– No soy rico, ¿sabes? No puedo cubrirla de joyas ni de perfumes, como ella merecería. Y en una ocasión en que le ofrecí una pequeña suma de dinero, sólo para ayudarla, lo rechazó.
Lydia le mostró su sorpresa.
– ¿Por qué?
– Me gritó, me lanzó un libro a la cabeza. Me dijo que ella no era una puta, que no podía comprarla.
Lydia suspiró. «Ah, mamá.» Todo aquel orgullo tenía un precio.
En lo alto de la colina, ya en el sector británico, las casas eran grandes y elegantes, de piedra clara, rodeadas de céspedes bien cortados, y de setos impecables. La escuela apareció ante ellos. Debía darse prisa.
– No, no me refiero a nada caro. Pensaba en algo… que la consuele cuando tú no estés. -Observó a Antoine con cautela-. Cuando estés con tu esposa.
Él frunció el ceño.
– ¿A qué te refieres?
Ella tragó saliva y lo soltó de una vez.
– Un conejo.
– ¿Qué?
– Un conejo blanco, de orejas largas y ojitos rosados.
– ¿Un lapin?
– Exacto. Tenía uno cuando era niña, en San Petersburgo, y siempre ha deseado otro.
Antoine la miró fijamente.
– Me sorprendes.
– Pues es verdad.
– Se lo preguntaré.
– No, no, no lo hagas. Estropearás la sorpresa. -Le sonrió para darle ánimos y, al verlo así, de perfil, pensó en lo hermosa que era aquella nariz romana-. Se acordará de ti cada vez que acaricie su piel sedosa y blanca.
Notaba que el amante de su madre pensaba en ello. Las comisuras de sus labios se curvaron hacia arriba, y se encogió de hombros, en un gesto elocuente, muy francés, que expresaba mucho más que los encogimientos de hombros de los ingleses.
– Tal vez -dijo al fin-. C'est possible.
– Y un lazo rojo también le gustaría. Para el conejo, quiero decir.
No estaba segura de que él hubiera oído aquel último comentario, porque en ese momento se detuvo delante de un gran Humber negro, desde el que tres muchachas vestidas con el uniforme de la Academia Willoughby la observaban con envidia. Aferrada a su gran ramo de rosas, dio un beso en la mejilla a su apuesto acompañante delante de ellas, y se dirigió a la escuela con parsimonia. El día empezaba bien.
Sólo más tarde, cuando, mientras miraba por la ventana del aula y soñaba despierta, se permitió pensar en la figura delgada y fibrosa que acechaba entre las sombras de los rickshaws aparcados delante, en los ojos negros, chinos, que la habían observado mientras franqueaba las rejas de la escuela.
Capítulo 5
El Club Ulysses era tan pretencioso como su nombre. Theo lo odiaba, pues representaba todo lo que él rechazaba de la arrogancia colonial. Era de esos lugares que se daban aires de grandeza y se mostraban desdeñosos. El edificio se alzaba en el corazón del sector británico, algo retrasado respecto de la calle, como si quisiera desvincularse del ruido y el ajetreo de la ciudad tras la espesa barrera de rododendros y la extensión de un césped bien cortado. Exhibía una fachada blanca, imponente, de altas columnas, base y pórtico, todo ello profusamente labrado a mayor gloria del conquistador.
Mientras enfilaba la escalinata que conducía a la entrada le vino a la mente la imagen de un santuario, y en cierto sentido eso es lo que era aquel lugar: un templo erigido al dios del conservadurismo. Al mantenimiento del statu quo. Y no hacía falta ni decir que nadie de piel amarilla, ni un solo miembro de aquella tribu pagana que te mentía a la cara y vendía a sus hijos, podía franquear aquellas puertas sagradas, a menos que fueran las traseras, y siempre que vistieran las ropas de la servidumbre.
A Theo le asqueaba todo aquello. Pero Li Mei tenía razón. Entre los besos que habían prendido fuego a sus ingles, y las dulces palabras que agitaban su cerebro, ella le había enseñado a verlo como un juego. Un juego que debía jugar. Que debía ganar.
– Willoughby, muchacho, me alegro mucho de que haya podido venir.
Christopher Mason venía hacia él con la mano extendida y la sonrisa afable de una serpiente. Pasaba de los cuarenta, pero se mantenía en forma montando a caballo. Se comportaba como un oficial de caballería, aunque Theo estaba seguro de que nunca en su vida había asistido a un desfile de la guardia montada. A una edad temprana, había optado por hacer carrera en los despachos, en el gobierno, y no solicitó un puesto en China hasta que supo de las fortunas que podían amasarse en el país si uno sabía lo que hacía. De ojos redondos, astutos, y pelo castaño oscuro, peinado hacia atrás, lo que resaltaba su pico de viuda, era unos centímetros más bajo que Theo, aunque compensaba esa desventaja hablando en voz muy alta mientras los dos atravesaban el salón.
– ¿Ha oído la noticia? Pone los pelos de punta. Y, en mi opinión, llega antes de tiempo.
– ¿A qué se refiere?
Theo se mostraba escéptico. Sabía que, en aquel hormiguero ajetreado y claustrofóbico en el que vivían, una «noticia» podía ser que Binky Fenton había abandonado un partido de croquet tras ser acusado de tramposo, o que el general Chiang Kai-Chek preparaba una legislación más estricta para despojar a los extranjeros de sus tierras y arrojarlos al mar. Pero las acusaciones de tramposo serían de mal gusto y, por otro lado, nadie esperaba que los chinos cumplieran con sus promesas. Theo esperó a oír lo que teñía de rojo intenso las mejillas de Mason.
– Son nuestras tropas. El segundo batallón de la Guardia Escocesa. Para Año Nuevo abandonarán China a bordo del Ciudad de Marsella, rumbo a casa. Eso es tener cara dura. Nos dejan aquí indefensos en este país tenebroso. ¿Es que no saben que el Ejército Nacionalista del Kuomintang convierte los disturbios en orgías de muerte allí, en Pekín? Por Dios, pero si necesitamos más ejército, no menos. Nosotros somos los que, con los beneficios del comercio, mantenemos a Baldwin y a su maldito gobierno lejos de la bancarrota. ¿Ha visto usted en qué estado se encuentran los mercados financieros?
– En ese caso, tal vez nos convenga aprender a mantenernos por nosotros mismos, ¿no le parece? -observó Theo encogiéndose de hombros, en un gesto que pretendía, deliberadamente, irritar a su interlocutor-. ¿Por qué mantener un ejército en un lugar si aseguramos que deseamos mantener la paz con los chinos? -Mason se detuvo en seco-. Lo que nos hace falta -prosiguió Theo- es un tratado al que todos podamos atenernos de una vez, un tratado que sea razonable, no basado en represalias. Debemos hacer concesiones, si no queremos encontrarnos con otra rebelión como la de Taiping.
Mason lo observo fijamente.
– Maldito pro chino -masculló, antes de dejarlo allí plantado y dirigirse al bar, ajeno a la elegancia de los esbeltos pilares del salón a los candelabros venecianos. Sirvientes autóctonos pasaban por su lado, en silencio, pulcros y dóciles, con sus trajes de faldones blancos abotonados hasta el cuello. Llevaban las bandejas, y sonreían educadamente, con un rictus que parecía congelado en sus rostros. Y, sin embargo, Theo sabía que para los socios del Club Ulysses aquellos hombres no valían más que un periódico de ayer, valían menos, probablemente. Desde el espacioso porche, situado en el ala trasera del edificio, resonó una carcajada repentina, aguda. Lady Carolina bebía ginebra con angostura.
Theo estuvo a punto de darse la vuelta e irse. Salir de allí y dejar plantado a Mason le habría proporcionado un gran placer, pero las palabras de Li Mei seguían resonando en su mente, y lo mantuvieron en su sitio.
«Tienes que jugar el juego, Tiyo. Tienes que ganar.»
Su Li Mei era muy lista. A él le encantaba su modo de aprovecharse de sus debilidades, de apoderarse de su deseo ridículo, típico de la educación británica de los colegios privados, de ver la vida como una especie de juego absurdo en el que debía lograrse la victoria.
Siguió a Mason a través de las puertas de madera labrada, entró en el bar y miró a su alrededor. El local estaba lleno, como siempre a las siete y media de la tarde. Allí se daban cita todos los constructores del Imperio británico. Los grandes, los buenos. Y los no tan buenos. Algunos de ellos tiesos y pagados de sí mismos, vestidos con uniforme militar, sentados en los cómodos chesterfields de cuero, otros apoltronados, puro en mano, en las nuevas butacas de anea Lloyd Loom, más ligeras, llevadas hasta allí para hacer el lugar más atractivo a los ojos de las socias.
Mientras avanzaba entre los congregados, iba saludando con un movimiento de cabeza a los rostros que reconocía, pero no se detenía a hablar con nadie. Por lo que a él respectaba, cuanto antes terminara la reunión a la que había sido convocado, mucho mejor. Pero se le cayó el alma a los pies cuando vio que Mason se dirigía a un grupo de cuatro hombres sentados en torno a una mesa baja de a nube formada por el humo de los cigarrillos parecía suspendida sobre ellos como un halo, a pesar de que los grandes ventiladores de latón giraban sin cesar en los techos, removiendo el calor y las moscas. Para Theo, el rígido cuello de la camisa era como un garrote vil que le oprimía la garganta, pero si debía participar en el juego, tenía que hacerlo con aquella ropa de gala. Se detuvo, encendió un cigarrillo turco y lanzó su primer dado.
– Buenas noches, sir Edward -dijo con tono bondadoso-. He oído que por fin va a echar a los marines de Estados Unidos de Tientsin.
Sir Edward Carlisle apartó la vista del vaso de whisky que sostenía, alzó el rostro -que, en reposo, abandonaba sus rasgos aguileños y se mostraba sorprendentemente plácido-, y sonrió a Theo. Los demás presentes ahogaron unas risitas, aunque Lacock, el comisario de policía, no se sumó a ellos. Binky Fenton, un vivaracho agente de aduanas que siempre se lamentaba de la injerencia de los americanos, levantó su copa y pronunció, muy sentidamente:
– ¡Ya era hora!
Theo tomó asiento junto a Alfred Parker, el único de los allí congregados al que consideraba amigo, y que le dio la bienvenida asintiendo con la cabeza y estrechándole la mano. Alfred era unos años mayor que él, y recién llegado a China. Trabajaba como reportero para el periódico local, el Daily Herald de Junchow. Y no lo hacía nada mal. Su último artículo, un reportaje espeluznante, abordaba la odiosa costumbre de vendar los pies a las mujeres chinas. Aunque ya no se trataba de algo obligatorio desde la caída de la dinastía manchú en 1911, su práctica seguía muy extendida. Afortunadamente, los padres de Li Mei le habían ahorrado aquella barbaridad en concreto. Y Alfred Parker tenía razón. Según él, ¿qué sentido tenía discapacitar a la mitad de la fuerza de trabajo en un país que moría de hambre en la calle? No tenía sentido.
– Buenas tardes, Willoughby -respondió sir Edward, que parecía alegrarse sinceramente de verlo aunque, claro, aquel hombre era un diplomático brillante, y con él nunca se sabía-. Sí, tiene razón, aunque no sé de dónde diablos saca la información. El secretario de la marina estadounidense ha ordenado la retirada inmediata de Tientsin.
– ¿De cuántos hombres hablamos? -preguntó Parker, interesado.
– De tres mil quinientos marines.
Binky Fenton silbó con estridencia y jaleó el dato.
– Adiós, yanquis, feliz expulsión.
– Y nuestra propia Guardia Escocesa se sumará a ellos en enero -masculló Mason, mientras levantaba un dedo. Al momento, un camarero chino se materializó a su lado-. Whisky con soda, muchacho. Sin hielo. ¿Willoughby?
– Whisky solo.
Sir Edward asintió, complacido. Le dolía ver que la gente estropeaba un buen whisky rebajándolo con agua.
– Los nacionalistas del Kuomintang controlan la situación -afirmó con vehemencia el diplomático, aunque sin aclarar si aquel hecho le complacía o no-. Tanto en Pekín como en Nankine, lo que implica que dominan tanto la capital del norte como la del sur. De modo que debemos reconocer que la guerra civil ha terminado al fin, al menos la lucha entre los señores de la guerra, si bien no la que se libra contra los comunistas. El mariscal Chang Tso-lin y su Ejército del Norte han perdido. Y por eso, caballeros, el gobierno británico ha decidido que la necesidad de mantener tantas tropas que protejan nuestros intereses se ha reducido.
– ¿Es verdad que al mariscal Chang Tso-lin y a sus hombres se les están facilitando salvoconductos para Manchuria? -preguntó Alfred Parker, que quería sacar el mayor partido de la primicia.
– Sí.
– ¿Por qué? Los chinos tienen la costumbre de matar a sus enemigos derrotados.
– Eso se lo respondería mejor Chiang Kai-Chek -respondió sir Edward dando una chupada a su puro, con la mirada vivaz, los ojos muy abiertos.
Se trataba de un hombre imponente, de unos sesenta años, alto y elegante, ataviado con un esmoquin entallado, con pajarita blanca y cuello alzado. Su mata de pelo blanco contrastaba con el mostacho militar, que amarilleaba por la dosis diaria de nicotina, taninos y el mejor whisky de las Tierras Altas escocesas. En tanto que gobernador de Junchow, sobre él recaía la imposible tarea de mantener la paz entre las distintas facciones extranjeras: franceses, italianos, japoneses, estadounidenses y británicos, y, peor aún, rusos y alemanes que desde el final de la Gran Guerra, en 1918, había perdido su estatus oficial en China y pasaban penalidades.
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