– Papá -murmuró, y en su mente oyó la risa grave de su padre que resonaba y resonaba, hasta inundarle el cerebro. Volvió a ver el mundo meciéndose en un caleidoscopio enloquecido, mientras unas manos recias la elevaban por los aires. Si se esforzara más, llegaría a invocar su olor masculino, una mezcla embriagadora a tabaco y gomina, que impregnaba las bufandas que rozaban su barbilla y le hacían cosquillas.
¿O acaso se lo inventaba todo?
Le asustaba tanto perder los pocos retazos que le quedaban de él. Suspiró, se puso en pie y fue apagando todas las velas, antes de acostarse de nuevo, rodeada de cojines, junto a su madre. Y se quedó dormida al momento, como una gatita.
El bocinazo de un coche que pasaba por la calle sobresaltó a Lydia. La pálida luz amarilla que se filtraba a través de las cortinas de su diminuto dormitorio le indicó que ya había amanecido, y que era más tarde de lo que debería ser. Los sábados sólo había medio día de clase, pero aun así debía entrar a las nueve. Se incorporó en la cama y, al hacerlo, para su sorpresa, sintió que se le iba la cabeza. Pero entonces recordó que no había comido nada el día anterior, y el corazón se le encogió al recordar por qué.
Pero el día que comenzaba sería mejor. Era su cumpleaños.
El coche volvió a hacer sonar la bocina. Lydia saltó de la cama y se asomó a la ventana más próxima para ver qué pasaba. La lluvia de la noche había cesado, pero todo estaba húmedo, reluciente, y el aire ya volvía a mostrar signos de calentamiento. Las láminas de pizarra del tejado que quedaba frente a su casa empezaban a desprender vapor. Por encima, el cielo era de un gris anodino, inerte, pero más abajo, en la calle, el estallido de color le alegró el ánimo. Vió un coche deportivo, pequeño, aparcado junto a su puerta. Al volante iba sentado un hombre de pelo negro, con un polo amarillo y un gran ramo de rosas rojas en la mano, que en ese instante alzó la vista y la saludó, agitando las flores.
– Hola, ma chérie -dijo-. ¿Está levantada tu maman?
– Hola, Antoine. -Lydia sonrió y, al momento, se llevó la mano al pecho para cubrirse el corpiño de su camisón viejo-. ¿Es ese tu coche nuevo?
– Sí, lo gané ayer, jugando a las cartas. ¿A que es adorable?
Se besó las yemas de los dedos, componiendo aquel extravagante gesto, tan francés, y se echó a reír, mostrando al hacerlo su blanca y saludable dentadura.
Siempre que lo veía, Lydia pensaba que era el hombre más apuesto que había visto en su vida, aunque no es que conociera a muchos. Aun así, no costaba imaginar lo fácil que sería divertirse con él. Según su madre, tenía más de treinta años, aunque a ella le parecía más joven, y estaba lleno de encanto juvenil.
– Voy a ver si ya está despierta -respondió ella levantando la voz, y entró corriendo en casa a espiar a su madre a través de su cortina.
En fuerte contraste con los colores y la sensualidad del salón, Valentina mantenía el rincón en que dormía oscuro y sencillo. Las paredes blancas, sin adornos, las sábanas también blancas, y un armario pintado del mismo color, de puertas abombadas y muy difíciles de abrir. Las cortinas habían sido un par de sábanas que, con los años, habían amarilleado. Se trataba de una celda sin carácter, austera. En ocasiones, Lydia se preguntaba qué penitencia pretendía cumplir su madre en ella.
– ¿Mamá?
Valentina estaba tendida, hecha un ovillo entre las sábanas, con el pelo enredado sobre la almohada, y profundas ojeras. Mantenía los párpados cerrados, pero su hija no creyó ni por un momento que estuviera dormida. Todo en ella indicaba que había pasado la noche en vela, atormentándose.
– Mamá, Antoine está aquí.
Valentina seguía con los ojos cerrados.
– Dile que se vaya al infierno.
– Pero te ha traído flores. -Lydia se sentó al borde de la cama, algo que normalmente no hacía, a menos que su madre la instara a ello-. Parece muy arrepentido, y… -Pensó rápidamente en algo más para tentarla-, y ha venido con un coche deportivo. -Omitió mencionar que era muy pequeño y de aspecto bastante peculiar.
– Así le será más fácil arrojarse al río.
– Eres demasiado cruel.
Valentina abrió mucho los ojos al oírlo, y la miró, ofendida.
– Y tú eres demasiado benévola con él. Sólo porque es un hombre.
Lydia se ruborizó y se puso en pie. Sabía que con el corpiño desgastado y las bragas, su aspecto no resultaba muy digno, pero aun así levantó mucho la barbilla y dijo:
– Bajaré y le diré que sigues durmiendo.
– Si de verdad quieres serme útil, dile que me traiga un poco de vodka.
Lydia descorrió bruscamente la cortina y salió sin decir nada. Se echó agua fría en las manos y la cara, se frotó los dientes con un dedo empapado en sal, y la frente con el reverso de la mano, para intentar eliminar la marca agarrotada de temor que se le formaba en ella. La palabra vodka había bastado para que el pánico se apoderara de su ser. Se vistió con el uniforme del colegio, cogió la cartera y, para el camino, se llevó un par de buñuelos azucarados. Ya salía por la puerta cuando su madre la llamó con voz más dulce.
– Lydia.
– ¿Sí?
– Ven aquí, tesoro.
A regañadientes, volvió a entrar en el dormitorio blanco, pero se quedó junto a la cortina, mirándose las puntas de los zapatos negros, desgastados. Estaba acostumbrada a que le apretaran, como estaba acostumbrada a que le doliera la cabeza.
– Lydia.
Alzó la cabeza. Su madre seguía tendida, lánguida, con la espalda apoyada en las almohadas, el pelo dispuesto sobre ellas, en abanico, y le sonreía con una mano extendida. Lydia estaba demasiado enfadada, y se limitó a permanecer en su sitio.
– Cielo, no he olvidado qué día es hoy. -Lydia se miró los zapatos con odio-. Feliz cumpleaños, cielo. Sdiniom rozhdenia, dochenka. Lo del vodka no lo he dicho en serio, de veras. Ven y dame un beso, mi amor. Un beso de cumpleaños.
Lydia obedeció, acercando la mejilla tibia a la de su madre, más fresca.
– Siéntate un momento, hija.
– Pero es que Antoine está…
– Al cuerno con Antoine. -Valentina agitó una mano, despectiva-. Quiero decirte algo.
Lydia se sentó en la cama. En ese preciso instante constató que tenía hambre, y le dio un bocado a un buñuelo. Con la lengua fue buscando los granos de azúcar que le habían quedado pegados en los labios.
– Cielo escúchame bien. Me alegro de verte comer algo bueno el día de tu cumpleaños, pero me entristece no haber sido yo quien te lo haya regalado.
Lydia dejó de comer, y el dulzor que inundaba su boca quedó amargado por una vaga sensación de culpa.
– No te preocupes, mamá.
– Sí me preocupo. Me entristece. No tengo dinero para comprarte un regalo, las dos lo sabemos. De modo que te invito esta noche al Club Ulysses, a que me oigas tocar. Me ayudarás a girar las páginas de la partitura.
Lydia dio un grito de alegría, y se colgó del cuello de su madre.
– ¡Oh, mamá, gracias! ¡Es el mejor regalo de cumpleaños!
– ¡Cuidado, que me metes el buñuelo en el pelo!
– ¡Llevaba años deseándolo!
– ¿Qué crees? ¿Que no lo sé? No dejabas de insistir una y otra vez en que te llevara conmigo a los recitales, pero hoy cumples dieciséis años, y creo que ya es momento. Además, así no me agotaré contándote después lo que dijo sir Edward, o lo que replicó el coronel Mortimer, ni las ropas que lucían las damas. Pero por favor, cielo, aparta esas manos pegajosas de mí.
Lydia se puso en pie de un salto y se limpió las manos en la falda.
– Estarás orgullosa de mí, mamá. Si quieres, esta tarde practicamos en el piano de la señora Zarya. Ya sabes que le gusta mucho oírte tocar.
– Eso será si esa vieja dragona no nos echa antes.
– Ah, no, no me acordé de decírtelo. Ayer pagué el alquiler que debíamos. Y el dinero del mes que viene está en el cuenco azul, sobre el estante. Así que ya no tienes que preocuparte por la señora Zarya.
– Esos trabajos que haces para el señor Willoughby debe de pagártelos extraordinariamente bien.
Lydia asintió, incómoda.
– Sí. He corregido los trabajos de los más pequeños, ¿sabes? Casi como si fuera yo su profesora. -Recogió la cartera-. Gracias otra vez, mamá.
Y se dirigió a la puerta a toda velocidad.
La voz de su madre la persiguió.
– ¡Y dile a esa rata embustera del coche de abajo que se meta las flores donde guarda las promesas, en la cloaca, que es donde merecen estar!
Lydia cerró la puerta deprisa, para que el señor y la señora Yeoman no la oyeran.
– Pero si sólo tiene tres ruedas -objetó Lydia.
– Es un Morgan, ¿qué esperabas? -Antoine Fourget dio una palmadita a uno de los guardabarros del vehículo, negro, reluciente-. Ha ganado todas las carreras del mundo.
– ¿Es el mismo modelo en el que iba Isadora Duncan el año pasado cuando se mató?
– Non -respondió el al momento, persignándose-. Aquél era un Bugatti. Pero ésta es una damita magnifique. Ayer tuve mucha suerte en las cartas. -Se volvió para contemplar a Lydia, con los ojos llenos de esperanza-. Pero ¿y hoy? ¿Tendré suerte hoy? Eh, bien, ¿qué ha dicho tu madre?
– Nada bueno.
– ¿No quiere verme?
– No, lo siento.
– ¿Y las flores?
Lydia negó con la cabeza.
Antoine se hundió en el asiento del piloto y emitió una especie de gruñido gutural. La joven sintió una necesidad imperiosa de acercarse y acariciarle el pelo negro, revuelto, sentir su suavidad, hacer algo, lo que fuera, para aliviarlo del dolor que su madre le había infligido. Pero no hizo nada.
– ¿Me llevas, Antoine?
No sin esfuerzo, él esbozó una sonrisa.
– Por supuesto, chérie. ¿A la escuela?
– Sí, por favor.
El francés retiró las flores del asiento del copiloto y ella montó al instante, con el sombrero en el regazo.
– Hoy es mi cumpleaños -anunció.
– Ah, bon anniversaire. -Se inclinó sobre ella y le plantó un beso en cada mejilla-. Entonces debes aceptar tú estas flores. De mi parte, por tu cumpleaños.
Le entregó el ramo forzando una reverencia que hizo que Lydia se ruborizara, y acto seguido arrancó el coche. Ella sabía muy bien que su acompañante habría preferido que fuera otra la que viajara a su lado, pero aun así disfrutó del paseo. Lo que no confesó al amante de su madre fue que aquélla era la primera vez que se subía a un coche. El movimiento constante del cambio de marchas y la manipulación de todos aquellos mandos la fascinaban, lo mismo que la distorsión del pavimento, que pasaba volando a toda velocidad, y lo mismo que el viento, que sorteaba el pequeño parabrisas y le azotaba la cara, despeinándola, haciéndola parpadear, casi sin aliento. Cuando el Morgan hizo sonar la bocina al paso de un rickshaw, que se desviaba de su ruta, Lydia sonrió, entusiasmada.
– Lydia.
– ¿Sí?
Las calles se ensanchaban a medida que abandonaban las estrecheces del Barrio Ruso y se acercaban a la zona mejor de la ciudad, donde las tiendas y los cafés empezaban a abrir sus puertas. Policías sijs, tocados con turbantes, se alzaban sobre plataformas en las travesías principales, moviendo las manos enfundadas en sus guantes para dirigir el tráfico. Lydia se apoyó en la portezuela y saludó a uno de ellos por pura diversión.
– Lydia -repitió Antoine, impaciente.
– ¿Sí?
– ¿Crees que me perdonará?
– Oh, Antoine, no lo sé. Ya sabes cómo es. -Él emitió un débil gruñido, y por un momento ella temió que fuera a estrellar el coche, en un gesto galo, grandilocuente, de desesperación, por lo que se apresuró a añadir-: Pero espero que se le pase pronto. Tú dale unos días.
El gran edificio del ayuntamiento, con sus columnas y su bandera británica, quedaron atrás, borrosos, lo mismo que el parque Victoria, invadido por cochecitos de bebé y niñeras. Cuando Antoine pisaba a fondo el acelerador, Lydia sentía que el viento le pellizcaba las mejillas.
– La amo, ¿sabes? -dijo él-. No era mi intención hacerle daño. No debería haberle explicado lo del niño.
– Sí, tal vez haya sido un error.
– ¿Y ella me ama?
– Sí, claro.
– ¿De veras, chérie?
– De veras.
La magnífica sonrisa que esbozó él justificaba por sí sola la mentira. Lydia sintió un cosquilleo que recorrió toda su columna vertebral, hasta los dedos de los pies, y fue entonces cuando se le ocurrió una idea.
– Antoine, ¿sabes lo que creo que podría ayudarte?
– ¿Qué? -Sacó la mano fuera del coche e indicó un giro a la izquierda en Wordsworth Avenue. Al enfilar la cuesta, el motor de dos tiempos del vehículo gruñó.
– Si le regalaras a mi madre algo que realmente quisiera, creo que te perdonaría.
Antoine la miró con el temor dibujado en los ojos.
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