Pero la principal piedra en su zapato eran aquellos redomados americanos, que se precipitaban en todo, por su cuenta, y sólo aceptaban discutir la situación cuando el daño ya estaba hecho. De modo que no estaría mal librarse de unos cuantos, aunque ello implicara que Tientsin quedara más expuesta. Con suerte, el contingente de Junchow seguiría el mismo camino, aunque los japoneses seguirían ahí, y a ésos tampoco se les podía quitar el ojo de encima. Cada vez que pensaba en ellos le hervía la sangre.

Desplazó la mirada entre los congregados y se fijó en que Theo Willoughby lo observaba. Una vez más, sir Edward asintió apenas perceptiblemente, en señal de aprobación. Aquel maestro de escuela le caía bien, y le parecía que llegaría lejos. Lo único que debía hacer era renunciar a aquella obsesión suya por todo lo chino. Su aventura con aquella nativa no importaba lo más mínimo. Varios conocidos suyos bebían de aquella fuente amarilla de vez en cuando, aunque sus inclinaciones personales no fueran por ahí. Dios santo, no. Su querida Eleanor se retorcería en su tumba si lo hiciera. Aún echaba de menos a su niña. Era algo parecido a un dolor de muelas, pero en ese caso no había sacamuelas que lo aliviara. A ella también le habría caído bien Willoughby. Habría dicho de él que era un muchacho encantador. Un quebradero de cabeza encantador, de tener que hacer caso a la expresión de Mason. Entre aquellos dos hombres sucedía algo. Demasiada tensión, y era evidente que Mason creía que tenía las de ganar. Pero no debía bajar la guardia, no subestimar a aquel joven con tendencia a mostrarse impredecible. Lo llevaba en la sangre. No había más que ver lo que su padre había hecho en Inglaterra. Aquello sí fue un escándalo. No era de extrañar que el hijo hubiera ido a esconderse en el otro extremo del mundo.

Dio un generoso trago al whisky, y se lo paseó por la lengua, complacido.

– Willoughby -dijo, sin dejar de observarlo con los ojos muy fijos, unos ojos que se asomaban al mundo bajo sus pobladas cejas-. Se quedará usted al concierto que da esta noche la belleza rusa. -No formuló la frase como pregunta.

– Me encantará, señor.

Maldito viejo. Por su culpa, pasaría toda la noche sin ver a Li Mei.


– Qué sorpresa encontrarte aquí, Theo -comentó Alfred Parker con su voz cortés de siempre, con la que sin embargo no logró ocultar la curiosidad que su presencia le suscitaba.

Se encontraban junto a la barra, los dos solos. Se habían acercado hasta allí para pedir otra copa, pero también para librarse un rato de la acalorada discusión sobre los peligros de la extraterritorialidad, y sobre si los nacionalistas se habrían apoderado de Shanghai el año anterior sin la ayuda de Du Yesheng, apodado Orejas Grandes, y su tríada de la Banda Verde.

Theo se sentía siempre incómodo cuando se abordaba la cuestión de las tríadas chinas. Se le erizaba el vello de la nuca. Había oído rumores sobre las actividades a las que se dedicaban en Junchow. Cuellos cortados, negocios de pronto devorados por las llamas, algún cuerpo sin cabeza que aparecía flotando en las aguas del río… Pero era la belleza de China lo que él adoraba. Una belleza que lo dejaba sin aliento. Le había robado el corazón. No era sólo la exquisita delicadeza de Li Mei, sino la curva sensual de un jarrón Ming, el trazo ascendente de una caligrafía realizada con pincel, los significados ocultos de una acuarela en la que se mostraba a un hombre pescando, el luminoso sol poniéndose tras una hilera de sampanes, bañando la mugre apestosa que los cubría con un resplandor dorado, sobrenatural. Todas aquellas cosas inundaban sus sentidos. En ocasiones, la pasión que le despertaban era tan intensa que le faltaba el aliento. Incluso el sudor acre y los dientes rotos de algún porteador de rickshaw le hablaban de la belleza de un país que existía sólo por el esfuerzo sobrehumano al que se sometían los millones y millones de campesinos.

Pero las tríadas… Eran como ratas en un granero; devoraban, corrompían, envenenaban. Theo se pasó por la frente un gran pañuelo rojo y se metió un dedo en el cuello de la camisa, para respirar mejor.

– No he venido por gusto -respondió-. Mason quiere hablar conmigo.

– Ese hombre es demasiado voraz. Está metido en todo.

Theo soltó una carcajada exenta de humor.

– Es un cabrón avaricioso, y va a por todas. Está dispuesto a aplastar a todo el que se interponga en su camino.

– No te interpongas tú, entonces.

– Para eso ya es demasiado tarde, me temo.

– ¿Por qué? ¿Qué has hecho para irritar a ese tipo?

– Juzga tú mismo: no le gusta que su hija aprenda historia de China, ni que haya establecido la obligatoriedad de la asignatura de educación física también para las niñas, no sólo para los niños. Además, he suprimido las clases de tiro al blanco de los sábados por la mañana. Por ello casi muero ahorcado por una turba de padres enfurecidos.

Parker se echó a reír con ganas. Se trataba de un hombre corpulento, ancho de pecho y cordial por naturaleza, aunque esa noche parecía sentirse algo incómodo. Rebuscó en el bolsillo y sacó una pipa. Se tomó su tiempo para encenderla, y sólo entonces meneó la cabeza, en gesto de reproche.

– Tú todo eso lo haces sólo para provocar.

Theo lo miró, sorprendido. El periodista le hablaba en serio. Tal vez a Alfred le quedara mucho por aprender sobre la manera oriental de hacer las cosas, pero tenía instinto para separar el grano de la paja cuando de gente se trataba. Eso lo convertía en buen periodista, y era la razón por la que a Theo le caía bien. Sí, en ocasiones podía ser un necio pomposo, sobre todo en compañía del sexo débil, pero por lo general se trataba de un tipo decente, lo bastante sensato como para vestirse con chaqueta de lino y camisa de verano, en vez de ataviarse con toda la parafernalia de las cenas formales. Con todo, su último comentario le dejó algo perplejo, pues temía que lo creyera de veras.

– Alfred, escúchame. Lo único que yo quiero es abrir las mentes de esos niños y niñas.

– Privarlos de las cosas que les gustan, como el tiro al blanco, no va a llevarte muy lejos, no sé si lo sabes. Más bien todo lo contrario, diría yo.

– Mira, hace muy poco hemos pasado por una contienda horrible en Europa. Y aquí, en China, entre las Guerras del Opio y la Rebelión de los Bóxers llevan casi dos decenios de violencia. Y piensa en lo que está sucediendo en la India en este momento. ¿Cuándo aprenderemos que el ruido de sables no es la respuesta?

– Frena, Theo. Hemos traído la civilización y la decencia moral a estos paganos. Y salvación a sus almas. Nuestros ejércitos de mar y de tierra han sido necesarios para abrirles las puertas.

– No, Alfred. La violencia no es la respuesta. Nuestra única esperanza de futuro es enseñar a nuestros hijos que una piel distinta o una lengua distinta no convierten en enemigo a otro ser humano. -Apoyó la mano en el brazo de su amigo-. Este país necesita nuestra ayuda desesperadamente. Pero no nuestros ejércitos.

– Además de un maldito pro chino, está usted hecho un pacifista, Willoughby.

Era Mason.

Theo no se volvió. Sintió que el pecho se le llenaba de rabia. A través del gran espejo instalado tras la barra, vio que Christopher Mason se encontraba tras él, con la barbilla muy levantada, como pidiendo a gritos que alguien le diera un puñetazo.

– Señor Mason -terció Alfred Parker cortésmente-. Me alegro de contar con la oportunidad de conversar con usted. Llevaba tiempo con ganas de hacerlo. A nuestros lectores del Daily Herald les interesaría conocer sus opiniones en tanto que responsable de educación de Junchow. Estoy preparando un reportaje sobre las oportunidades que tienen los jóvenes hoy. ¿Me concedería una entrevista?

Mason se mostró sorprendido, pareció que la propuesta le pillaba a contrapié, pero al poco esbozó una sonrisa.

– Por supuesto, Parker. Llame a mi oficina el lunes por la mañana.

– Lo haré encantado.

Mason se balanceó sobre sus talones, antes de añadir, bruscamente:

– Y ahora, Willoughby, creo que ya va siendo hora de que hablemos.


– Latín.

– ¿Cómo dice?

– ¿Por qué enseña latín a mi hija?

– Para ampliar su comprensión de la lengua.

– Y le ha hecho mezclar productos químicos peligrosos.

– Señor Mason, todos los alumnos de mi escuela aprenden latín y ciencias, sean niños o niñas. Usted ya lo sabía cuando la inscribió, hace tres años.

– Poesía latina -prosiguió Masón, ignorando el comentario de Theo-. Diseccionar ranas y arrancar patas a escarabajos. Historia de China con todos esos cuentos de concubinas y decapitaciones. Gimnasia que lleva a las niñas a saltar sobre potros y a hacer la carretilla, casi desnudas, mientras los niños las miran con los ojos fuera de sus órbitas. Nada de todo ello es apropiado para una jovencita.

– Los potros no son de verdad. Forman parte del equipo del gimnasio.

– No se burle usted de mí, joven.

– No me burlo. Lo que hago es indicarle que se encuentran en el interior del gimnasio. Los niños y las niñas acuden por separado a esas clases, por lo que los niños no pueden verlas. Y ellas, por cierto, van respetablemente cubiertas con unos vestidos cerrados. Nadie las ve, salvo la señorita Pettifer.

– Le digo que no es apropiado. A la señora Mason y a mí no nos gusta.

Theo tuvo que morderse la lengua para no comentar que la señora Mason llegaba todos los días en tándem a buscar a Polly a la escuela, y que, por tanto, debía de ser acérrima partidaria de que las mujeres practicaran ejercicio intenso. Concentró la mirada en las profundidades ambarinas de su vaso de whisky, tratando de descubrir qué pretendía Mason. Estaban sentados, solos, en un extremo del largo porche. En el otro, entre palmeras plantadas en tiestos, había un grupo de mujeres que conversaban de sus cosas, y emitían al hacerlo un murmullo continuado que no les molestaba.

– Siempre podría enviar a Polly a otra escuela, señor Mason -propuso Theo en voz baja-. Tal vez el centro de secundaria de Saint Francis le resultara más adecuado.

Mason lo miró con desagrado, con los ojos muy abiertos. Pero había algo más en ellos, en su gris profundo, gélido, que no le gustaba nada, y que hizo que un escalofrío recorriera su espalda.

– No es eso lo que pretendo, Willoughby.

– ¿Y qué es lo que pretende? -preguntó Theo, llevándose el vaso a los labios.

– Estoy pensando en cerrarle la escuela.

El anuncio lo dejó helado. Sintió que la sangre abandonaba su rostro. Con gran esfuerzo, dejó el vaso en la mesa. Parpadeó, recorrió con la vista el campo de croquet, que a esa hora de la tarde era del color de la lavanda, y la superficie plateada del lago, que había adquirido una tonalidad gris, maciza, como de cola de dragón. Le habría venido bien dar otro trago, pero no se atrevía a levantar el whisky. Mason estaba echado hacia delante y lo observaba con mirada dura, penetrante. Theo se obligó a concentrarse. Despacio, se apoyó en el respaldo, cruzó las piernas y le sostuvo la mirada.

– ¿Debo interpretar que pretende retirarle la licencia a la Academia Willoughby? -preguntó fríamente.

– Es una posibilidad.

– Creo que se encontraría la mesa de su despacho llena de quejas de los padres si optara por una medida tan absurda. Es la mejor escuela de Junchow, y usted lo sabe. Una educación más amplia de miras para las chicas no justifica que…

– No es sólo eso.

Theo frunció el ceño.

– ¿Qué más hay?

– Es el dinero.

Fue entonces cuando Theo supo que había perdido.


– Mira a esa mujer de ahí. ¿No te parece un bombón? Cualquier hombre perdería la cabeza por ella. -Aquellas palabras provenían de un corro de oficiales del ejército que acababan de abandonar la sala de billares.

Theo cruzaba el salón en dirección al fumador. Necesitaba estar solo, alejarse de aquel circo de locos. Necesitaba pensar, decidir cuál debía ser su siguiente paso. Le latían las sienes, y en sus oídos zumbaba un rumor de miles de cigarras, pero las palabras del oficial le hicieron levantar la cabeza y mirar atrás.

Era Valentina Ivanova.

De pronto, Theo recordó el concierto, el maldito compromiso que había adquirido con sir Edward, que le había invitado a asistir. Mason estaría presente, por supuesto, con su sonrisa perversa y sus ojos ávidos, dándose golpecitos con los dedos en aquellos grandes dientes de depredador que tenía. Pero la visión de Valentina Ivanova le aclaró las ideas al momento. Le recordó aquello por lo que debía luchar, pues a su lado, al hacer su entrada en el salón, vio a una de sus alumnas. La joven Lydia. La que había mostrado tanto interés en saber más cosas sobre las artes marciales.

Las dos juntas llamaban aún más la atención, y las cabezas se volvían a su paso. Las mujeres apretaban los labios al verlas. La madre se veía magnífica. Era bastante menuda, algo que compensaba con sus andares, el vaivén de sus caderas finas, la curva de la barbilla, que mantenía muy alta. Tenía una piel blanquísima, perfecta, y llevaba el pelo ondulado, castaño, recogido en lo alto de la cabeza, lo que la hacía parecer más alta, más imponente. Con todo, eran sus ojos, oscuros, luminosos, los que con su sensualidad vulnerable eran capaces de hacer que a un hombre le temblaran las rodillas.