca.

Cada vez que daba un sorbo al refresco, que había tenido que servirse en la única taza de té que había quedado entera -los vasos los habían empeñado hacía tiempo-, se llevaba la mano a la frente, como para sostenerla en su sitio.

– ¿Quedan aspirinas? -preguntó, optimista.

– No.

– Ya me lo parecía.

– Pero te he comprado esto. -Esbozando una sonrisa tímida, Lidia hizo aparecer un cruasán relleno de chocolate y un pañuelo de rojo intenso-. Me ha parecido que te quedaría bien.

Valentina dejó la taza en el suelo, cogió el cruasán con una mano y el pañuelo con la otra.

– Querida -dijo, pronunciando la palabra como si fuera una caricia-. Me malcrías. -Observó un instante más los dos regalos, se rodeó el cuello con el pañuelo, entusiasmada, y dio un gran mordisco al dulce-. Maravilloso -susurró, con la boca llena-. De la pastelería francesa. Gracias, querida hija. -Se echó hacia delante y le plantó un beso en la mejilla.

– He estado trabajando un poco para ayudar al señor Willoughby en la escuela, y hoy me ha pagado -explicó Lydia, aunque demasiado atropelladamente. A pesar de ello, su madre no pareció percatarse.

El diminuto músculo de la frente de Lydia que llevaba toda la noche agarrotado se relajó por vez primera. Las cosas iban a ir bien. Su madre se tranquilizaría. No haría más locuras. No seguiría destrozando su mundo frágil. Levantó la taza del suelo y dio un sorbo de limonada para que la lengua se le despegara del velo del paladar.

– ¿Ha sido Antoine otra vez? -preguntó como sin darle importancia, mirando apenas de reojo a su madre.

Pero no tardó en arrepentirse de haber formulado la pregunta.

– Ese cabrón apestoso, podliy ismennikl -explotó Valentina-. No pronuncies su nombre en mi presencia. Es un sapo francés, un mentiroso, una serpiente rastrera que repta por la hierba. No quiero volver a verlo en mi vida.

Lydia sintió de pronto lástima por Antoine Fourget. Adoraba a su madre. La habría llevado al altar ese mismo día de no haber estado casado con una católica francesa que se negaba a divorciarse con la que tenía cuatro hijos que reclamaban sus atenciones y su apoyo económico. Llevaba a Valentina a bailar todos los viernes por la noche y durante la semana le dedicaba una o dos horas, siempre que lograba escaparse del trabajo, y almorzaban juntos mientras Lydia estaba en la escuela. Y, a pesar de no verlo, ella sabía muy bien cuándo aquel hombre había estado allí. La habitación olía de otro modo, desprendía un aroma más interesante, a cigarrillos y brillantina.

– ¿Qué ha hecho esta vez?

Valentina se puso en pie y empezó a caminar de un lado a otro, sujetándose las manos con la cabeza.

– Es su esposa. Está esperando otro hijo.

– Oh.

– El muy cabrón me había jurado que no pensaba acercarse nunca más a su cama. ¿Cómo ha podido ser tan… infiel?

– Mamá, su esposa es ella.

Valentina irguió la cabeza, indignada, y a continuación cerró los ojos, como si sintiera dolor.

– Sólo oficialmente. Me lo prometió.

– Tal vez ella lo ama.

Valentina abrió los ojos al momento y, con gesto desafiante, se llevó las manos a las caderas. Lydia se fijó en lo delgada que se veía bajo el camisón de seda.

– ¿Y no se te ocurre, Lydia, que tal vez yo también lo ame?

En ese momento fue su hija la que se rió.

– No, mamá, no se me ocurre. A ti te cae bien, te lo pasas bien con él, bailas con él, pero no, no le amas.

Valentina abrió la boca para protestar, pero negó con la cabeza, nerviosa, se dejó caer sobre el sofá y se apoyó en los cojines. Se llevó el antebrazo a la frente.

– Creo que me muero, querida.

– Hoy no.

– Y sí que lo amo un poco, ¿sabes?

– Ya lo sé, mamá.

– Pero… -Valentina levantó un poco el brazo para observar a su hija con los ojos entrecerrados. Se fijó en el rostro, en la nariz rotunda, recta, en sus pómulos escandinavos, en los destellos cobrizos de su pelo…-. Pero el único hombre al que he amado es tu padre.

Volvió a cerrar los ojos con fuerza.

El silencio se apoderó de la habitación. Lydia sintió un escalofrío de placer. Una brisa húmeda, cargada de lluvia, entró por las ventanas abiertas y le refrescó las mejillas, pero nada era capaz de refrescar el delicioso calor que brotaba de su cuerpo, tan seductor como el opio.