Theo la había visto en otras ocasiones, pero nunca así; llevaba un traje de noche de seda azul de Shantung, resplandeciente. De escote bajo, mostraba el inicio de los senos, así como su elegante cuello. Ocultaba las manos bajo unos guantes blancos, largos hasta los codos, y no lucía ni una sola joya. No las necesitaba. La comparó mentalmente con Li Mei, y tuvo que reconocer que la figura de su amante era menos voluptuosa, de un atractivo más discreto, aunque, para él, había una pureza en Li Mei, una especie de sexualidad inmaculada, que ninguna occidental podía igualar. Como la porcelana china comparada con la de Wedgwood. Sólo una te rompía el corazón con su belleza.
– Dios mío, ¿quién es esa maravillosa criatura? -dijo otro de los oficiales.
– Creo que es la pianista -apuntó otro-. El comité del club ha organizado un poco de diversión, y la diversión es ella.
Su comentario fue saludado con risotadas.
– Pues que venga a entretenerme a mí siempre que quiera.
– No, yo me quedo con la más joven, la cachorrita de leona. Parece que ya está crecidita.
– Bueno, a mí me interesaría ver qué tiene debajo del vestido antes de…
Theo se alejó. Demasiado alcohol. Los delataba el aliento. Pero en una comunidad en la que los hombres superaban en número a las mujeres en una proporción de al menos diez a una, lo que acababa de presenciar no era infrecuente. Los burdeles abundaban, llenos sobre todo de jóvenes rusas o eurasiáticas mestizas. En ambos casos se trataba de mujeres repudiadas en unas sociedades de gran rigidez moral. Theo sintió el deseo imperioso de salir de allí corriendo, dejarlos a todos en el infierno que ellos mismos se habían creado, pero no lo hizo. La velada no había terminado. Y todavía debía vérselas con Mason.
En ese momento, Lydia lo vio y le sonrió, tímida y ufana con su atuendo de gala. Un cachorro de leona, sí. Aquel hombre estaba en lo cierto. Ojos pardos, cabellera roja. Había algo indómito en ella. Esa noche parecía una joven encantadora, pero incluso enfundada en su vestido, que era de color albaricoque, y de lo más moderno, con su talle bajo y su dobladillo a la altura de las rodillas, despertaba una punzada de excitación, incluso de peligro. Con todo, cuando él le devolvió la sonrisa, Lydia se ruborizó como una colegiala.
Capítulo 6
En el exterior del Club Ulysses, las farolas de Wellington Road proyectaban círculos de luz amarilla en la oscuridad. Pero la oscuridad, en China, era vasta, densa, y reclamaba para sí el mundo frágil que los extranjeros consideraban suyo.
Esa oscuridad era refugio para el ladrón de ojos almendrados que permanecía de pie, junto a la cuna del niño del joven oficial del ejército, mientras su amah jugaba al mah-jongg en la planta baja; para el apestoso camión séptico, el volquete lleno hasta los topes de excrementos humanos que iba camino de los campos; para el cuchillo que se clavaba en la garganta de un blanco que creyó que las deudas con tahúres chinos no eran vinculantes.
Y para Chang An Lo. A medida que la noche avanzaba, se hacía invisible en la oscuridad, y su perfil oscuro, juvenil, se fundía con el tronco moteado de uno de los plátanos que flanqueaban el camino. No se movía, y siguió sin moverse cuando un relámpago de plata rasgó el cielo, y empezó a llover con fuerza, repicando contra las hojas que se alzaban sobre su cabeza, haciendo que los coches se convirtieran en monstruos negros, brillantes, cada vez que con sus faros iluminaban las verjas de hierro forjado del club, un guarda militar, con gorra de plato y rifle al hombro inspeccionaba a todos los que entraban.
Chang An Lo apoyó la cabeza contra el tronco áspero y cerró los ojos para recordar mejor a la joven en el momento de descender del rickshaw que la había conducido hasta allí. La imaginó de nuevo, el fuego de sus cabellos que se mecía sobre sus hombros, la emoción de su paso apresurado. Vio que su rostro se alzaba para contemplar las inmensas columnas de mármol, y con mirada aguda captó el brevísimo instante de vacilación de sus pies. ¿Seguirían sus ojos tan llenos de asombro -se preguntaba- como cuando la vio el día anterior en aquel hutong cochambroso, en aquella callejuela?
Se había formulado la pregunta varias veces. ¿Se habría perdido sin darse cuenta? Pero ¿cómo iba alguien a entrar en el barrio antiguo sin percatarse de ello? Con todo, los fanqui eran raros, y los senderos de su mente, turbios e indescifrables. Se pasó la mano por la densa mata de pelo negro, sintió en él la humedad de la lluvia y se presionó el cráneo con los dedos, como si de ese modo ejerciendo sólo la fuerza, fuera a obtener una respuesta.
¿Eran los dioses los que la habían llevado hasta él?
Meneó la cabeza, enfadado consigo mismo. Los europeos no eran amigos de los chinos, y los dioses del Reino Medio no tendrían nada que ver con ellos. A Chang An Lo tampoco le interesaba tener nada que ver con ellos, a no ser que fuera para empujar sus almas voraces hasta el mar, que era de donde habían venido, pero lo raro era que cuando la vio a ella en el hutong, el día anterior, no vio a un «diablo extranjero», sino a un zorro asustado y herido. Como el que en una ocasión había liberado de una trampa, en el bosque. Le había clavado los dientes y le había arrancado un pedazo de carne del brazo, pero después huyó, en busca de un lugar seguro. En aquella ocasión, Chang creyó ver en aquel animal un destello de sí mismo, pues también él se consideraba un ser atrapado y fiero que luchaba por conseguir su libertad.
Y ahora aparecía esa muchacha. Igual de indómita, con un fuego que nacía en su interior, y que se mostraba también en el pelo cobrizo, en sus ojos enormes de fanqui. Ella lo quemaría. Estaba tan seguro de ello como lo estuvo de que el zorro enjaulado le atacaría apenas lo tocara. Pero ya estaba atado a ella, sus almas se habían unido, y no tenía elección. Porque él le había salvado la vida.
En su mente se formó la imagen de unos callejones, de unas alcantarillas apestosas por las que nadie se adentraría por gusto. Él habría pasado de largo sin mirarlas siquiera. Pero los dioses le hicieron detenerse y volver la cabeza. Ella iluminó con su fuego todo aquel agujero negro, maloliente. Sus ojos no habían contemplado nunca a nadie como ella.
Sus pensamientos regresaron bruscamente a la lluvia y al cielo oscuro y tormentoso, y en ese momento oyó ruido de pasos, y el golpeteo de un bastón; un hombre pasó muy cerca de donde se encontraba. Llevaba un sombrero de copa y una gabardina gruesa, y se protegía con un paraguas. Pasó de largo a toda prisa, sin ver a Chang. Pero antes de llegar al club, dos sombras se arrojaron a sus pies, sobre el pavimento mojado.
Eran mendigos, un hombre y una mujer. Nativos de la ciudad vieja y le suplicaban con tono agudo, lastimero.
Chang escupió sobre el suelo al verlos.
El hombre les lanzó un puñado de monedas, maldiciendo entre dientes, y los apartó con un golpe de bastón en la espalda. Chang lo vio alejarse, subir por la escalinata blanca, franquear las puertas, tan grandes que parecían las de un palacio de los mandarines No oyó las palabras del hombre, pero conocía perfectamente sus actos. Los había visto durante toda su vida en China.
Durante las siguientes horas no pudo dejar de mirar, una y otra vez los altos ventanales iluminados, como un pájaro atraído ante la visión del maíz maduro. Ella estaba ahí, la muchacha de pelo de zorro. La había visto subir la escalera con otra mujer a su lado, pero entre ellas, el espacio de aire vacío se revolvía con una ira que les agarrotaba los hombros, y les hacía apartar las cabezas la una de la otra.
Sonrió para sus adentros, mientras la lluvia le resbalaba por la cara. Aquella muchacha tenía los dientes afilados, como los zorros.
Capítulo 7
Lydia se movía deprisa por el club. Había poco tiempo, y mucho que ver.
– Quédate aquí, no tardaré. Diez minutos, no más -le dijo Valentina-. No te muevas.
Estaban de pie, a un lado de la escalera de caracol, donde un banco de roble antiguo parecía no encajar del todo con la luminosidad de la lámpara de araña, ni con el remate de la barandilla, en forma de bellota gigante. Todo allí parecía construido a una escala enorme: los cuadros, los espejos, incluso los bigotes de los hombres. Todo era mucho más grande de lo que Lydia había visto jamás. Ni siquiera Polly había entrado nunca en el club.
– Y no hables con nadie -añadió Valentina en tono autoritario, mientras miraba a su alrededor y no le pasaban por alto los ojos interesados, los murmullos que los hombres intercambiaban unos con otros-. Con nadie, ¿lo oyes?
– Sí, mamá.
– Tengo que ir a la oficina para que me informen de la organización de la velada. -Observó con ojos disuasorios a un joven vestido con esmoquin y bufanda de seda que ya empezaba a acercarse-. Tal vez sea mejor que te lleve conmigo.
– No, mamá. Estoy bien aquí. Me gusta observar a todo el mundo.
– El problema, Lydochka, es que a ellos también les gusta observarte a ti. -Vaciló, sin terminar de decidirse, pero Lydia se sentó, coqueta, sobre el banco, con las manos en el regazo, de modo que Valentina le acarició el hombro y se alejó por el pasillo de la derecha. Mientras lo hacía, la oyó murmurar-: No debería haberle comprado ese maldito vestido.
El vestido. Lydia acarició la tela de seda color albaricoque con las yemas de los dedos. Amaba aquella prenda más que a su vida. Nunca había poseído algo tan hermoso. Y los zapatos de raso color crema… Levantó un pie para admirarlo. Ese era el momento más perfecto de su vida, sentada en un lugar hermoso, vestida con ropa bonita, mientras mujeres guapas y hombres apuestos la observaban con ojos de admiración. Porque aquellos ojos expresaban admiración, sí. Eso se notaba.
Eso era vida, y no sólo supervivencia. Eso era… eso era estar viva y no medio muerta. Y por primera vez le pareció comprender parte del dolor que se había alojado en el corazón de su madre, quemándolo. Perder todo aquello… Debía de ser como adentrarse ciegamente, a tientas, en una cloaca, y convertirla en tu hogar, un hogar compartido con las ratas. Tu hogar. Por un momento, Lydia sintió que el corazón le latía con más fuerza. Su hogar era aquel desván, pero ¿por cuánto tiempo más? Tomó una porción de tela del vestido entre los dedos y cerró el puño con fuerza. Metió los zapatos tras el asiento, para ocultarlos a las miradas.
«Mira qué te he traído, cielo. Para esta noche. Por tu cumpleaños.»
Cuando Valentina pronunció aquellas palabras tan llenas de encanto, una vez que Lydia hubo regresado de la escuela esa tarde, ella sonrió, esperando encontrarse con un lazo para el pelo, o tal vez su primer par de medias de seda. Pero no eso. No ese vestido, esos zapatos.
Quedó paralizada. Incapaz de articular palabra, de tragar saliva.
– ¡Mamá! -dijo al fin, con la vista clavada en el vestido-. ¿Con qué lo has pagado?
– Con el dinero del cuenco azul del estante.
– ¿Con el dinero del alquiler y la comida?
– Sí, pero…
– ¿Lo has usado todo?
– Por supuesto. Era caro. Pero no te pongas así, no te enfades. -Valentina se rindió al fin y a sus ojos vivaces acudió una mirada de honda preocupación. Acarició a su hija en la mejilla-. No te preocupes tanto, dochenka -dijo en voz muy baja-. A mí van a pagarme el concierto de esta noche, y tal vez me contraten para alguno más, sobre todo si te llevo conmigo, con lo guapa que vas a ir. Considéralo una inversión de futuro. Sonríe, tesoro, ¿No te gusta el vestido?
Lydia asintió con la cabeza, en un movimiento apenas perceptible, pero por más que lo intentó no logró arrancarle una sonrisa a sus labios.
– Nos moriremos de hambre -musitó.
– Eso son tonterías.
– Nos pudriremos en la calle cuando la señora Zarya nos eche de casa.
– Querida, no seas tan melodramática. Toma, pruébatelo. Y los zapatos también. Los he dejado a deber, pero es que son tan bonitos… ¿No te parece?
– Sí -respondió casi sin aliento.
Pero apenas el vestido pasó por su cabeza, se enamoró de él. Dos delicadas hileras de cuentas bordeaban los ojales y el cuello geométrico. En las caderas, dos toques de satén resplandeciente, y un corte atrevido ascendía a un lado, justo por encima de la rodilla. Lydia giró varias veces sobre sí misma, sintiendo cómo se pegaba a su cuerpo, cómo desprendía un ligerísimo perfume a albaricoques. ¿O eran sólo imaginaciones suyas?
– ¿Te gusta, cielo?
– Me encanta.
– Feliz cumpleaños.
– Gracias.
– Y deja ya de estar enfadada conmigo.
– Mamá -dijo Lydia en voz baja-. Estoy asustada.
– No seas tonta. Te compro el primer vestido elegante de tu vida para que estés contenta, y tú me dices que estás asustada. Tener algo bonito no es ningún crimen. -Apoyó su negra cabellera en Lydia y le susurró-: Disfrútalo, hija mía, preciosa, aprende a disfrutar lo que puedas en esta vida.
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