La muchacha permaneció un minuto inmóvil. El salón estaba cada vez más concurrido, pero su madre seguía sin aparecer. Un dolor agudo le oprimía el pecho, y la tristeza había manchado su vestido nuevo. De pronto se daba cuenta de que era todo huesos, de que sus pechos eran demasiado pequeños, de que su pelo debería haber sido de otro color. Demasiado estridente, tanto en su mente como en su cuerpo. Con aquel vestido iba disfrazada, lo mismo que se disfrazaba con su pretensión de ser inglesa. Sí, por supuesto, hablaba la lengua con un acento perfecto, pero ¿a quien pretendía engañar con eso?
Transcurrido un minuto, levantó un poco la barbilla y fue en busca de su madre, porque el concierto debía empezar a las ocho y media.
Dos figuras se hallaban de pie, muy cerca la una de la otra. Demasiado cerca, en opinión de Lydia. Una, pequeña y delgada, con vestido negro, apoyaba la espalda contra la pared del pasillo, y la otra, más corpulenta, más ávida, se inclinaba sobre ella, rozándola con el rostro, como si quisiera comérsela.
Lvdia se quedó helada. Había llegado a la mitad del corredor bien iluminado pero, a la derecha, nacía un pasadizo estrecho que parecía llevar a algo así como las zonas del servicio, o la lavandería. Un lugar apartado. La luz escaseaba, y el aire se notaba caldeado. La palmera de la maceta que ocupaba parte del acceso proyectaba largas sombras que, como dedos, serpenteaban sobre el suelo enlosado. A su madre la reconoció al instante, pero tardó un poco más en darse cuenta de quién era el hombre. Con horror, constató que se trataba del señor Mason, el padre de Polly. Le palpaba todo el cuerpo con las manos, pasándoselas por el vestido de seda azul. Los muslos, las caderas, el cuello, los pechos. Como si la poseyera. Y ella no hacía nada por apartarlo.
Lydia sintió náuseas. Habría querido dar media vuelta, vencer la atracción que la mantenía allí clavada, pero no podía, de modo que allí seguía, sin apartar la vista de la escena. Su madre seguía absolutamente inmóvil, con la espalda, la cabeza y las palmas de las manos apoyadas en la pared, como a punto de traspasarla. Cuando los labios de Mason se apoderaron de los de Valentina, ella lo consintió, pero del mismo modo en que una muñeca deja que le laven la cara. Sin participar del beso, con los ojos abiertos, gélidos. Con las dos manos, Mason atraía hacia él su cuerpo, le pasaba la boca por el cuello, se detenía en el canal que separaba sus senos, y Lydia oía sus gruñidos de placer.
Lydia ahogó un grito sin poder evitarlo. A pesar de lo amortiguado del sonido, bastó para que su madre girara la cabeza. Sus ojos enormes, oscuros, se abrieron más aún al ver a su hija, y separó los labios, aunque no llegó a articular palabra. Al fin, a Lydia le respondieron las piernas, dio un paso atrás y desapareció en el pasillo, por el que inició una carrera que la llevó a doblar primero una esquina y después otra. Tras ella oía la voz de su madre que la llamaba: «¡Lydia, Lydia!»
Fue entonces cuando vio a alguien conocido, a un hombre que estaba segura de haber visto antes. Se dirigía a la salida principal, pero volvió la cabeza en dirección a Lydia. Se trataba del señor al que había robado el reloj de bolsillo en el mercado, el día antes. Sin pensarlo dos veces, abrió a toda prisa la primera puerta que encontró y la cerró tras ella. El espacio al que acababa de acceder era pequeño y silencioso, un armario grande lleno de abrigos y estolas, capas y saharianas, así como de hileras de sombreros de copa y bastones. A un lado se intuía un arco pequeño que daba acceso a una zona separada, donde un empleado atendía al otro lado de un mostrador, para recibir o devolver las prendas de los invitados. En ese momento estaba de espaldas, pero Lydia oyó que hablaba con alguien en mandarín.
Estaba temblando, le flaqueaban las rodillas y le castañeteaban los dientes. Respiró hondo y se acercó a la maravillosa estola de zorro rojo que colgaba junto a ella. Apoyó suavemente la mejilla contra ella y trató de calmarse con el cálido roce de la piel. Pero no sirvió de nada. Se deslizó hasta el suelo y se rodeó las piernas con los brazos, apoyando la frente sobre las rodillas, mientras se esforzaba por comprender lo que estaba sucediendo esa noche.
Todo había salido mal. Todo. No sabía cómo, pero en su mente se había producido un cambio absoluto. Su madre, su escuela, sus planes. Su aspecto. Incluso su manera de hablar. Nada era igual que antes. Y Mason con su madre. ¿Qué era todo aquello? ¿Qué estaba sucediendo?
Sintió que las lágrimas le quemaban las mejillas, y se las secó, furiosa, con la mano. Ella no lloraba. Nunca. El llanto era para gente como Polly, para gente que podía permitirse el lujo de llorar. Negó con la cabeza, se pasó una mano por la boca, se levantó y se obligó a pensar. Si todo iba mal, entonces le correspondía a ella solucionarlo. Pero ¿cómo?
Con manos aún temblorosas, se alisó las arrugas del vestido y, más por costumbre que por intención, empezó a rebuscar en los bolsillos de los abrigos del guardarropía. Al momento se hizo con unos guantes de piel y un encendedor Dunhill, pero volvió a dejarlos en su sitio, no sin esfuerzo. No tenía dónde escondérselos, no llevaba bolso, ni había bolsillos en su vestido. Con todo, si se llevó un pañuelo calado de señora metido en la ropa interior; podía venderlo fácilmente en el mercado. Revisó luego una gabardina negra, aún mojada de lluvia, y notó un bulto en el bolsillo interior. Lo palpó con los dedos: se trataba de un saquito blando de piel de cabritilla.
«Rápido, antes de que entre alguien.» Desanudó el cordón y lo puso boca abajo, hasta que su mano fue a dar con un collar de rubíes resplandecientes, que se extendieron sobre la palma de su mano como un charco de sangre arrebatada.
Capítulo 8
Chang observaba.
Llegaban como en oleadas. Del corazón del asentamiento. Una marea oscura de policías que inundaba la calle. Con sus armas al cinto y sus insignias orgullosamente exhibidas en lo alto de las gorras, amenazadoras como cabezas de cobra. Descendían de coches y furgones, los faros cortando la noche en rebanadas perfectas, amarillas, y rodeaban el club. Un hombre vestido de blanco y negro, con medallas que tintineaban en su pecho y un monóculo en el ojo derecho, bajaba por la escalinata, a su encuentro. Daba órdenes y gesticulaba con la vehemencia del mandarín que lanza monedas de oro en la boda de su hija.
Chang observaba, sin alterarse, sin darse prisa. Pero sus pensamientos escrutaban la oscuridad, en busca de cualquier peligro. Se echó a un lado. De la sombra del árbol pasó a la negrura absoluta, mientras, a su alrededor, otros se esfumaban. Los mendigos, el vendedor de pipas de girasol, el de té caliente, el muchacho, flaco como una escoba, que exhibía sus acrobacias a cambio de unas monedas, todos desaparecieron apenas husmearon la presencia de las botas de aquellos policías. El aire de la noche se hizo irrespirable para Chang, que casi podía oír la nube de espíritus nocturnos revolotear sobre su cabeza, emprender la huida ante una invasión más bárbara todavía.
La lluvia seguía cayendo, con más fuerza, como si quisiera arrastrarlos a todos. Bruñía las calles, hacía que las cabezas de los diablos uniformados se inclinaran, rayaba sus capas a medida que éstos iban situándose a lo largo de todo el perímetro del Club Ulysses. Chang observaba al hombre del monóculo, que fue engullido por la boca hambrienta del edificio, y vio que tras él se cerraban los portones.
Frente a ellos se plantó un oficial que sostenía un rifle. El mundo quedaba fuera, inaccesible. Los ocupantes, en su interior.
Chang sabía que ella estaba ahí, la muchacha-zorro, que caminaba por las estancias como lo hacía por sus sueños, cuando dormía. Incluso de día se le aparecía en la cabeza, se alojaba en ella y se reía cada vez que él trataba de echarla. Cerraba los ojos y veía su rostro, sus afilados dientes, su pelo encendido, aquellos ojos del color del ámbar líquido, que parecían iluminados desde dentro cuando le miró, tan brillantes, tan curiosos…
¿Y si ella no quería estar encerrada en aquel edificio de los diablos blancos? ¿Presa, enjaulada? Debía acudir a abrirle la trampa.
Se alejó de los ladrillos húmedos que quedaban tras él y, a oscuras, inició un avance lento, tan silencioso e invisible como un gato que, agazapado, avanzara hacia la ratonera.
De cuclillas. Invisible bajo un arbusto de hojas anchas, mientras sus ojos se adaptaban a la oscuridad de la parte trasera del edificio. Un muro alto, de piedra, rodeaba la zona, pero ni una farola perturbaba los hábitos de la noche. Su oído, agudo, captó el chillido desgarrador de alguna criatura presa del dolor, en las garras de un búho, o en las fauces de una comadreja, pero el repicar de la lluvia contra las hojas se imponía sobre casi todos los sonidos. De modo que siguió agazapado, aguardando pacientemente.
No tuvo que esperar mucho. El haz amarillo, circular, de una linterna, anunció la aparición de dos agentes de policía, que se inclinaban hacia delante para protegerse del intenso aguacero, como si éste fuera su enemigo. Pasaron de largo sin apenas mirar, aunque la luz de la linterna saltaba de arbusto en arbusto como una luciérnaga gigante. Chang retiró la cabeza y levantó el rostro en dirección a la lluvia, como hacía de pequeño en las cascadas. El agua era un estado mental. Si la considerabas amiga cuando nadabas en el río o te quitabas con ella la suciedad, ¿por qué creerla enemiga cuando descendía del cielo? Directamente de la copa de los dioses. Esa noche, con ella, los dioses le hacían un regalo, porque lo mantenían a salvo de las miradas bárbaras. Por ello, entre dientes murmuró una oración de agradecimiento a Kuan Yung, la diosa de la misericordia.
Dio un paso al frente y se plantó en el camino, aspiró hondo para unir en él los elementos del fuego y el agua, y atacó el muro. Dio un salto y se agarró con los dedos a los salientes irregulares de la piedra apenas medio segundo, y entonces se retorció en el aire y, con las piernas extendidas por encima de la cabeza, se plantó en lo alto de la pared. Desde allí, de un salto y sin el menor ruido, aterrizó en el suelo, ya del otro lado. Lo ejecutó todo en un movimiento fluido, continuo, que no atrajo ni una sola mirada. Sólo un sapo sorprendido, a sus pies, se puso a croar.
Pero no había dado ni un paso cuando un relámpago partió en dos el cielo e iluminó el club y sus alrededores el tiempo suficiente para deslumbrar a Chang y privarlo de su visión nocturna. Se le agarrotó la garganta, y se le secó la boca. Un presagio. Pero ¿sería bueno o malo? No lo sabía. Por un instante, su cabeza pareció moverse en círculos. Se arrodilló en la oscuridad que siguió, más densa aún, el cuerpo brillante como el de una nutria mojada por la lluvia, temeroso de que el presagio le estuviera diciendo que actuaba ciegamente. Que los dioses quisieran advertirle de que por la muchacha fanqui tendría que pagar un alto precio. El olor a tierra mojada alcanzó sus fosas nasales, y se agachó, arañó un puñado y se lo acercó a la cara; tierra china, el limo amarillo, rico y fértil, robado por los bárbaros. Al aplastarlo entre los dedos lo sintió frío, tanto como si hubiera muerto. La muerte acompañaba a los extranjeros allá por donde iban.
Sabía que debía irse de allí.
Pero negó con la cabeza, impaciente, y sacó la lengua para lamerse la lluvia de los labios. ¿Irse? No era posible. Su alma estaba unida a la de ella. Ya no podía dar media vuelta y salir de aquel lugar, lo mismo que un pez no podía salir del río en que nadaba. Tenía un anzuelo clavado muy adentro. Lo notaba, era un dolor en el pecho. Irse de allí habría sido morir.
Avanzó deprisa, silenciosamente, sobre la hierba mojada, fundiéndose con los árboles, uniendo su sombra a las altas sombras. A su alrededor se extendían vastas extensiones de césped, un estanque, jardines con flores; a un lado unas pistas de tenis, al otro una piscina lo bastante grande como para ahogar a un ejército, todo ello tenuemente iluminado por las luces del edificio. Visto desde atrás, a Chang le parecía más una fortaleza, con dos pequeños torreones, a la que luego los extranjeros hubieran decidido suavizar instalando un porche largo y una escalinata de peldaños anchos, que moría en una terraza semicircular. Una glicina se curvaba, retorciéndose, sobre el tejado de la veranda, pero el interior quedaba oculto por grandes persianas de bambú, que se mantenían bajadas para protegerla de la tormenta. Las oía agitarse, movidas por el viento, crujir y chasquear contra los marcos como los huesos de los muertos.
Sin saber qué camino seguir, Chang optó por el de la derecha. Al hacerlo, algo pequeño y ligero revoloteó hasta posarse en su cara, donde se aferró a la mejilla, impulsado por la lluvia. Lo retiró al momento, y estuvo a punto de arrojarlo al suelo, creyendo que se trataba de una polilla sentenciada; pero antes de hacerlo lo observó con atención. Era un pétalo. Un pétalo de rosa, suave, rosado. Sólo entonces se percató de que se hallaba en medio de una rosaleda en la que el viento y la lluvia intensa arrancaban capullos y flores. Se fijó en el pétalo solitario alojado en la palma de su mano: también aquello era una señal. Una señal de amor. A partir de ese momento supo que la encontraría, y una ardiente impaciencia corrió por sus venas. Los dioses estaban muy cerca esa noche, le susurraban al oído. Ocultó la delicada ofrenda del pétalo entre los pliegues de su túnica, y su piel se estremeció al sentir su roce. El corazón le latía con fuerza.
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